El debut en la dirección del hasta ahora actor y productor neoyorquino Dean Devlin funciona por la acumulación de adiposidades sobre la base del modelo narrativo habitual del cine catástrofe, aquel que se caracteriza por presentar un apocalipsis inminente debido a un desequilibrio geológico o climático (acá son las dos) que sólo puede ser solucionado por el héroe de turno. El resultado es un auténtico disparate que tarda un buen rato en asumirse como tal, pero que cuando lo hace se vuelve muy divertido.
La secuencia de títulos le explica el cambio climático a Homero Simpson. El Hombre, se dice, ha prestado poca atención a las consecuencias de sus acciones y el mundo devolvió favores con un aumento exponencial de terremotos, huracanes, sequías, inundaciones, nevadas y cuanto fenómeno exista. Tan mal estaban las cosas, que en 2019 un consorcio internacional –liderado, of course, por Estados Unidos– diagramó un complejo sistema de satélites interconectados para “bombardear” nubes, retrotrayendo la situación a la relativa normalidad de los años previos al desbaste. Jake Lawson (Gerard Butler, que desde 300 en adelante parece desayunar un bidón de nafta premium) fue el impulsor y máximo responsable del proyecto, hasta que su irreverencia le valió un despido coronado por la “traición” de su hermano, quien ahora ocupa su puesto. Tres años después, con él viviendo en un tráiler con vista VIP al Cabo Cañaveral y un presidente de origen latino en la Casa Blanca (Andy Garcia), los satélites congelando una aldea afgana y rostizando el sistema de cañerías de Hong Kong indican que hay que poner manos a la obra para un mantenimiento. Y hasta sus más acérrimos detractores coinciden en que Jake es el único capaz de hacerlo. Caso contrario, vendrá la geo-tormenta del título y ahí sí: chau mundo.
Devlin aprendió bastante durante sus años de productor del realizador Roland Emmerich. Del responsable de Día de la Independencia y Godzilla toma, primero, su fascinación por la destrucción urbana grandilocuente, la idea simplificada del héroe como personaje sin dobleces ni contradicciones y la tentación de escribir diálogos como si se tratara de una publicidad de reclutamiento de la NASA. Pero también el espíritu despatarrado y festivo que desde 2012 ha caracterizado a las catástrofes pergeñadas por el austríaco. Lentamente Geo-Tormenta deja atrás sus visos de thriller informático-conspirativo-espacial para entregarse a una última media hora donde importa menos la coherencia interna -y ni hablar de la científica- que la elevación del absurdo por el absurdo mismo. Absurdo que además es celebrado. Basta ver al Presidente sacando una bazooka de un auto oficial o al buenazo de Jack salvándose unas veintiocho veces de una muerte espacial para comprobar que la ridiculez podrá tener sus detractores, pero que si se entra a la sala dispuesto a apagar el cerebro junto con el celular puede arrancar unas cuantas risas.