El cineasta observa en la pantalla de la computadora portátil los movimientos de los actores en el plano, mientras los diálogos son escrudiñados atentamente a través de los auriculares. Luego de la señal de corte, el diálogo con el asistente de dirección permite la corrección de movimientos de cámara y alguna que otra directiva actoral: menos efusividad, por favor. Cuando la retoma está a punto de comenzar, la señal de internet merma hasta desaparecer por completo, la videollamada se congela y el director de cine queda completamente escindido del proceso creativo del rodaje. No hay nada que hacer: mientras el equipo de filmación continúa con sus faenas en las calles de una ciudad turca, tomando como referencia el guion y una serie de notas, el realizador permanece del otro lado de la frontera, en un pequeñísimo poblado iraní pegado al límite entre ambos países. En No hay osos, como en muchas de sus últimas películas, Jafar Panahi interpreta a Jafar Panahi. Es decir, se interpreta a sí mismo. O a una versión posible de sí mismo. Los límites entre ficción y documental, entre creación y realidad, han sido desde hace décadas un elemento central del cine iraní, de Abbas Kiarostami a Mohsen Makhmalbaf y, desde luego, al propio Panahi. Pero desde que el cineasta nacido en Miyaneh en 1960 comenzó a ser sistemáticamente perseguido y constreñido por el gobierno de su país, prohibiéndole filmar, salir del país o dar entrevistas, además de sufrir períodos de arresto, tanto domiciliario como efectivo en prisión, sus films han debido afilar las herramientas narrativas y conformarse con historias y repartos “de cercanía”.

¿Y acaso hay algo más cercano que él mismo? La etapa de su filmografía que comenzó hace más de una década con Esto no es un film, rodada en la clandestinidad dentro de su propio departamento en la ciudad de Teherán, y estrenada en 2011 en el Festival de Cannes sin la anuencia gubernamental, y que continuó durante los años siguientes con títulos como Taxi (2015) y 3 rostros (2018), tiene ahora un nuevo capítulo creativo gracias a No hay osos, estrenada a nivel mundial en el Festival de Venecia y que, desde el próximo jueves 18, tendrá un lanzamiento comercial en cines de Argentina. Es la historia de un director de cine obligado a dirigir su nueva película a la distancia, so pena de ser detenido y juzgado nuevamente, al tiempo que se enfrenta a la creciente preocupación de los pobladores de su hogar transitorio por un hecho de apariencia insignificante, al menos para los ojos del visitante. Una historia mínima que, a pesar de ello o justamente por esa razón, funciona como pulido espejo de la sociedad iraní en su conjunto, exponiendo sus zonas más oscuras, como vienen haciéndolo las películas de Panahi desde los tiempos de El círculo (2000), una de sus inobjetables obras maestras.

LA LEY DE LA FRONTERA

“Todos somos realizadores. Somos parte del cine iraní independiente. Para nosotros vivir es crear. Creamos obras que no son encargos y, por lo tanto, aquellos que están en el poder nos ven como criminales. El cine independiente refleja sus tiempos. Toma inspiración de la sociedad y no puede ser indiferente a ella. La historia del cine iraní es testigo de la constante y activa prohibición de los cineastas independientes que han luchado por escapar de la censura y asegurar el renacimiento de su arte. En ese camino, algunos son obligados a apagar la cámara, otros son forzados a exiliarse o reducidos al aislamiento. Y, sin embargo, sueñan esperanzados con poder crear nuevamente. Esa es su razón para existir. No importa dónde, cuándo o bajo qué circunstancias, un cineasta independiente está creando o pensando en crear. Todos somos realizadores. Independientes”. Las palabras, leídas con emoción durante la presentación del film en el Festival de Nueva York por Mina Kavani, actriz iraní afincada en Francia y una de las protagonistas de la ficción dentro de la ficción de No hay osos, fueron escritas por Panahi durante su último paso por la prisión. Meses después sería liberado, luego de iniciar una estricta huelga de hambre, y actualmente su situación es la más favorable en cinco lustros: la pena ha sido purgada y a mediados del año pasado pudo salir del país por primera vez en mucho tiempo, luego de obtener nuevamente su pasaporte. Fueron muchos años de encierro y es probable que la actividad artística, la creación de películas en circunstancias casi imposibles y en franca rebeldía ante las indicaciones oficiales, hayan sido una tabla salvadora a nivel personal. En cierto momento de No hay osos, Jafar Panahi, el personaje, es conducido por su asistente en la profundidad de la noche a la frontera física entre Irán y Turquía. No el cruce oficial, sino un terreno pedregoso utilizado por los contrabandistas para cruzar bienes y personas, una zona de nadie sin barreras ni oficiales de aduanas. En una instancia de la dura caminata, Panahi pregunta dónde está exactamente el límite entre ambas naciones. Ante la respuesta del joven que lo asiste, “estás parado sobre él”, el cineasta se petrifica y, después de unos segundos, retrocede unos pasos, sorprendido. Tal vez asustado por lo que estuvo a punto de hacer. Sin palabras de por medio, el gesto se hace carne en el sentido. Una respuesta física a una duda casi existencial. De poder elegir, ¿irse o quedarse? ¿Exiliarse o enfrentar la posibilidad de no poder hacer películas o ser reducido al aislamiento?

