En Villa Mándrax, las casas no tienen timbre: nadie mandaría a alguien solo a visitarlo. Aquellos pasillos están minados de peligros que solamente los vecinos logran reconocer y conjurar. Algunos son materiales; otros, sutiles. Es preciso que el local guíe al visitante por el laberinto de tierra. Por eso ningún sonido externo que lo interpele ha estorbado en días y días la soledad del Égar. Afuera, las nubes amenazan con acribillar a gotas el chaperío. Amenazan nomás, pero él igual se pasa la tarde entera adentro tirado en el catre del taller, mirando fotos viejas. Una en particular lo fascina: ellos cuatro, tocando en un sótano humoso de Atopia. La densidad de las vigorosas melenas de los otros tres músicos indica su juventud; él ya mostraba su calva tatuada, convertida en una calavera irreconocible bajo el maquillaje cadavérico que usaba entonces. Sabe que tiene que volver a hablar con el Celta. No se resigna a darlos a todos por perdidos. Porque se da cuenta de que ya no tiene a nadie. No tiene a nadie, a menos que perdone. Tiene que llamarlo, preguntarle: ¿qué pasó con la música? ¿Cuándo fue que dejó de bastarnos?
Una mañana, todos los perros de la zona ladran al unísono, como sabiendo, y entre los ladridos suena algo que no es un timbre. Es un grito: “¡Policía!”. El grito más temido en Villa Mándrax. Pero la voz resulta ser más grande que su emisor. Apaga las alarmas el Égar, abre las compuertas de su reducto, sale al cielo lleno de pájaros negros en vuelo arremolinado y se encuentra con el cana típico: un hombrecito de barro, cuyo uniforme huele a recién salido del lavarropas. Facha arrogante. Edad indefinida entre veinte y cuarenta. No lo asusta, pero sí lo que trae: la cédula lleva el membrete de la balanza, con sus dos platillos negros en equilibrio. El policía se ríe con una risa rara, un oleaje de carcajadas sin alegría. “Mi viejo me hablaba siempre de vos”, murmura para sí. “¿Cómo terminaste acá? Yo te hacía en Miami”, ataca despectivo y el Égar lo para en seco:
-Yo acá empecé y acá sigo. Decime dónde firmo y andate.
La hoja oficio queda detenida entre ambos, una mano asiéndola de cada lado.
-O si no, ¿qué me vas a hacer? ¿Cagarme a tiros?
-Te voy a hacer acordar que a tu viejo no lo ves desde que tenías seis años. Que la única herencia que te dejó fueron sus discos y sus posters de Nigredo, mi banda. Que odiás el black metal, pero extrañás a tu viejo. Que te hiciste ultra católico y prendiste fuego todo pero después te arrepentiste; por fanático destruiste lo único que tenías de él, porque tu vieja lo recortó de todas las fotos y ya te olvidaste de cómo era su cara.
El policía suelta temblando la hoja oficio, y la visión de su breve vida se esfuma de la imaginación creadora del Égar. Y el policía se vuelve llorando a su cuartel. El Égar se queda solo, leyendo la cédula. Es una citación del juzgado al que por su número reconoce como el de la temible fiscal Ramírez. Carmencita Ramírez salió de Villa Mándrax. Era una de ellos hasta que se puso a estudiar abogacía, alentada por sus patrones: los dueños de la fábrica de vidrios, para quienes laburaba como sirvienta. Le quedaron en la villa su hijo Samuel, conocido como “el loco Sam”, y su nieto Samaliel.
Él relee las palabras de hierro de la ley. Pasa la tarde tratando de dominar el miedo y escribiendo mensajes a abogados conocidos de la banda, que no responden. Anochece y él sigue solo, fuera del alcance del socorro de los Dioses. Dormita, despierta y sale de madrugada en la moto a ver un poco de oscuridad urbana o su sustituto actual, la luz luciferina del led blanco que enfría la noche. Lo único que él teme es a su propia ira: un fuego de dragón que destruye todo al expresarse. Él cree en sus poderes telekinéticos naturales y en la posibilidad de que cualquier chispa los ponga fuera de control; teme que lo maltraten y que su ego se ofenda y vuelva -pero ahora con más poder mental- a ser el de aquel pibito traumatizado que a pesar de saberse todos los nombres de los Triceratops y Tiranosaurios Rex no podía, sin embargo, pronunciar el suyo propio.
