La crisis saltó en España de la economía a la calle con el movimiento de los indignados el 15 de mayo de 2011, de la calle a la más alta institución del Estado el 2 de junio de 2014 con la abdicación de Juan Carlos I y de ahí a la política con el fin del bipartidismo y la irrupción de Podemos como una fuerza parlamentaria de peso capaz de gobernar con sus aliados las dos principales ciudades del país, Madrid y Barcelona. Ahora acaba de hacer eclosión en Cataluña.
Es difícil saber cuál será la próxima estación, porque lo más probable es que no la haya. La amenaza independentista ha dado al Partido Popular la oportunidad de recuperar el terreno que había perdido por su corrupción descarada y la gestión de la salida de la crisis sobre la base de drásticos recortes sociales y pérdida de derechos y de poder adquisitivo de las clases populares. El PP va camino de convertirse en un partido intrascendente en Cataluña, pero el fervor patriótico que el conflicto ha despertado en el resto de España puede devolverle lo que hasta hace unos pocos meses no era más que una quimera: una nueva mayoría absoluta.
Llegados a este punto es oportuno preguntarse si lo que no pocos españoles interpretaron como un tren de cambio nacido de la respuesta ciudadana a la crisis económica y a la corrupción política rampante, y en lo que se leyó como señales del agotamiento del marco político nacido en 1978, no ha desviado su rumbo para acabar en un punto que además de estéril e irrelevante para la mayoría de los españoles, ha servido solamente para rearmar, por efecto reacción, a un sistema que parecía estar en la antesala de su agonía.
Cuando en 1978 España aprobó su primera constitución democrática tras 40 años de dictadura lo hizo como consecuencia de concesiones mutuas. Desde la izquierda se admitió la monarquía, se admitió la bandera rojigualda –y el archivo de la tricolor de la República– y se admitió no revisar los crímenes franquistas. Desde la derecha se admitió la democracia, con partidos libremente constituidos y la salida de las cárceles de los presos políticos.
La Constitución de 1978 también tuvo que resolver el problema territorial. Frente a los reclamos de autogobierno que llegaban desde el País Vasco y Cataluña y también, en menor medida, desde Galicia y Andalucía, el texto constitucional reconoció nacionalidades históricas, una definición a medio camino que no cuestionaba la indisolubilidad de una única nación española, y una descentralización en la administración del Estado a través de comunidades autónomas que en principio establecieron una diferencia entre esas cuatro comunidades y el resto pero que acabó igualando a las 17 que constituyen España. Esa fórmula, a la que los nacionalistas vascos y catalanes se refieren despectivamente como “café para todos”, ha acabado colapsando.
Los sucesos de Cataluña, una comunidad donde el conflicto territorial había permanecido en segundo plano mientras ETA se mantuvo activa, han acabado por demostrar que aquella solución del 78 alcanzó para salir del paso en aquel momento, cuando las fuerzas armadas que habían sustentado a Franco no habían sido todavía desactivadas como actor político, pero no supusieron una solución de fondo para un conflicto que permaneció larvado durante todo este tiempo y que ha acabado explotando como consecuencia de la crisis política y económica que ha atravesado España en los últimos años.
Se lo ve como un problema identitario, pero las banderas no llegan a ocultar el trasfondo económico. Cataluña, una de las regiones más ricas e industrializadas de España, se niega a seguir aportando a la financiación de las comunidades del sur. La negativa del gobierno central a negociar un marco de financiación singular como el que disfruta el País Vasco está en el origen de un conflicto que para comprenderlo también es necesario considerar el papel jugado durante los 40 años de democracia por Convergencia Democrática de Cataluña. Esta formación conservadora ha sido la hegemónica en la comunidad autónoma durante todo este tiempo, en el que se convirtió también en una fuerza clave para la gobernabilidad de España, con pactos tanto con el PP como con el PSOE. Con algunos breves intervalos, Convergencia controló casi ininterrumpidamente el gobierno autonómico, pero la corrupción sistemática que salió a la luz en los últimos años –prácticamente toda la familia del líder histórico de la formación, Jordi Pujol, está imputada y algunos de sus hijos llevan meses en prisión por una trama de cobro de comisiones sobre las obras públicas– llevó a esa formación a un ejercicio de transformismo político para garantizar su supervivencia: mudó de nombre (pasó a llamarse ‘Partit Demócrata Europeu Catalán’) y cambió su naturaleza regionalista y pactista por la de un partido rupturista que apuesta por la independencia y la creación de una república catalana independiente. El que durante casi cuatro décadas fue el paradigma de un partido del sistema se convirtió de la noche a la mañana en la mayor amenaza para ese mismo sistema bajo el lema ‘Espanya ens roba’ (España nos roba).
En el conflicto catalán, en suma, han confluido múltiples ingredientes. Una transición a la democracia que dejó cuentas pendientes, unos símbolos nacionales que buena parte de la población española –especialmente en Cataluña y en el País Vasco, pero no sólo ahí– ven como una imposición, una crisis política no resuelta con un PP que fue capaz de resistir, una fuerza hegemónica catalana obligada a reinventarse para sobrevivir y una crisis económica que con sus consecuencias de recortes sociales, reducción de derechos laborales y hundimiento del consumo reavivaron en buena parte de la población catalana, mayoritariamente nacida y educada bajo gobiernos de Convergencia, su sensación de desafecto con el resto de España. Demasiado como para que no estallara.
* Editor del diario Sur de Marbella.