El Panahi de No hay osos ha conseguido una habitación en una casa de familia en ese pueblo fronterizo de escasos habitantes pero fuertes tradiciones. La madre del dueño le cocina el almuerzo y la cena mientras el director revisa en la notebook las escenas filmadas el día anterior. Toma un descanso y sale con la cámara de fotos a obtener imágenes del lugar y sus residentes. Un chico y una pareja de jóvenes posan, pero la dueña de casa no quiere ser fotografiada. Panahi le ofrece la cámara al hospedero para que registre una particular ceremonia pre matrimonial que forma parte del folclore lugareño: las mujeres limpian los pies de la futura esposa mientras, a su lado, los hombres hacen lo propio con los del pretendiente. La idea, dice la anciana, es que lleguen al ritual del enlace limpios, virginales. El camarógrafo neófito comete un clásico error de principiante y presiona el botón de pausa cuando debía comenzar a grabar y viceversa, un fugaz destello de humor cotidiano, y los diálogos registrados incluyen algunos comentarios sobre el visitante, su auto “de lujo” (que no es tal, pero así es visto) y las razones verdaderas de la estadía. Las sospechas ya están circulando. Mientras tanto, en la ficción que se desarrolla bajo su control del otro lado de la frontera, una pareja de iraníes espera en la ciudad turca la confección de los pasaportes falsos que les permitan viajar al centro de Europa, a París. Pero la cosa no sale como se esperaba y la única que posee los papeles es la mujer, interpretada por Kavani; el hombre debe seguir esperando los suyos.

En la conferencia de prensa que tuvo lugar en el Festival de Venecia, la actriz declaró que “es fácil para mí sentirme cercana a esa idea de desear abandonar el país, pero al mismo tiempo querer quedarse. Es muy difícil tomar esa decisión, tanto en términos prácticos como emocionales. Afortunadamente, nunca he sido torturada ni he pasado tiempo en prisión como mi personaje en la película, Zara, pero en varios aspectos me siento cercana a ella. Zara está lista para dejar el país en busca de días mejores, en busca de la felicidad, pero se da cuenta de que la verdadera felicidad está en su país, junto a su esposo. Durante los primeros años después de inmigrar tuve una verdadera obsesión con la idea de por qué lo había hecho. Es muy duro, sobre todo cuando quieres seguir una pasión artística. Cada día es un gran desafío, y la pregunta permanente: ‘¿Habré tomado la decisión correcta?’ Hoy siento que fue así, ya que la situación en Irán es cada vez peor. En ese sentido, creo que el señor Panahi es muy inteligente y sensible, porque puedo sentir una enorme cercanía con su creación, Zara, a pesar de que él no conoce en detalle mi vida”.

DE ESPEJOS Y FRACTALES

Muchos, si no todos, los grandes realizadores que forman parte del núcleo del renacimiento del cine iraní luego de la revolución de 1979 comenzaron sus respectivas carreras abocados a la realización de películas protagonizadas por niños, una manera sencilla y lógica de conseguir el necesario respaldo económico del gobierno. A los cineastas más inteligentes, los guiones les permitieron reflexionar sobre cuestiones complejas, tanto sociales como artísticas, a través de la mirada de personajes jóvenes. “Era una manera de decir las cosas que queríamos decir en los films para adultos. Dadas las circunstancias, elegíamos ese formato porque era mucho menos probable que tuviéramos problemas con la censura”, declaró en su momento Panahi. Ese fue el caso de ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987), de Abbas Kiarostami, la primera parte de la así llamada “Trilogía de Koker”, y también el de la ópera prima de Panahi, El globo blanco (1995), que sigue a una niña de siete años durante la tarde del Nouruz, el año nuevo iraní, mientras intenta comprar un pez dorado de su apetencia. Jafar Panahi comenzó a dar sus primeros pasos dentro de la industria cinematográfica precisamente como asistente de Kiarostami en la celebrada Detrás de los olivos (1995), y un año más tarde este último le devolvió el favor escribiendo el guion de El globo blanco. Panahi incursionó por primera vez en los relatos meta-ficcionales con su segundo largometraje, El espejo (1997), nuevamente protagonizado por una niñita, Mina Mohammadkhani –la hermana mayor de la actriz de El globo blanco–, abordaje que abandonaría temporalmente en El círculo (2000), rabiosa descripción del rol de la mujer en la sociedad iraní, centrado en un cuarteto de exprostitutas recién salidas de prisión, auténticas parias sociales. Con el estreno de ese film comenzarían los problemas de censura y proscripción, que no harían más que profundizarse luego del estreno (en el exterior, para ese entonces sus películas ya no podían distribuirse en Irán) de Offside (2006), la historia de un grupo de chicas que deciden travestirse para poder asistir a un partido de fútbol, actividad vedada al sexo femenino. El cine sobre el cine, sobre el hecho de hacer y vivir para y por el cine, regresaría forzosamente en Esto no es un film, relato de encierro y obsesión por volver a filmar, como sea y cueste lo que cueste, cuya distribución terminó siendo tanto o más clandestina que el rodaje: la leyenda cuenta que el pendrive en el cual la copia fue enviada a Cannes salió del país escondido dentro de una torta.

