Conocí a Mariano cuando él tenía 6 años. Con mi hermana más chica eran los últimos de la fila. Compartían los bancos del fondo del aula, bailaban juntos en cada acto escolar. La altura los unió y ya no hubo como separarlos. Yo estaba terminando la secundaria, cuando ellos recién la arrancaban.
En primer año su carpeta decía 100% gordo gay, la de mi hermana 100% negra cumbiera. Se maquillaba la sombra del bigote, usaba la ropa de sus amigas, impostaba la voz en un intento desesperado por pertenecer. Miradas de costado, risas en sus caras, nunca aparecían las invitaciones a los cumpleaños. Mi hermana y Mariano pronto fueron parias hasta en sus propias casas. Las peleas entre mi papá y ella se repetían: “te odio, déjame en paz”, gritaba con la impotencia de ser la más chica y que todos sus caprichos ya no fueran órdenes. “Yo no quiero raritos acá. Es mi casa y se hace lo que yo digo”, sentenciaba mi viejo dando por terminadas las discusiones.
Las peleas pronto dejaron de ser solo de ellos dos. Con mis otros hermanos fundamos la triple alianza y le hicimos saber que meterse con ella era declararnos la guerra a nosotros. Mi papá nos dijo que en la guerra todos pierden y se dejó enseñar.
Mariano siempre lo disculpó por ser caballero de tangos, pañuelos de tela y zapatos lustrados. Al menos puertas adentro mantenía su promesa: el respeto, el amor, el temor hicieron que mi casa fuera de los pocos terrenos no hostiles del pueblo.
Salí pocas veces con ellas, siempre preferí los mates en la plaza al boliche al que iban cada sábado. A la ida, a la vuelta, a veces en ambas, cualquier forro de cualquier grupo gritaba trolo, puto, tortilleras y lo que seguía era el eco de las risas acompañando nuestros pasos apurados. Hasta ese sábado de carnaval en el que una Marilyn de vestido blanco que no se volaba y una Madonna de corset y pollera de tul se plantaron: fueron los dientes apretados de Mariano preguntando qué dijiste, el 1.80 de ambas y que los cobardes se comen los mocos si los miras fijo. Se sintieron las reinas de su propia comparsa.
Yo estaba estudiando en la ciudad, lo de esa noche me lo contaron cuando volví de visita un par de meses después. Mariano dejó crecer su pelo negro y lacio de metalero, empezó un tratamiento con hormonas, tenía un tono de voz suave y su postura de pecho afuera y mentón arriba que tantas veces habíamos practicado. Tenía novio también, Matías, un compañero de colegio, super inteligente, se ponía colorado cuando alguien le hablaba y estaba lleno de granos. No desaparecieron todos los gritos ni todos sus fantasmas pero creo que en esa época fue feliz.
No recuerdo cuando empezó a presentarse como María Pía.
Sí me acuerdo del padre, el petiso, que un miércoles de marzo se fue del pueblo y ya nadie lo volvió a ver. Esa noche en la peña con sus compañeros de la fábrica escuchó lo de siempre: tu hijo el trabuco, el tragaleche, el que se viste de mina. No dijo nada, el petiso nunca decía nada. Volvió a su casa, agarró todos los ahorros que estaban escondidos en unas latas de leche Nido y se fue gritando que eso no era su hijo y que se fueran todos a la mierda. La policía no se preocupó mucho en buscarlo, casi no quisieron tomarles la denuncia. Nadie lo vio, nadie lo conocía, nadie lo escondía.
La madre de Pía no lloraba por el marido perdido, lloraba porque se había llevado la plata para el festejo de los 15.
No me acuerdo la última vez que vi a esa mujer de piel casi transparente, mirada opaca, sonrisa de labios juntos.
Sí me acuerdo que al abuelo le dio un infarto el domingo que María Pía llegó con su novio al almuerzo familiar. El viejo sabía todo lo que se decía sobre ella, la fama inventada, la ropa que vestía, que su yerno se había ido. Pía estaba harta de seguir disfrazándose para que la acepte la única familia que le quedaba. Así que ese domingo rompió la promesa que le había hecho a su madre: “que tu abuelo no se entere”.
Hacía unos meses que salían con Matías, la madre de Pía sabía de ese amor desde que los vio besándose en la cocina mientras hacían la tarea, pero no supo de la presentación oficial hasta que sonó el timbre y escuchó el ruido seco que hizo alguien al caer al piso. Era Pía, a la que habían tumbado, y era su abuelo el que estaba pegándole. La madre se metió, la ligó también. Todo era patadas, manotazos, gritos: “no sos mi nieto”, “papá, basta”, “esta es mi casa”, “déjame”, “viejo de mierda”, “papá, soltala”, “lo mato”, “mamá”, “sorete, matame”. Matías corrió a buscar ayuda y volvió con el vecino de enfrente, vio a Pía y a su mamá abrazadas y llenas de sangre. Al viejo en el suelo. Se fue sin decir nada.
Fueron mi mamá y mi hermana al hospital, porque aunque mi viejo ya no le decía Mariano, aún no estaba listo para que el resto del mundo supiera lo mucho que había aprendido. Pía tenía tres costillas quebradas, la cara hinchada, el labio partido. La madre terminó con moretones en todo el cuerpo, un corte en la cabeza por el que le pusieron 5 puntos y la decisión tomada.
Para cuando el viejo volvió al pueblo, después de dos meses de estar internado en la ciudad, se había borrado todo rastro de su hija y de su nieta, como si solo hubieran existido en su mente. Nunca más se supo de ellas.
Me gusta imaginar que se mudaron a una ciudad de esas grandes, llenas de gente sin pasado pero con historia, que viven sin miedo en una casa cerca del mar con las ventanas abiertas y el aroma a salitre impregnado en las cortinas y que de su otra vida solo quedan algunas fotos en una caja de zapatos abajo de la cama.
“Hijo de mil putas” dice mi papá cada vez que pasa por la casa del abuelo de Pía.
El viejo suele estar sentado en una reposera, en la vereda, viendo la vida escaparse. A veces llora. Nadie sabe por qué.