Witold Gombrowicz, escritor y dramaturgo, aseguró tener dos patrias: su Polonia natal, y la Argentina, país donde residió por veinticuatro años y en donde escribió y publicó gran parte de su obra, lo que incluye también la traducción colectiva de Ferdydurke, su novela más famosa -en el otrora célebre café Rex-, y las entregas “misceláneas”, más o menos regulares, a lo largo de unos tres lustros, para la revista Kultur (de la emigración polaca en Francia) de lo que luego sería su monumental Diario. Sin prisa pero sin pausa, la editorial El cuenco de plata continúa publicando su Biblioteca Gombrowicz, recuperando obras total o parcialmente inéditas, y realizando nuevas traducciones directas de su idioma original. Ahora, con edición de Julio Rovelli y traducción de Pau Freixa y Bożena Zaboklicka, el volumen 14, recién aparecido, es Los poseídos, una novela “gótico-policial” publicada en 1939 por entregas –paralelamente, en dos revistas– y que fue firmada con seudónimo. Se rehace y completa así la traducción indirecta del francés que hiciera en su momento José Pepe Bianco para la editorial Sudamericana, en 1982, con el título Los hechizados, menos fiel al adjetivo polaco, según dice la “Nota de los traductores”.
El texto preliminar de Rita Gombrowicz, con precisión histórica, brinda numerosos datos y referencias. Cuenta: “Después de dos o tres tentativas, en los años 20, de escribir buenas ‘malas novelas para las masas’ o ‘novelas para las cocineras’, todas ellas destruidas, Gombrowicz escribió Los poseídos”. La firma, Z. Niewieski, fue una “alusión al río Niewiaza de Lituania (conocido también con el nombre de Issa gracias a la novela de Czesław Miłosz El valle del Issa)”.
Sobre el devenir de cada entrega, reconstruye y detalla Rita Gombrowicz: “El primer episodio apareció el 4 de junio de 1939 y el último el 30 de agosto. La guerra interrumpió la serie”. Pasadas las décadas, ya muerto su autor, y publicada parcialmente la novela, sin sus capítulos finales, en 1986, Ludwik B. Grzeniewski, un intelectual polaco, descubre en una colección de su abuelo los últimos tres episodios publicados en una de las revistas, Kurier Czerwony (El correo rojo), los primeros días de septiembre de 1939. Serán reproducidos entonces en una revista, casi de inmediato, y poco después, en 1990, la novela entera en polaco, integrándose posteriormente a las Obras Completas. Asegura Rita Gombrowicz que, aunque su autor “nunca reclamó la paternidad de aquella novela-folletín”, sí “al final de su vida hablaba de ella a sus amigos y finalmente la reivindicó (sin haberla jamás releído) en su biografía dictada pocos días antes de su muerte”.
El primer capítulo podría decirse que comienza con una escena algo absurda y hasta hilarante, como un sencillo paso de comedia, durante un viaje: “-¿No ve usted ese letrerito que pone ‘No asomarse’? ¿Acaso no respeta usted las prohibiciones?”. “Con esa observación se dirigió al joven que se asomaba por la ventana un señor pálido, ya mayor, con anteojos. Eso ocurría en un tren, en algún lugar pasando Lublin. El muchacho retiró la cabeza de la ventana y se dio vuelta.” “-¿Sabe usted cuál es la próxima parada?”.
Este personaje del joven será, junto a otra joven, protagonista de Los poseídos, a los que se irán sumando un buen número de personajes más. Entre estos dos, se dan toda clase de encontronazos y tropiezos, equívocos y malentendidos -él, profesor de tenis; ella, hija de alguna alcurnia venida a menos. “A Maja le sorprendía el repentino descubrimiento de la verdadera naturaleza de Leszczuk, que el descaro, trivialidad y bajeza de su comportamiento pudieran alterarla tanto. Se tornó tan repugnante a sus ojos que tenía que obligarse a jugar con él”.
Como suele ocurrir en Gombrowicz, los conflictos surgen y giran tumultuosamente entre la atracción y la repulsión, la duda y la especulación: “Su relación era tan tormentosa y turbia que resultaba difícil comprender algo. Empezó a sospechar en ella intenciones poco claras. A veces le parecía que ella se burlaba de él. Y a veces no: incluso todo lo contrario”.
