El cronista del siglo XXI mira un planeta develado. Pero solo a nivel de superficie. Si no busca en lo abstracto —si no radiografía el espacio intransitable—, solo autenticará lo ya conocido para mostrar(se): el viaje como anecdotario. Así mutará en ese neoviajero cyborg con smartphone como órgano sensitivo: el influencer, etapa superior del turista.

Viajar para contarla se ha vuelto más complejo. Las tecnologías de desplazamiento se aceleraron y los costos relativos cayeron: cada rincón del orbe es alcanzable. Pero es arduo encontrar un lugar del que se sepa poco y nada. La revolución digital no existía cuando Lévi-Strauss dijo “quisiera haber vivido el tiempo de los verdaderos viajes”. Si lo vivificante de viajar era el encuentro con el Otro desconocido —o el descubrimiento natural— eso ya no existe: no hay más terra incognita. Solo habemus terram digitalem.

Por el espacio digital viajamos sin ir: antes de partir, hemos llegado. La mirada viaja a saltos de ventana: el windowing. El arribo posmoderno —librado de las leyes de la física— es lo opuesto al desembarco borrascoso: es aséptico, plano como la pantalla y predecible. La travesía sin aroma ni sabores, es solo imagen y sonido. Pero si la llegada es in situ y carnal, uno ya solo certifica lo previsto. La imposibilidad de lo inexplorado, sin embargo, es un convocante desafío. De lo que se trata —hoy más que nunca— es de entrever en lo ya visto.

Lo lejano está cerca. El mundo fue milimétricamente cuantificado, historiado y estudiado por antropólogos, arqueólogos, filósofos, geógrafos y sociólogos enfocados en cada tribu urbana y aborigen de ayer y hoy. Cada microrregión fue cronicada, documentalizada, escenificada en cine, digitalizada calle por calle y casa por casa con Street View y Google Earth —desde tierra y cielo—, mapeada con Google Maps, filmada y fotografiada por millones de smartphones: todo llega con solo googlear. No hay montañas sin escalar y el sistema solar ofrece pocos enigmas: los chinos alumbraron el lado oscuro de la luna.

El browser de internet es la nueva nave y nos trae cada rincón global desde todo ángulo, incluyendo submarino y aéreo. El Parque Nacional Los Alerces mide 260.000 hectáreas: Google Earth individualiza cada uno de sus árboles y un estoico los podría contar. Ya la mirada camina. Pero no suplanta al viajar: hoy se viaja más que nunca en un mundo sin nada por descubrir, pero mucho por interpretar.

Una crónica depende de lo punzante de la mirada y de la deconstrucción de la percepción primaria ante los ojos, esa materia amorfa de capas superpuestas. Así se nos aparecen paisajes y ciudades: el mundo enmascarado en apariencias. Ya Platón vio que la realidad no puede comprenderse con los sentidos, sino el pensamiento. El camino para decodificar un viaje nace del mundo de las ideas.

Si viajar vuelve a los hombres discretos —la idea es de Cervantes— el phono-sapiens acaparador del destino de viaje reduce su exterioridad a simple marco de su actitud de goce. No es nuevo el viaje vanidoso: lo significativo es cómo el cuerpo viajero se superpone ya al paisaje en la foto. Y reduce su mirada a sucesión aditiva de selfies sobreadjetivadas e hilos de tweets. Por eso el boludencer no crea una narración sólida: enumera hechos y datos. Viaja para verse y que lo vean, aporta tips: se mira en su mano-ombligo-espejo-plasma donde falta el Otro, salvo como decorado exótico. Es el viaje instagrameable como espectáculo del “yo” de un Narciso con maleta, que surfea reliquias y paraísos. Su relato hiper-fragmentado es un continuo de aventuras controladas de alta exposición y vértigo, a la caza de likes. Captura el viaje antes que experimentarlo. La autofoto es el motor para trepar la montaña. Y a veces cuesta la vida.

La primera imagen fue chamánica: el bisonte en las cuevas de Altamira. La segunda, artística: la pintura en un ánfora griega. La tercera, tecnológica: la foto con cámara oscura de tres patas. La cuarta fue automática: la foto Kodak color. Y la quinta, digital: es la selfie, que cambió la perspectiva de raíz representando solo al “ego”. Esa foto grita “¡estuve ahí!”: la selfie en Auschwitz.

El viajero en modo selfie tapa todo con su centralidad. Y regresa a casa siendo siempre el mismo con otra bandera plantada en su planisferio digital: con esa lógica cosecha seguidores. “Viajamos a todas partes sin tener una experiencia”, escribió Byung Chul Han.

El sujeto puro “yo” en viaje permanente es admirado y aplaudido por la multitud cyberespacial. La soledad digital genera un sentimiento de vacío, retroalimentado selfie a selfie: el “yo” se va ahogando en sí mismo. Ese exceso de “yo” solo produce mismidad y niega la otredad. Lo bello digital es un espacio pulido y transparente que no genera extrañeza o rispidez. El mundo se percibe como prolongación del ego y la naturaleza deviene en ventana al “sí mismo”: es el viaje autorreferencial de un sujeto más valioso que el viaje en sí.

El dios Eros arranca al sujeto de sí y lo arroja hacia el Otro curando la depresión, esa herida narcisista. El viaje sin el Otro como sujeto antropológico pierde la erótica del misterio: se reduce a la impudicia del consumo exhibicionista. Es estar lejos como “en casa” a todo lujo: el viaje como burbuja de spa. El amateurismo del influencer orada al periodismo, como la gente común desbanca al actor porno en internet.

No se juzga aquí al neoviajero profesional: es resultado de algo que lo excede. Y es alguien que encontró un oficio, un entrepreneur creando su profesión en la que no cualquier destaca.

El romántico escalador del cuadro de Caspar Friedrich —El caminante sobre el mar de nubes-— miraba obnubilado la atracción del abismo de espaldas al espectador. Su continuador fue el turista moderno que giró el cuerpo hacia la cámara para ser retratado “en”. En el siglo XXI, el boludencer dio vuelta la cámara hacia sí y no pudo dejar de autodisparar. En su versión extrema, adosa la GoPro al casco como tercer ojo, salta desde la cima con traje ardilla wing-suite y documenta su muerte.

El cyberviajero no se demora ante nada: hace zapping con el cuerpo. Mira y se va. Se aburre con premura y su público también. Es un catador fugaz sin detenerse a pensar: lo seduce, sí, la meditación zen frente al mar. Demanda animadores, entretenimiento hasta desfallecer. Y autolimita su margen de sorpresa o conflicto. Lanza a su público mensajes sin aspereza, una amable cyberempatía lisa que fluye siempre en “lo igual”. Pero no hay otredad sin incomodidad. Lo Otro no se amolda plácido al “nosotros”: crea resistencia y fricción.

El trabajo periodístico difiere del “viajar para postearla”: implica la pausa larga que agota y fastidia. En el pasado, todo lugar remoto ofrecía algo por descubrir: un pueblo, una montaña, un lago secreto, reducidores de cabezas. Marco Polo no necesitó una pluma muy literaria para El libro de las maravillas: lo mero visto era maravilla. Hoy hay que mirar en lo soterrado del relieve, no con lupa o catalejo, sino estetoscopio y tensiómetro: son las armas para auscultar latidos, el pulso y la respiración, tras el decorado del mundo.

* Extracto del libro “Viaje a los paisajes invisibles: de Antártida a Atacama” (A.hache, 2023)-Primer premio FNARTES (No ficción).

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