François Jullien, en su libro “Un sabio no tiene ideas”, intenta remontarse a la China antigua para pensar la idea de sabiduría, que se contrapone a la idea de filosofía propia de Occidente.

El sabio -uno de ellos fue Confucio- no tenía ideas. Tener una idea supone anteponerla a las demás. Privilegiarla, ponerla en un nivel jerárquico con respecto a otras ideas. Tenerla como principio, es decir, al comienzo del acto de pensar, que a la vez va a regir el pensamiento. Tener una idea es tener una mirada particular, sesgada. Por el contrario, el sabio tiene todas las ideas en un mismo plano, logrando por tanto una visión global. Así puede recurrir a cualquier idea cuando la singularidad de la situación lo requiera.

En Occidente muchas veces las ideas que cimentaron la historia del pensamiento han sido pre-supuestos sobre los que se edificó la ontología. El ser, inmutable, se determinó como una sustancia, la verdad, que se diferenciaba de sus atributos, que estaban sujetos al cambio. Así, sobre esa base, creció la filosofía.

Por el contrario, en Oriente, la realidad siempre apareció como un proceso de trasformación continua, imposible de fijar, a la que el sabio se acoplaba. No se podían establecer ideas que pudieran comprender ese cambio. El ser no estaba separado del devenir. No había un sujeto fijo del cambio. Se trataba de pensar la trasformación de la transformación.

De manera que la sabiduría nunca tuvo una base sólida -ideas matrices- para asentarse, con lo cual tampoco se pudo edificar una historia de ella (el acoplamiento de una idea sobre otra).

Hay algo que se puede hacer con la filosofía, a diferencia de la sabiduría. La filosofía necesita de una fijación de un objeto, observarlo, argumentar, demostrar. A su vez, entre los filósofos existe la confrontación, que se produce en la medida en que hay una base compartida, las ideas que están al principio del pensamiento. Si no existiera esa base común no sería posible la discusión, la refutación. Pero para la sabiduría esa práctica no se puede llevar a cabo. Porque no hay ideas matrices. Lo que ve el sabio es un mundo indiscernible, indiferenciado, un vacío anterior a toda idea, que no se puede discutir, porque ni siquiera se puede nombrar.

Para entender la realidad, en permanente proceso de cambio, el sabio está vacío de ideas. Cada situación, imprevista, impensada, requiere que se recurra a una nueva idea. Las ideas no se aplican a la situación desde afuera, no la trascienden. Hay que zambullirse en la situación, y desde allí poder elaborar nuevas ideas, inmanentes a ella. Confucio nunca repetía sus máximas o parábolas. A cada discípulo le decía algo diferente, que era aplicable sólo a la situación singular en la que se producía el saber.

La filosofía en Occidente, desde la antigua Grecia, se erigió a partir de ideas dominantes. Una de ellas fue la idea del ser. A partir de ideas matrices, de cimientos ontológicos, se construyó el edificio de ideas, las ideologías y doctrinas, paradigmas, escuelas.

Por el contrario, el sabio en la China antigua no intentaba nombrar la realidad. Muchas veces callaba. Porque las palabras detienen, frenan, obstaculizan el devenir. Hay que dejar que advenga el mundo, esos flujos innombrables que están en el fondo de toda realidad -que tienen que ver con el vacío- en permanente movimiento y mutación, imprevisto para cualquier tipo de idea que se anteponga. Lo podemos ver en los dichos de muchos sabios, o en los poemas zen. No intentan develar un misterio, no recurren a grandes metáforas. Simplemente dicen lo que ven, hablan de la apariencia de los fenómenos. Se refieren a ella de manera más bien indeterminada, tratan de no fijarla con precisiones semánticas. Las parábolas de los maestros, la poesía zen, se remiten muchas veces al mundo indiferenciado, de donde surge la vida.

El sabio, al carecer de ideas que estructuren su mirada, carece también de identidad, de una personalidad, de un carácter, de manera que no se puede predecir su conducta, así como tampoco nadie puede oponérsele, porque sus acciones no se destacan. Actúa en silencio, atrincherado en el anonimato. Carece de un yo particular. Está unido al cosmos. Cuando la situación requiere de él un determinado comportamiento, el sabio lo adopta sin prejuicios. Cuando tiene que callar y contemplar, lo hace. Cuando tiene que intervenir enérgicamente, interviene. Cuando tiene que tomar la iniciativa, la toma. Cuando conviene ser radical e intransigente, lo es, y lo propio hace cuando debe ser flexible amoldándose a la situación.

El sabio, al no tener una visión particular, es el que está en contacto con el todo. Por el contrario, quienes sostienen una idea fija ven el mundo de manera sesgada, particular.

En la Grecia antigua, a partir de Aristóteles, se constituye la idea del justo medio, para encontrar un equilibrio entre las ideas -las esencias inmutables- y el mundo fenoménico -la apariencia, que está sujeta a las trasformaciones-. Por el contrario, en Oriente nunca se planteó esa disyunción. El mundo es como aparece. Con lo cual tampoco es necesario llegar a aquella mediación. Lo que había era una bipolaridad -el yin y el yang- , que constituía lo real, y a la que el sabio debía poder acoplarse. Tenía que habitar todos los extremos, dejar todas las ideas en potencia, y acoplarse a ellas, en el momento oportuno, cuando afloraban.

Respecto a la idea del justo medio, hay que decir que es imposible trazarlo. Porque en el mundo indiferenciado con el que está en contacto el sabio, no hay centro. Es un espacio que no se deja medir, inmovilizar, apresar por la geometría. No hay allí rectas ni círculos.

 

Por lo demás, muchos daño nos ha hecho la idea del justo medio. A partir de ella se han construido las ideologías conservadoras, timoratas, y se extendió la mediocridad. Por occidente circula una frase que nos aplasta todos: “todos los extremos son malos”. Pero la frase se asienta sobre una idea que se antepone y que sirve como referente universal, incuestionado. Todos trazan los mismos extremos. Extremos que ya todos conocemos. Ideas que ya atravesaron la historia, políticas que ya se aplicaron. Ya todos sabemos que entre el blanco y el negro existe el gris. Pero de lo que se trata es de poder ver nuevos colores, matices que nunca habíamos percibido. Sobre un espacio vacío, habitar otros extremos. No solo políticos, sino también vitales. Llevar la vida a un extremo, lejos del adormecimiento y el letargo que impone una cultura en la que triunfan los que viven a medias.