Un dios de otoño, sin ardor y sin canto es el dios que Gabriela Mistral ve y siente cuando se pregunta si existe. Ni ese tuyo doliente, ni el tremendo, ni el fuerte, ninguno, le contesta Ernestine Rose mientras las dos comparten -sin horas de reloj ni fechas- alameda en tarde lenta. La religión perjudica a todxs y a las mujeres más, le dice al oído la hija del rabino a la chilena en mitad de una plegaria.
Ernestine Louise Potowski (así se llamaba antes de casarse con William E. Rose, un orfebre partidario como ella de las ideas de Robert Owen, al que conoció en Inglaterra y con quien se fue a Estados Unidos) fue la nena rebelde del ghetto de Piotrkow (odiaba al dios “que estaba contento” con el ayuno obediente de su padre endeble. “Todos los niños son ateos y lo seguirían siendo si no se les inculcara una religión”, dirá después) y la adolescente que peleó por su dinero (que le correspondía tras la muerte de su madre) cuando su padre, el rabino del pueblo, se lo ofreció al novio que eligió para ella. Pero no hubo dios, ni novio diseñado, ni herencia convertida en dote. Ernestine elevó su reclamo patrimonial ante el tribunal, abandonó Polonia para siempre llevándose su dinero (le dejó una parte a su padre) y se fue a Berlín. Tenía diecisiete años.
En Estados Unidos hizo social aquella primera lucha suya por la igualdad de derechos (por ley las mujeres casadas no eran dueñas del dinero que tenían antes del matrimonio) y armó campaña neoyorquina para revertir esa ley; una ley que ahorcó hábitos y volvió corregida muchos años después de aquella cruzada feminista. En la ruta impetuosa, cuando Ernestine le hablaba a la multitud –tenía un estilo y una voz irresistibles, capaces de arder el fuego necesario para callar a esa monótona voz masculina que empastaba lengua y garganta– y peleaba por el dinero de las mujeres, estaba peleando también por su derecho al voto y por la abolición de la esclavitud. No sorprende el tríptico rebelde y justo; una lucha como la suya siempre teje más luchas, nunca es una sola, nunca es jaula de pocos.
En amistad de mujeres, esa amistad que abraza bien en el camino -que Silvia Pérez Cruz componga una canción y que la cante-, recorrió tierras violentas junto a Paulina Wright Davis, Susan Anthony y Elizabeth Cady Stanton. Las leyes de la ciudad moderna le deben a la pandilla desobediente que agitaba el pensamiento libre, cuna y biografías. Mientras tanto ellas, sin esfuerzos de comitiva boomerang, caminan abrazadas por la calle y son una más en las marchas. Van a todas, van siempre, solo hay que saber mirar.
Ernestine Rose, la extranjera atea infiel, sofisticada inmigrante judía sin religión que soportó con salud débil los embates de una guerra civil con silbidos antisemitas, “no conocemos ningún objeto más merecedor de desprecio, repugnancia y aborrecimiento que una mujer atea”, eso dijo o escribió un hombre con vestuario religioso, volvió a Inglaterra (las batallas aún por ganar se mudaron con ella) y murió en Brighton muchos años después.
Dicen que cuando la distorsión se asoma desde su mal mayor al espejo y no refleja nada es porque alguien invocó su nombre o dijo las palabras que la distinguen y resuenan sacramentales en misa profana: mujer de la matria grande.