Siendo todavía una niña, aprendiste a descifrar los disimulos de los adultos. Pronto supiste que tu madre ocultaba sus jaquecas como si fueran una debilidad inconfesable. En un extraño juego del escondite acechabas sus evasivas, sus pretextos, ese empeño por mantener el tipo aunque los esfuerzos agudizasen el dolor. Ahora, cuando tú misma protagonizas el teatro ante tu hijo, te preguntas por el perverso resorte que nos induce a sentirnos culpables de nuestras enfermedades.

En el inolvidable comienzo de Los Soprano, Tony sufre un ataque de ansiedad. No se avergüenza de la extorsión y el homicidio –meros gajes del oficio mafioso–, sino de su angustia. En la consulta de su psicóloga añora un pasado donde nadie se quejaba porque solo los blandengues sufrían enfermedades mentales: “Hoy en día, todo el mundo tiene que ir a psiquiatras y consejeros a hablar sobre sus problemas. Qué fue de Gary Cooper, el tipo fuerte y silencioso que no estaba en contacto con sus sentimientos. Simplemente hacía lo que tenía que hacer. Ahora todo es disfunción por aquí y disfunción por allá”. Irónicamente, el Gary Cooper de carne y hueso sufrió una depresión que lo postró en la cama de un hospital a comienzos de los años treinta, justo en los inicios de su fama. En esos mismos días, el actor explicó en una carta a su sobrino: “Dejé que la gente me atacara a través de mis emociones, mi simpatía, mis afectos”.

En nuestro imaginario, el pasado está siempre poblado por seres más fuertes que nosotros. Asociamos la Antigüedad romana con invencibles legionarios y generales impávidos. Sin embargo, la salud mental era una enorme fuente de preocupaciones, patentes en la literatura médica. Según Alejandro de Trales, una mujer vendaba su dedo meñique todos los días temiendo que, al doblarlo, el mundo se derrumbaría. Libanio se refiere a personas que “padecen una ansiedad generalizada de mente y cuerpo, viven afligidos por temblores y se estremecen de terror ante mensajes banales”. Galeno describe a un paciente que creía ser una olla de barro y temía romperse –como el cervantino licenciado Vidriera­–, mientras que otros se identificaban con Atlas cuando soportaba el peso del mundo sobre los hombros. Cuenta el mito griego que el titán Atlas se rebeló contra los dioses y fue condenado a cargar sobre su espalda la bóveda del cielo hasta acabar su vida petrificado, convertido en la cordillera norteafricana del mismo nombre. Simbólicamente, quien sufre hoy el zarpazo de la depresión hereda el dolor de aquel esfuerzo insoportable.

En realidad, esos tipos duros como roca –incluso por castigo– existen únicamente en las leyendas. Para los simples mortales del mundo antiguo, los médicos eran muy caros y aún más el tratamiento en casa, así que la población pobre tenía que conformarse con amuletos y exorcismos. Los enfermos más graves eran encerrados o expulsados a la intemperie, donde vivían como vagabundos. Los Evangelios narran la historia del endemoniado de Gerasa, que rompió los grillos y cadenas para huir al desierto. Cierto día Jesús conjuró a sus demonios y los arrojó a una piara de cerdos, que acto seguido se lanzaron por un precipicio. Aquella legión de animales no pudo soportar el suplicio que afligía a un solo ser humano: era la época del sálvese quien pueda.

 

Los problemas de salud mental no son –contra lo que pensaba Tony Soprano– un síntoma propio de nuestros tiempos líquidos; si nos adentramos en los textos históricos, descubrimos que han existido siempre. Según la Organización Mundial de la Salud, una de cada cuatro personas sufre un trastorno de este tipo en el mundo. El neurólogo Oliver Sacks llamó a estas patologías “enfermedades moralmente neutras”. En este escenario no caben disfraces, disimulos ni culpas. Lo real es el peso de las adversidades que afrontamos ­–llámense confinamiento, duelo, trabajo precario, violencia o estrés– y nuestros recursos para lidiar con las heridas que provocan. Insistir solo en las flaquezas de las personas deja a cada paciente en soledad. Los trastornos de la mente emergen por fin del silencio. Puede que los veamos como un enigma: no los convirtamos en estigma.