En su anterior 3 rostros, también rodada en una pequeña aldea del interior iraní cercana a la frontera con Azerbaiyán, Panahi volvía a participar como actor mientras observaba la vida de tres actrices de diversas generaciones, representantes a su vez de los cambios en el cine del país. La mayor recuerda allí el cine prerrevolucionario, con sus bailes sensuales y la cabellera sin el corsé del hiyab. En No hay osos, la única actriz profesional permanece del lado turco, dirigida a varios kilómetros de distancia, reflejando la realidad del rodaje real: Panahi efectivamente dirigió los segmentos turcos a través de videollamadas, con el inconveniente constante de una señal de wifi intermitente o directamente nula. Los miembros del reparto son pobladores reales del pueblo y, en algún caso, integrantes del equipo técnico que se pasaron al otro lado de la cámara, como el ingeniero de sonido Reza Heydari, que terminó interpretando al asistente de dirección. En la conferencia de prensa en Venecia, Heydari recordó un momento de la realidad que terminó formando parte de la ficción, iluminando al mismo tiempo el riesgo concreto de ser detenidos en medio de un rodaje no oficial y, por lo tanto, prohibido: “Estábamos cerca de la frontera, todo el equipo en un único auto, y apagamos las luces porque si nos identificaban podía ser muy peligroso. Así que manejamos en la oscuridad a través de los valles para llegar a ese lugar cerca de la frontera, con la intención de filmar bajo la luz de la luna. Cuando llegamos a la cima del monte apareció una luz parpadeante, y todo el mundo se agachó con la esperanza de que no fuera algo peligroso. Nunca descubrimos el origen de esa luz. Tal vez no tenía la menor importancia, pero ese momento terminó convirtiéndose en una escena de No hay osos”. Respecto de los posibles cambios en el estilo del cine de Panahi, antes y después de su primer arresto domiciliario, el sonidista y actor neófito refirió que “no creo que haya cambiado mucho. Sigue siendo simple y, al mismo tiempo, muy profundo. Tal vez sus historias son ahora más melancólicas y amargas. Es posible que su visión de la vida sea más pesimista”.

 

Nuevamente, espejos. La pareja iraní que permanece en el limbo turco de No hay osos (el título se explica al pasar, pero tiene una relevancia simbólica nada menor) tiene su correlato en otra, del otro lado de la frontera. En la ficción, Panahi recibe la visita de un grupo de hombres que le pide –primero de forma amable, luego con mayor vehemencia– que entregue cierta fotografía de un par de jóvenes que aparentemente tomó durante uno de los paseos por el pueblo. La muchacha en cuestión, dicen los señores, entre ellos el alcalde del pueblo, está prometida desde su nacimiento a otro hombre, y su cercanía con otro joven –para colmo de males recién llegado de Teherán, luego de haber cursado estudios universitarios y con alguna que otra actividad política en su prontuario– no hace más que horadar las estrictas normas morales del pueblo. Ese simple detalle, que podría conformar un comentario al paso, una nota al pie del relato central, comienza a tomar posesión de la película, anticipando la escalada posterior, que incluye una típica discusión entre hombres (las mujeres, siempre al margen), muy presente en el cine de Panahi. El humor, sin embargo, le cederá finalmente el lugar a la tragedia, y el final de No hay osos es simplemente devastador, no sólo por su condición trágica sino, esencialmente, por su inevitabilidad y cualidad ejemplar.