Igual sale al encuentro de las sombras huecas, con su yelmo y a lomo de su Makara fiel. Llega a la “Hell” a cargar nafta, aprovechando que a esa hora tan tardía ya no hay colas de conductores enardecidos por los precios. Y ni bien se detiene, toda la instalación eléctrica se apaga. Antes de que las tinieblas se traguen el mundo, alcanza a vislumbrar un Chevrolet anaranjado, modelo 1973, estacionado antes que él en la fila del surtidor. Después es la nada, como si la oscuridad hubiera devorado todo. Y caen las primeras gotas. Entre sombras reluce, amarillo, atigrado, alumbrado en sectores por los faros del auto, el mameluco que le queda grande al playero. Encima, garúa. A él la campera de cuero lo protege, aunque haya olvidado activar la luz azul mágica. El playero lleva un pilotín y un sol de noche, que levanta en medio de la oscuridad. A lo lejos, en medio de la más honda negrura, como si lo iluminara una luz propia, el Égar ve caminar despacio a un anciano de aspecto centenario. Sale de ninguna parte y no parece ir a ninguna parte. Anda vestido en un traje fino pero viejísimo, casi hecho hilachas; se afirma, a modo de bastón, en un cayado de caña al que se aferran sus huesudas manos. Da pasos cortos, constantes. Cada tanto se detiene y lo mira fijo, con ojos inescrutables.
Vuelve la luz mortal y lo enceguece. El conductor del Chevrolet se baja del auto mientras dura la carga. Espera ansioso, como si tuviera algo que hacer a esta hora de la noche. “Gasolero”, infiere el Égar. “Lo hizo gasolero”. Es un setentón prepotente, fornido y de enmarañados cabellos finos; lo mide al Égar con una mirada de desprecio, como si le hubiera adivinado sus pensamientos, y se pone a charlar con el playero. Le gruñe al playero contra el aumento del gasoil: “Hacía cincuenta años que no se veía semejante desastre”, declara memorioso para la nada que los rodea, con voz tonante de falso macho alfa. El playero le sigue la corriente, porque le está hablando de cosas que sucedieron décadas antes de su nacimiento; él lo ve tratar con respeto a aquella evidente rata, que jamás cambió el auto ni mandó limpiar aquella campera de cuero.
El Égar sabe que no debería juzgar a nadie, que eso le resta fuerzas; encima, viene debilitado. Ahora hurga en los bolsillos de su campera, buscando los billetes, y con callejera cortesía le dice “maestro” al playero, le pide nafta. “Nasta”, le sale. El playero y el del Chevy, que sigue de pie en la playa, se confabulan entre sí para mirarlo feo por cómo pronunció la palabra, con la efe que se convierte en una ese por costumbre de barrio. El playero abre el tanque del corcel y carga el elixir que revive al Makara. A él lo ofende la mirada socarrona de esos mediocres. Nota con horror que su energía se sale de su eje. Pide ayuda a las fuerzas invisibles. Algo responde, porque la luz vuelve a cortarse. Y pasa de nuevo el anciano, al otro lado del camino, en sentido contrario. El Égar le nota una extraña y divina majestad, a pesar de su modestísima apariencia.
—¡Ey, señor…! ¡Usted!
—¿A quién le habla?
—¡Está loco! ¡Ahí no hay nadie!
El anciano ha desaparecido. Ahora sí, él se enoja de verdad. Al instante, el Chevrolet naranja modelo 1973 estalla en llamas, convertido en una bola de fuego. Los tres tipos son una sola manada en estampida; corren como bestias para no morir calcinados cuando se incendie toda la estación de servicio, lo que sucede al instante. El Égar huye raudamente en el Makara que ruge, pero en su interior se va tranquilo. Su tristeza y su ira han desaparecido, como si las miasmas se hubieran consumido en aquella hoguera infernal. Y entonces sí, el aguacero estalla. Estalla justo a tiempo para apagar el fuego.