Estos jóvenes veinteañeros, que llaman la atención por el parecido en sus rostros, mantienen entredichos y enfrentamientos con los adultos; por caso, la protagonista con su madre, quien -advirtiendo un vínculo negativo- le sugiere despedir al recién llegado profesor de tenis, a lo que ella se niega, rotundamente. La señora, entonces, “no se atrevió a preguntarle por nada y volvió a sus quehaceres domésticos, que absorbían su tiempo casi por completo. Ay, ¿de dónde había salido aquel abismo entre ellas que no le permitía hablarle, ayudarla ni aconsejarla?”.
Otro elemento, fundamental para toda obra gótica y por ello presente en Los poseídos: el castillo. Ubicado entre la ciudad y el campo, “en el límite del bosque”, allí, “se dibujaban sutil y majestuosamente los contornos de la torre y de las murallas”. Y todavía más: el capítulo IX comienza exhibiendo su símbolo de enigmas: “¿Pero qué sucedía mientras tanto en el castillo, que en la oscuridad creciente se erguía poderosamente entre los pantanos, coloso milenario, orgullosa y amenazante acumulación de muros sumidos en eterna meditación, ruina de esplendores pretéritos, vestigio apenas de su antigua gloria, pero hoy un lugar triste y trágico donde la avidez, el terror y la locura conducían un baile fatal?”.
Al castillo y sus misterios, además, se le suman toda clase de elementos e interrogantes en torno a: un lápiz mordido; sorpresivas e inexplicables manchas negras en varias bocas de personajes; un asesinato (o más de uno), que implicará a la fiscalía de Varsovia; notas y amenazas; conjeturas, temores y terrores; habrá sueños, arrebatos y posesiones, incluyendo a un vidente y espiritista, y personajes del ambiente rural.
Y, sin embargo, dentro de esta forma con apariencia de novela-folletín, la trama introduce, contiene y mantiene claramente algunos de los tópicos gombrowiczianos de siempre: las características, diferencias y oposiciones entre el campo y la ciudad, lo culto y lo popular, y, principalmente, entre generaciones: el joven -con su inmadurez- y el viejo -con su experiencia, sabiduría y decrepitud-; matriz de lo que serán luego sus formulaciones respecto a “la forma” (humana), y sus condicionantes (externos) en la vida y en el arte. La fuerza e ímpetus, tan desaforados como inocentes, y hasta inconscientes de la juventud pueden hacer su irrupción sin más, en cualquier situación; por ejemplo: “cuando el silencio, la melancolía y el abandono del castillo crecían por todas partes y la acosaban desde todas las grietas y oquedades” a la protagonista. ¿Pero cuál es la tensión u oposición, dónde está el conflicto? Gombrowicz se permite el pasaje de los elementos de la realidad captados o imaginados por los personajes, al plano individual e introspectivo (cuasi psicológico), con una sentencia (maldita) final, de folletín: “El castillo le daba miedo; su prometido le daba miedo; pero lo que más miedo le daba era ella misma, aquellos peligros que acechaban en las profundidades de su propia naturaleza, demasiado atrevida, demasiado inquieta y excesivamente sedienta de felicidad. Aquellos antiguos y lúgubres muros, testigos del pasado, parecían susurrar: ‘¡Ay de aquel que persiga con demasiada ligereza la felicidad pasajera!’”. Lo que culmina con el fundamento de su tema: “¡Y ella quería ser feliz! ¡Tenía que ser feliz! Todo lo que hacía, lo hacía para ser feliz y para exprimir plenamente todo el placer de su belleza y juventud”.
TEMAS Y FORMA
Varias décadas después, el mismo Gombrowicz seguía refiriéndose, como en una entrevista para La Quinzaine Littéraire (recuperada luego en un volumen de Anagrama: Autobiografía sucinta/Correspondencia) a “esa tendencia a la inmadurez, a la inferioridad, sostenida también por una ‘estructura’, que no me parece en absoluto despreciable: es la interdependencia, en el seno de la humanidad, de las edades, los sexos y las fases de desarrollo. ¿El hombre? ¿Qué hombre? ¿Adulto, viejo, joven, niño? No hay un ‘hombre’ en sí. Y como nos creamos mutuamente a través de la forma, debiera admitirse que el adulto, al tiempo que forma al joven, es a su vez formado por este. ¿De qué forma?”.
