Fritz Mauthner fue el primer escritor europeo moderno que consideró que el lenguaje como tal era el tópico central y crucial de las consideraciones filosóficas.
Sin la radicalidad de las tesis sobre la filosofía de la lengua de Fritz Mauthner, desde el psicoanálisis asumimos -como ha dejado sentado nuestro colega Gustavo Dessal- que “el lenguaje humano es un sistema de significantes, es decir de términos que no poseen una significación cerrada, sino que dependen por una parte del contexto gramatical y semántico, y por otro del uso que cada uno hace de los mismos; de modo que cuando un sujeto habla su palabra no solo tiene la propiedad de alcanzar un valor metafórico que excede la literalidad de su significado, sino que, además, esa palabra tiene una carga personal basada en la singularidad histórica, existencial, vivencial, motivo por el cual el lenguaje humano es más propenso al malentendido que al entendimiento”.
Nadie mejor que los creadores del teatro del absurdo, en particular Samuel Beckett y Eugène Ionesco, para representar a través de sus respectivas obras la dificultad de los sujetos para comunicarse, la incoherencia e incongruencia en la acción de los protagonistas y la contradicción entre los dichos y los hechos, y a pesar de ello, mezclando humor, ironía y apelaciones a lo onírico, cuestionar el sentido de la existencia; y en cuanto al aspecto formal, es indudable que tomaron el testigo del grotesco de Alfred Jarry, de las farsas vodevilescas de George Feydeau con sus burlas a las convenciones burguesas de la época, que tuvieron como continuadores el dadaísmo y el surrealismo de los años 20 y 30, aunque una inspiración fundamental de lo que se conocería como teatro del absurdo fueron las obras de Antonin Artaud, las ya citadas Manifeste du théâtre de la Cruauté y Le théâtre et son double.
La dramaturgia del absurdo hace estallar el universo cartesiano y sus expresiones escénicas. Lo absurdo no es el teatro, vienen a decir, sino la misma existencia. La obra de Samuel Beckett, en particular, se presenta como una verdadera enmienda a la totalidad del sistema cuestionando la tradición realista y afirmando una voluntad de experimentación que le llevará prescindir de las unidades clásicas de tiempo, lugar y argumento, poniéndose a observar el mundo con los ojos de sus protagonistas.
El crítico Vivian Mercier comentó, después de ver Esperando a Godot, que Beckett “había llevado a cabo una imposibilidad teórica: un drama en el que nada ocurre, que sin embargo mantiene al espectador pegado a la silla lo que es más, dado que el segundo acto no es prácticamente más que un remedo del primero, Beckett ha escrito un drama en el que, por dos veces, nada ocurre”. Y es que la aspiración de Beckett iba mucho más allá de la simple economía retórica o la mera pobreza expresiva, hasta el punto que le confió a su amigo Radomir Konstantinovski que soñaba con abolir los verbos être y avoir. Cuenta Richard Ellmann en su biografía de Joyce que tanto a este como a Beckett les gustaba el silencio, “y ambos podían estar largo rato conversando sin palabras, embebidos de tristeza (…) Beckett estaba triste por el mundo, Joyce más bien por sí mismo”.
Samuel Beckett se recordaba a sí mismo como un niño débil y enfermizo que tenía un escaso talento para la felicidad, una percepción que -afortunadamente para él- no se realizó como un destino, sino que más bien parece que fue un estímulo para que se convirtiera en un excelente deportista, aunque su afición al teatro -y la influencia de ciertos profesores- hicieron de él un admirador de las ideas innovadoras de Pirandello y del cine cómico; entusiasta de las películas de Chaplin, Buster Keaton y más tarde de los Hermanos Marx, es evidente en su obra la huella de estos pioneros de la demolición de la lógica discursiva y la ridiculización del convencionalismo social.
La utilización del humor -muy pirandelliano- para reírse de sí mismo, como también lo hizo Ionesco, ese humor mordaz y a veces amargo que ciertos críticos califican de tenebroso y que en Argentina llamamos negro, atraviesa toda la obra de Beckett, tal vez el máximo representante del experimentalismo literario del siglo XX. Como Joyce, dejó Irlanda huyendo de la asfixiante influencia de la Iglesia católica y de la censura que le habrían impedido hacer carrera como escritor cuando le preguntaron la razón por la que Irlanda producía tantos escritores modernos, respondió que a un país tan sodomizado por los ingleses y los curas no le quedaba otro remedio que cantar; y aunque nunca se sintió un expatriado, el hecho de elegir París como lugar para vivir, haciendo del bilingüismo un recurso para despojarse de la carga semántica del inglés, como él mismo lo explicara en 1937 en la Carta Alemana, fue algo más que una opción cultural. Para Beckett, según declaró, utilizar el francés le permitía liberarse del estilo, y en 1964 le confiará a Richard Coe que “temía utilizar el inglés porque en esa lengua no se puede evitar escribir poesía”.
*Miembro de la ELP Madrid. Fragmento del texto en Blog de la ELP (España).