Freud nunca abandonó su neurótica, es decir la idea que un meollo traumático puede estar al origen de todo síntoma. En la etapa pre-psicoanalítica, bastaba con recordarlo, extirpar ese cuerpo extraño, para que el síntoma desapareciera. Luego vinieron las neurosis de defensa, y la metáfora de cuerpo extraño se transformó en infiltrado, bastaba con disminuir las defensas para llegar por vía asociativa a las escenas traumáticas. Un hecho del mundo externo hacía irrupción en el psiquismo provocando consecuencias en forma de síntomas.

Sin embargo, la realidad tenía sus matices subjetivos. Ya desde el proyecto Freud intuyó la primera mentira de las histéricas, el proton pseudos, y la noción de nachträglich se asoció inexorablemente a la noción de trauma. Aquí las traducciones metieron la cola, dado que las mismas han inducido teorizaciones diferentes. Strachey tradujo al inglés como “referred action”. En castellano Ballesteros como “a posteriori” y en la edición de Amorrortu se tradujo como “con efecto retardado”. En todas se mantiene una causalidad temporal lineal. La temporalidad del almanaque. Para Ferenczi, el trauma está más próximo del “referred action”, escena que viene del afuera, golpea una sola vez y actúa como una bomba de tiempo, pero de un tiempo lineal, cuya explosión se producirá más adelante sin resignificación. Está más próximo a una concepción pre-psicoanalítica del trauma.

En cambio, en francés, se lo tradujo como “après-coup”, retrabajado por Lacan, quien le dio todo su espesor a una temporalidad con doble o triple sentido direccional, en una resignificación mutua. La noción de après-coup condensa en una paradoja movimientos que la lógica secundaria no considera, es decir la simultaneidad, excluyendo la contradicción. El pasado no condiciona al presente ni el presente el pasado, es en la interrelación entre ambos que se produce un sentido ausente abierto al futuro.

El après-coup no sólo invierte la cronología, la desordena. Esta resignificación la concebía desde la carta 52 a Fliess cuando anticipaba el funcionamiento del aparato psíquico como “un proceso de estratificación: los materiales psíquicos presentes en forma de trazas mnémicas se encuentran de vez en cuando redefinidos en función de circunstancias nuevas”.

El après-coup vacila entre dos tensiones: la violencia bruta, disruptiva, por un lado y la sutilidad de una reescritura por otro, una complejidad asintótica, nunca finalizada. Pero no hay après (después) sin coup (golpe). Ahora bien, tanto para Freud como para Green y Lacan, lo más violento del golpe viene del interior del sujeto. El recuerdo no viene tal cual fue producido por el acontecimiento, sino tamizado por el sistema asociativo de la persona, que lo re-produce o mejor dicho lo produce nuevamente, en una colisión entre el afuera y el interior.

Si bien la vivencia traumática puede ser desencadenada por un acontecimiento, y en ese sentido es coyuntural a lo vivido en un momento dado de la vida de una persona, siempre encuentra eco en lo que me animaría a llamar los polos estructurales de toda vivencia traumática de un sujeto.Todo sujeto se confronta a dos aspectos traumáticos de manera inherente a la condición humana: es decir a su propia sexualidad y a la existencia del otro.

Si nuestra sexualidad estuviera predeterminada para la especie, como lo es el instinto para los animales, no nos confrontaríamos a la diversidad sexual, el objeto no sería contingente, nuestras identidades no serían vacilantes. Eros no nos deja en paz, nuestra intranquilidad no nos viene tan sólo de la pulsión de muerte. Los múltiples conflictos psíquicos que surgen del encuentro entre pulsiones y mundo externo comienzan desde el primer encuentro sensual entre el bebé y el seno.

Cuando la persona se confronta a un hecho disruptivo, de cualquier índole, a mi parecer, se reactivan los polos traumatogénicos estructurales del sujeto, es decir su sexualidad y la relación con el otro. Como las muñecas rusas, se en-castran... la amenaza de castración siempre latente. El campo de lo traumático interroga de manera paradigmática lo no representable, poniendo en tensión el clásico dispositivo analítico de hacer consciente lo inconsciente, dejando al descubierto que en esta clínica no es suficiente el levantamiento de la represión para que la traza algo anémica se haga mnémica. La vivencia traumática, en ciertas ocasiones, genera un vacío de figuración que aspira toda forma de representación posible. ¿Qué inscripción adquiere la percepción del hecho disruptivo? Mi propósito será abrir un camino más que indicar un itinerario respecto a esta interrogación.

“Su infancia la había herido a tal punto que no podía evocarla”, sugiere Pascal Quignard de Némie, la protagonista de su novela Vie Secrète. Y agrego, quizá porque el dolor puede arrasar con la posibilidad de representación del mismo; la no figuración como defensa ante un dolor indecible. “De que dolor me habla si yo no lo sentí...” podría ser la frase elocuente de este recurso extremo del psiquismo. Marguerite Duras dice de Lol V. Stein, en su novela homónima “el sufrimiento no había encontrado en ella donde deslizarse”. Y más adelante en la misma novela se pregunta: ¿Pero qué quiere decir un sufrimiento sin sujeto?

¿Cuál es el estatuto de aquello que ha sido vivido sin ser vivenciado, que forma parte del psiquismo sin ser representado, que no habiendo sido simbolizado no ha podido ser subjetivado?

