Javier Milei descansa en una hamaca paraguaya, regalo de Chilavert. “Es muy ancha”, se queja. El tipo nunca fue flaquito. “Ahora parece un gorila inflado”, le contesto. El presi se encuentra repasando los nombres de los procedimientos de Bullrich. “La imaginación al poder”, barbuta y susurra los encabezados.

La nómina lo mueve a risa: “La banda de los Pileteros; Buscando a Nemo; Alfombra Mágica; Cachetes Desinflados; La Familia de Pocha... ¿qué es esto? ¿La movida Tropical?”

-Justamente hay uno con ese nombre -le aclaro. Suspira y se acomoda las chichas que le sobresalen del pantalón.

-Mañana me voy a la Antártida. No aguanto esta ciudad.

-Y más aún en estas fechas patrias…

-¿Cuál fecha patria? -me inquiere.

-El 6 de enero.

-Los Reyes son los padres -se enerva.

-Sí, y son malos: nunca dejan regalos -lo chicaneo.

-Ya los perdoné, por caso.

-Claro, hay que olvidar los cintazos y otros detalles.

Nada dice. Espía lo que escribo.

-¿Seguis con esas contraseñas para los zurdis del Página 12? Doce, como los apóstoles -murmura y acaricia la foto enmarcada de su gabinete.

-Ahí son trece, como en La Última Cena -lo provoco.

-Casualidades que las Fuerzas del Cielo imponen, digamos… -y se echa en la hamaca. Alguien le avisa que afuera está el arquero paraguayo. Como no lo soporto salgo al hall. Me lo cruzo.

-Que hacés quebrador -le espeto-: todavía me acuerdo de Dascagno, el 11 de Central, y tengo en mis oídos la música horrible de un fémur roto.

Me mira desde arriba: es el macho de la especie a punto de reaccionar. Si se golpeara el pecho y se trepase a la lámpara no me sorprendería.

-No te hagas…

En las escaleras me cruzo con La Lemoine.

-Traeme un café.

Está vestida de Super Woman y lleva en su mano una espadita de plástico. Esto se torna interesante. Mi pasantía en aquella Casa de Salud me puede servir. Está sentadita en un sillón que parece devorársela.

-¡Con azúcar te dije! -Y hace un mohín de niña.

-El azúcar es malo para las nenas. A ver decime, ¿qué te trajeron los Reyes?

Se sonríe y extrae de sus senos un Hijitus pequeñín.

-La capita se la agregué yo… soy re vintage. Antes los super héroes eran re tiernos -me dice acariciando al muñequito.

Mis pensamientos oscilan entre invitarla a un telo o llamar a su familia para devolverla al pabellón. Mi piedad cristiana se impone y sólo me quedo mirándola. No sé si conmoverme o rajar. Se ha puesto a lagrimear mientras recita una canción infantil. Entrecierro los ojos y completo el cuadro de arrabal malevo; de fin de fiesta en carnaval; de Hallowen desdichado; de un film marítimo de Disney con princesas tristes y dragones con disfraz de Barny.

-Parezco una Barbie loca, ¿no?

Y sus ojos están corridos de maquillaje y pena. Le sirvo otro café, esta vez con azúcar y me agradece diciendo que soy un enviado del Señor.

-Sí, ¡del Señor Juez con una soga al cuello! -exclama en un grito mientras larga carcajadas y me apunta con su arma de juguete.

Entra la Bullrich en modo asalto.

-¿Que está pasando acá? -me interroga, y al descubrir a la diputada se calma. -Ah era ella.

Ambas tienen la cara tiznada; una en pie de guerra, la otra por el llanto. La Bullrich guarda la Taser y sopla un humito invisible.

-Regalo de Reyes -suspira y desaparece de un salto por los ventanales que dan al jardín.

-Venga; vamos a dar vueltas por el Palacio.

Se abre la puerta principal y asoma su morro Javi, con pantaloncitos cortos y guantes de arquero.

-¿Todo bien, chiquis? Dejen de hacer barullo que con Chila no nos podemos concentrar.

Tras el vano distingo al paraguayo armando un arquito entre la estatua de la Patria y un sillón.

-Che, paragua… el que rompe paga ¿eh? -le grito al gorila mayor.

Antes de su reacción, Lilia me toma de la mano y me conduce corriendo por pasillos interminables hasta desembocar en un balcón lateral que mira al río.

-Tengo que hacerte una confesión: tengo poderes.

-Sí, como diputada los lograste.

Refunfuña. –No, querido, poderes de transmigración, viajes astrales y por el Tiempo.

-Ajá.

Continúa: -...Ahora estoy abocada a comunicarme con los delfines y las cucarachas… los Hermanos Mayores me delegaron la tarea de encauzarlos a ustedes, los Zurdos Extraviados.

-¿Y cómo se hace eso?

-Simple: con la droga del Amor o con la guillotina. ¡Hay para elegir! -exclama exultante. -Vos aún te podés salvar si me seguís en mi viaje. ¿Comprendés?

Busco la puerta donde se lea Salida de Emergencia.

-No te busques más en el umbral -recita y veo que se ha adosado unas alas de mariposa. Empieza a carretear. –Vení… volá… sentí.. -y justo antes de que salte la tomo de la cintura.

En esa pose nos sorprende un pelado que conozco de la tele.

-¡Ay soltame, que llegó mi novio! -grita.

El tipo amaga zamarrearme pero llama a la Jefatura.

-Guardias… ¡a él! -vocifera teatralmente.

Saca dos florines de un escudo y empezamos a cruzar armas. La Lemoine aplaude de felicidad.

-¡Matalo, dale! ¡O mejor, mátense!

El pelado vuelve a llamar. Nadie acude y cumplo mi instinto primario: lo desmayo de un jarronazo y huyo por un patio externo.

Transpirado; con la adrenalina por las nubes, abro un portón de fierro y me refugio en un bar cercano con vidrios oscuros. Afuera, una docena de tipos de traje y con intercomunicadores husmeando ansiosos las esquinas. El mozo, un morochón grandote, me pone la mano en el hombro:

-No sé qué cargada hiciste pero te conviene meterte debajo de la barra antes de que te agarren acá.

Siento, ya en cuclillas la voz de Lilia que pregunta por mí.

 

El mozo responde: -Nadie entró piba. Y ahora sacate ese disfraz y tranquilízate, que todavía falta mucho para el Carnaval.