El niño y la garza - 8 puntos
(The Boy and the Heron / Japón, 2023)
Dirección y guion: Hayao Miyazaki
Duración: 124 minutos
Estreno en salas.
¿Puede un artista retirarse? A diferencia de los deportistas, cuyas carreras profesionales están íntimamente ligadas a la suerte de sus físicos, o de quienes se desempeñan en oficios intelectuales, los hombres y mujeres dedicados al quehacer artístico difícilmente dejen de movilizar sus mecanismos creativos por una decisión racional. Fue quizás ese empuje interior el que llevó al gran realizador y animador japonés Hayao Miyazaki –de flamantes 83 años– a volver al lápiz y al papel casi una década después del que había asegurado que sería su último largometraje, Se levanta el viento.
El regreso a la silla plegable del cofundador del mítico Studio Ghibli y responsable de Mi vecino Totoro y El viaje de Chihiro, entre otros hitos fundamentales de la historia del cine de animación, se da con El niño y la garza, una película (ahora sí) con olor a despedida, profunda y emotivamente testamentaria, que demuestra que sus obsesiones artísticas y espirituales están más vigentes que nunca.
Estrenada en Japón a mediados del año pasado y ganadora el último domingo del Globo de Oro a Mejor Film Animado –fue el primero en idioma no inglés en llevarse la estatuilla en las ocho décadas de ese reconocimiento–, El niño y la garza ofrece un menú fácilmente reconocible para los seguidores de Miyazaki, aunque con sus ingredientes macerados por la sabiduría de los años y la inevitable perspectiva que ellos generan en quien aquí ancla el relato en coordenadas de indudable corte autobiográfico.
Todo arranca a la manera de un melodrama de época en Japón durante la primera mitad de la década de 1940, cuando la Segunda Guerra Mundial se desparramaba a lo largo y ancho del Océano Pacífico. Es en ese contexto que Mahito, de 12 años, despierta en medio de la noche con las sirenas que alertan sobre un inminente bombardeo en Tokio. Con un rápido paneo en la ventana comprueba la peor de las noticias: uno de los edificios destruidos es el hospital donde trabaja su madre, a quien nunca más vería y cuyo cuerpo jamás sería encontrado.
Una elipsis traslada la acción unos años más adelante y encuentra al padre de Mahito –que es, como el papá del director, gerente de una fábrica de aviones, al igual que ocurría en Se levanta el viento– cumpliendo con la tradición de casarse con la hermana menor de la fallecida, Natsuko. No hay alegría alguna en Mahito, más bien todo lo contrario: un aire triste y melancólico como síntoma de un duelo todavía no concluido. La flamante familia se muda a un caserón en las afueras de la ciudad que compartirá con un grupo de ancianas de aire inocente y dueñas de un profundo conocimiento de todo lo que ocurre en ese ámbito rural. Pero no son los únicos habitantes del lugar, ya que hay una garza que vuela regularmente muy cerca de Mahito, como si quisiera llamarme la atención. Y lo hace, al punto de que ella –que es, en realidad, un hombre pequeño recubierto con la piel de una de esas aves– terminará guiándolo por un inframundo “muy parecido al nuestro, pero distinto”, como lo definirá, palabras más, palabras menos, Mahito. Una idea aplicable a gran parte de los universos creados por Miyazaki.
Allí comienza la parte más jugosa de este coming of age en el que las sorpresas están a la orden del día y donde el animismo –es decir, el dotar de vida a objetos de todo tipo– es solo una de las características de un particular ecosistema que mezcla lo psicodélico con lo espiritual, lo natural con una fantasía cargada de una enorme potencia simbólica. Guiado por la garza, Mahito se enfrenta allí a múltiples especies que le presentarán distintos desafíos que irán llevándolo, casi sin que se dé cuenta, hacia un autodescubrimiento no exento de dolor. Película personal e íntima, dolorosa a la vez que luminosa, El niño y la garza hace del mundo un lugar que puede ser impiadoso, pero también uno que no admite bajar las banderas que conforman la esencia más íntima de Mahito, un joven al que futuro se le presenta como un lienzo en blanco listo para ser pintado.