El aparato psíquico busca ligar la angustia errática, y la representación es la forma quizá más elaborada de desactivarla. “En los sueños no sentimos horror porque nos oprima una esfinge, soñamos una esfinge para explicar el horror que sentimos”, dice Borges en El Hacedor. El aparato psíquico no admite que la angustia quede flotando. La angustia es pirandeliana, como en “Seis personajes en busca de autor”, la angustia busca una representación a la cual referirse como autor de la misma. Es en ese sentido que en la clínica ligada a experiencias traumáticas, la construcción cobra valor de interpretación. Es decir que no se busca necesariamente una construcción que posea una verdad histórica, sino que cumpla una función en la dinámica del aparato psíquico. Y Freud propone incluso que el término de reconstrucción reemplace al de interpretación. Viderman propone encontrar un sentido que estaba ausente.

Se trata menos de dar a las escenas disruptivas imposibles de determinar en su conformación perceptiva un valor interpretativo, que de escuchar el dolor a la espera de un sufrimiento que el sujeto pueda vivenciar finalmente. Que el sujeto se apropie del enunciado flotante, que lo haga suyo, como enunciación vivida

El discurso del trauma, afirma Françoise Davoine, está siempre llevado por alguien desubjetivado a partir del saber inscripto en el cuerpo, a tal punto que deja en suspenso tanto el juicio de atribución como el juicio de existencia. Si el tiempo queda detenido es porque para que haya tiempo es necesario que haya sujeto, y para que haya sujeto y por ende represión es necesaria una sucesión de significantes. En el caso del trauma, se interrumpe la cadena de significantes, se produce un agujero y precisamente ahí es donde se detiene el tiempo, en espera de un significante nuevo. Trou-matisme decía Lacan. (jugando con “trou”: agujero).

La vivencia traumática a veces atemoriza, pero a veces fascina. El efecto es el mismo: el enmudecimiento. “Las pequeñas penas son locuaces, las grandes son mudas”, decía Séneca. La persona corre el riesgo de convertirse en un enunciado desprovisto de enunciación. Aun en ciertos casos en los cuales la persona pueda hablar compulsivamente de la vivencia traumática, a veces sin pudor, su discurso está silenciado, o mejor dicho, pleno de palabra vacía.

En este último caso, la persona queda pasmada, atrapada en la seducción o en el terror de la experiencia traumática, sin saber qué hacer con la misma. El sujeto aparecerá, en el mejor de los casos, cuando la persona pueda asumir la responsabilidad de hacer algo distinto de lo vivido, al desidentificarse de la vivencia traumática.

La madre de una adolescente seguida en psicoterapia como consecuencia de un incesto, ella misma incestada, se presentó a la primera entrevista y cuando me saluda, en vez de presentarse por su nombre, me dice: “Yo soy la mujer incestada”. La vivencia traumática pasó a ser su presentación identitaria, en vez de declinar su identidad con su propio nombre. Ella “era” este enunciado. El perjuicio padecido se instala como meollo quístico paradójico de una identidad vaciada de subjetividad. La persona “es”  la vivencia traumática padecida. La persona deviene el negativo de su verdadera subjetividad; oscila entre un sofocado mutismo y el grito de Munch, sin encontrar las palabras que arranquen el sufrimiento de los intersticios de su ser.

En la relación transferencial de pacientes que padecieron vivencias traumáticas, es particularmente conveniente estar atento a toda la semiótica de lo figurable, en particular a las entonaciones del discurso, a través del cual se puede acceder a lo no representado. El timbre cambiante de la voz como figurable sonoro de las vacilaciones de la memoria lagunar de lo vivido, pero no representado. La voz como significante que permite que en la enunciación de sus variantes sonoras la misma se haga palabra cargada de afecto: permite pasar de una cierta afasia afectiva a un discurso subjetivado por emociones que surgen como fuente termal revitalizante. Barthes, en Le plaisir du texte, subraya: "Lo que escondo a través de mi lenguaje mi cuerpo lo dice. Puedo modular mi mensaje, pero no mi voz".

La voz, su timbre, su melodía o su desarmonía, es el aspecto menos asible de la escucha analítica, pero al mismo tiempo permite a veces enhebrar el afecto a una representación posible.

Desde dicho punto de vista, me atrevo a sugerir que el psicoanálisis, al menos en esta clínica de lo traumático, estaría a mitad de camino entre una ciencia conjetural y una poïesis, en la cual el sujeto aparece más en la entonación, armónica o disonante de la escansión pulsional de su voz; en su prosodia, más que en el significado inmóvil de un enunciado petrificado emocionalmente. La palabra se hace plena en la medida que logra liberar el afecto concomitante de su enclaustramiento.

Tan sólo la aparición de un sujeto que pueda finalmente vivenciar su sufrimiento haría posible, al decir de Paul Valéry, que “el pasado tenga un porvenir” evitando la compulsión a la repetición mortífera o una enfermedad psicosomática. En ese sentido no se trata naturalmente de modificar los hechos de un pasado traumático. Borges, ese gran clínico del alma humana, decía en el Aleph: “modificar el pasado no es modificar un solo hecho; es anular sus consecuencias, que tienden a ser infinitas”.

Juan Tesone es médico (UBA), psiquiatra (Universidad de París XII), miembro de la Asociación Psicoanalítica Argentina y de la Société Psychanalytique de Paris. Este texto es un extracto del libro “Un dolor sin sujeto, marcas disruptivas resignificadas” (2023), Letra Viva, Buenos Aires.