Otros capítulos de Los poseídos exhiben el mismo conflicto, bajo otras formas, como el de la protagonista con la margravina di Mildi, marquesa y dama de compañía algo veterana, desplazada y ninguneada ante la joven recién aparecida, contratada para similar tarea por un viejo rico y ocioso, Maliniak, que, posiblemente, al final de su vida, pretende “divertirse” con malicia, buscando que se den -y así poder presenciar- enfrentamientos entre “esas dos mujeres, una de las cuales se iniciaba en la vida y la otra ya estaba en pleno declive”. De este modo (se) piensa y compara -con la otra, con la joven- la marquesa: “Ella, una aventurera europea de gran estilo, una mujer demoníaca, de pelo negro azabache, una vampiresa de piel pálida con los labios carmesí, no podía soportar el hecho de tener que plegarse a aquella borreguita provinciana, una mocosa, una gansa que había sabido caerle en gracia a Maliniak”. En otra escena, le explica una colega más experimentada a la joven Maja el sentido u objetivo del grupo al que se integra, decente promotor (atrayente) de relaciones públicas: “seis o siete muchachas muy bellas y bien educadas son una fuerza a la que nada se resiste. Viejos y jóvenes quieren unirse a nuestro grupo”, le dice.
Cabe recordar lo que escribiera Alejandro Rússovich, amigo y estrecho colaborador de Gombrowicz en Argentina, en un texto llamado “¿Quién es Witold Gombrowicz?”, publicado en la década de 1990 en La caja, revista de ensayos. Allí, planteó sobre la vital y crucial cuestión gombrowicziana de “la forma”: “Como el agua a los peces, nos limita y determina, nos vivifica y nos mata. Existir es formarse, informarse, deformarse, conformarse y no conformarse. Ser ser es ser forma. No hay salida, no hay modo alguno de eludir el conflicto, porque el conflicto nos constituye. En esta lucha se configura el mundo humano. Emerge o se hunde la cultura. Se crea y se desvanece a cada instante la inaprensible esencia del hombre. La madurez, la inmadurez, la forma, son los grandes temas que resuenan con mil matices, con tonos iridiscentes, violentos, armónicos, disonantes, obsesivos, a través de la obra de Gombrowicz, fragmento privilegiado de la obra total que fue su vida. De aquí arranca toda la fuerza configuradora que estos temas alcanzan en sus escritos. Se trata de un conflicto personal, vivido y sufrido hasta sus últimas consecuencias. Eso que Niteszche quería para sí mismo: vivir su filosofía, fue para Gombrowicz su modo privado y público de existir, su pan de cada día. Convivir con él me ponía de continuo ante esa rara identidad de vida y obra”.
Como toda historia, la de Los poseídos también arribará a su puerto, desatándose nudos, aclarando ciertos hechos, y reivindicando, por sobre todas las cosas -en la unión de vida y obra-, las fuerzas del “carácter” humano: la razón y la valentía, ante las encrucijadas del engaño, el fraude y la adversidad.
>Dos fragmentos de Los poseídos, de Gombrowicz
EL CASTILLO
–¡Mire, señor, mire! –le dijo el profesor al consejero–. Desde aquí se divisa el castillo, sólo que no sé si a esta hora se verá.
Pero la luna ya fulguraba sobre las ilimitadas extensiones, punteadas aquí y allá por las fantásticas siluetas de los árboles. En el pálido crepúsculo apareció una blancura de agua: era el Muchawiec, que arrastraba lenta y perezosamente su corriente a través de la llanura, creando enormes ciénagas, sin poder apenas avanzar…
La amplia superficie acuática que se presentó ante los ojos del consejero podría llamarse lago si las cañas, juncos y mimbres no crecieran en los lugares más inesperados. Parecía más bien una inundación que un lago, o una gran cantidad de charcas sueltas. En algunos sitios la tierra y el agua estaban tan mezcladas que resultaba difícil definir qué elemento dominaba.
Era como una sorpresa en ese desalentador paisaje de llanura la alta colina junto a las aguas que incomprensiblemente se erigía sobre la planicie. Pero lo más asombroso era la enorme construcción que había sobre la colina.
Szymczyk, que por cierto era miope, no distinguía los detalles, pero presentía la gran mole de piedra: sobresalía de esa mole una enorme torre, de hasta seis pisos, toda gastada y ruinosa en la cúspide. Reinaba sobre el paisaje, solitaria, digna, feudal… Poco a poco la niebla iba cubriendo la falda de la colina del castillo.
–¡Qué edificio tan colosal! –exclamó el consejero.
–¡Bah! –replicó el profesor–. Ciento setenta ruinosas habitaciones, salas, zaguanes y todo lo que usted quiera. Pero para un historiador del arte esto no tiene ninguna importancia. No tiene estilo, ¿comprende? Abandono, ruinas, ya ve, la típica residencia señorial en estado de absoluta decadencia. Polonia, como usted sabe –se explayaba didácticamente–, no abunda en monumentos arquitectónicos. En los tiempos antiguos había espléndidos castillos, pero casi todos desaparecieron durante las guerras suecas y el resto se lo tragó la dejadez y la ignorancia de sus propietarios. Cuántos de estos monumentos habrán desmontado simplemente para obtener piedra… Hoy día se dice que Łańcut es la residencia más hermosa de Polonia. ¡Pero Łańcut es un niño, un mocoso sin pasado! Es cierto que es fastuosa, que dispone de invernáculo, caballerizas de mármol y Dios sabe qué más, ¡pero no tiene pátina! ¡Mysłocz cuenta con por lo menos seiscientos años!
–¿Seiscientos? –se extrañó el consejero–. ¿En esta zona?
–Ya lo creo –replicó el profesor–. Ya antes era una fortaleza medieval del antiguo linaje de los condes Holszański-Dubrowicki. Desde los tiempos más pretéritos hubo aquí una fortificación… Este castillo –añadió no sin melancolía– tuvo un importante rol en el pasado, pero ahora… ya ve usted… ¡un montón de piedras dejadas de la mano de Dios y nada más! La triste residencia de un loco y la tumba de una estirpe que se apaga… Desde hace cien años no viven aquí más que locos.
Volvieron a internarse en el bosque. Se hizo más oscuro, porque la luna sólo asomaba de vez en cuando entre las ramas y una tristeza infinita embargó el corazón de Walczak. A la vez le arrebató una angustia tal, que tuvo que aguantarse para no saltar del carruaje y escapar en la espesura.
La melancolía de estos lugares tan lúgubres contagió también al profesor, que se quedó callado, y sólo el consejero seguía departiendo sobre los típicos defectos polacos como el desorden, la negligencia y la dejadez, así como la falta de cuidados adecuados y organización en la conservación. Nadie lo escuchaba, ya que todos estaban absortos pensando en el bosque, el pasado y acaso en sus propias e inconfesables angustias.
LA CIÉNAGA
Maja no tenía miedo de nada que pudiera pasarle en la vida, pero sí temía a la muerte. Y el castillo vacío y deshabitado entre las aguas, la niebla y el barro significaba para ella la muerte: se trataba de una existencia que se aproximaba a su fin, condenada a la extinción, enloquecida por su propia grandeza, desmoronándose bajo el peso de los siglos, una decrepitud agonizante.
Y, no sin angustia, divisó la solitaria lucecita en la ventana de la torre esquinera. No obstante, siguió adelante. Iba ahora por un dique entre las aguas y de súbito la envolvió la humedad característica de la niebla. Aquí había que ir con cuidado. No era difícil errar el camino y encontrar la muerte en un suelo traicionero, lleno de lodo, que en algunos puntos se transformaba inadvertidamente en ciénaga. Sólo pasados tres cuartos de hora de ardua travesía, llegó a la ladera de la montaña del castillo. Con propiedad, esa montaña, solamente sobre el fondo de la llanura sin fin de la cual se erigía podía ser llamada montaña. En realidad, no era más que una colina que no superaba los 50 metros. Pero lo bueno era que al menos ya no había ese fango fino que se pegaba a los pies.
De cerca, el castillo se vislumbraba entre la bruma aún más aterrador: aquella fantasmagórica mole medieval, con sus voladizos, almenas, troneras y torres cubiertas de tejas de madera, rezumaba algo de inverosímil. Aquí y allá se distinguía en el muro una ventanita normal y corriente, con cristales como en las viviendas, y también algunos feos y anodinos detalles que destacaban con más fuerza la antigüedad del enmohecido conjunto.
Maja empezó a moverse con más cuidado. Cuanto más se elevaba el terreno, más rala se volvía la niebla, y a la luz de la luna no era difícil advertir su silueta.
Por suerte, justo enfrente de ella apareció la mata de arbustos: aquí estaba la entrada al pasadizo subterráneo que por el otro extremo conectaba con uno de los sótanos del castillo.
Una vez Cholawicki la había llevado por ese pasaje, más por broma que por alguna razón de peso. La boca del túnel propiamente dicha quedaba mucho más lejos de allí, en el bosque, pero aquella parte resultaba intransitable desde tiempos inmemoriales. Uno de los dueños posteriores del castillo había conectado el corredor con el mundo en aquel sitio, perfectamente camuflado tras los arbustos y casi inaccesible.
¿Para qué? –pensó Maja–. ¿Sería que por aquí venía a visitarlo una mujer?