El cuento por su autor
Este es un cuento sobre la vida universitaria y sobre una nariz, dos aspectos que quizá visiblemente el lector los proyecte sobre quien suscribe. Por lo que debo realizar varias aclaraciones: ninguna de mis tías se llama Chichina, la nariz de la protagonista de esta historia sin duda se parece a la mía, no así la exitosa filiación universitaria que se adjudica. De hecho, sobre este fin de año, acabo de concursar por tercera vez para un cargo docente y, por tercera vez también, he quedado última en el orden de mérito. Sean dos, tres o siete, no importa cuántos: ¡siempre quedo última! Me disculparán la vanidad, pero tanto acierto en desacertar me emociona. Luego de dar mi desmesurada clase de oposición, según la indicación del reputado Jurado, el público que afuera esperaba me solicitó acaloradamente que escribiera un relato sobre lo sucedido. Obviamente no lo hice, porque no escribo por encargo de nadie y menos un informe para una academia. Pero como al parecer desacertar horrorosamente sí es lo mío, aquí va una pequeña oda a… “La nariz que perdió mi tía Chichina”.
La nariz que perdió mi tía Chichina
Este fue, justamente, el examen más extraño que rendí, el de Filosofía Latinoamericana. Lo recuerdo por muchas cosas: porque era uno de los últimos finales de la carrera y ya me sentía afuera, porque corría agosto y en esas aulas de la fábrica reciclada en donde funcionaba la facultad de Filosofía y Letras el frío se te acoplaba como ventosa, porque eran tiempos en que la embestida contra la universidad pública y la falta de trabajo arreciaban junto a todo tipo de dificultades... Sí, recuerdo ese examen por muchas cosas, pero lo recuerdo sobretodo por mi tía Chichina. Es raro: cuanto más se desovilla el bruto hilo del tiempo, más sorprende comprobar el carácter misterioso de los sucesos.
Hacía mucho frío decía y, algo que nunca había pasado hasta ese momento en otros finales que había dado, yo era la primera inscripta en la lista realizada por los alumnos, de acuerdo al orden de llegada. Era una materia con muchísima bibliografía, cajas y cajas de apuntes que parecía que uno jamás terminaría de leer. Quizá fuera esa la razón por la que, siendo una de las materias cursadas a mitad de la carrera, había demorado tanto en presentarme a rendir. Puede, incluso, que estuviera a punto de vencerse el plazo que te daban antes de perder la regularidad; o quizá yo ya estaba decidida a sacármela de encima y terminar con el trámite que significaba para mí, a esas alturas, cursar una carrera. No era una buena alumna, no era dócil ni aplicada, tampoco tenía buen promedio. Es decir, no me consideraba una universitaria con algún futuro, así que cuando me presenté a rendir Filosofía Latinoamericana, yo ya tenía el chau en la boca. Quería terminar, como quien termina un trámite para luego dedicarme a no sabía qué, pero que estaba en otra parte; porque terminar la carrera era, principalmente, no repetir la historia de mis tías, que también habían estudiado en esa facultad sin obtener título alguno. Finalizar la carrera era un poco torcer ese designio y también -pienso ahora- contradecir a mi madre que había puesto el grito en el cielo apenas se enteró de mi decisión.
-¿Qué? ¿Querés ser una pedante como tus tías? ¿Eso querés? -de todas las hermanas de mi padre, mi tía Chichina era la que menos soportaba mamá: -Literata, mirá vos! ¡Así que querés ser como Chichina! Falta que te hagas la cirugía estética, que después dejes la carrera y te dediques a revolear la bombacha. ¡Listo!
Mi madre no soportaba a mi tía Chichina por razones que comprendí mucho después, después de que rendí ese final por ejemplo, pero para entonces, cuando me anoté en la carrera, la vida universitaria de mis tías me parecía la cifra máxima de la realización, la contracara exacta de la vida que llevaba mi madre, dedicada a la crianza de sus hijos como una gallina pánfila e infeliz.
Que mi madre no era feliz podía sospecharlo cualquiera con solo verle las manos que no se cansaba de ostentar. “¡Mirá cómo las tengo!”, decía, y uno tenía que soportar el espectáculo de sus llagas. De todas las enfermedades que coleccionó mi madre a lo largo de su vida, la psoriasis que en esos años le diagnosticaron en las manos fue la más extraña. Eso fue lo que primero me sorprendió del profesor Roa Cretans, el titular de cátedra de Filosofía Latinoamericana: tenía las manos con escaras sufrientes, exactamente iguales a las de mi madre. Y el contraste se me antojaba absurdo, imposible, ¿qué tenía que ver la vida torturada de mi madre, que hacía milagros en la cocina para alimentar una familia de nueve bocas con esas clases magistrales sobre historia intelectual latinoamericana? Cretans podía estar horas desarrollando el vínculo entre extractivismo, capitalismo y dependencia cultural de las élites criollas frente a las metrópolis europeas sin que la escucha declinara un ápice; era un tipo extremadamente serio, erudito y reservado, bastante tímido, totalmente alejado de la espectacularidad sufriente de mi madre, pero al mirarle las manos yo no podía dejar de preguntarme cuál sería ese resto de dolor que sin lograr expresarse afloraba en las palmas de sus manos, como un Cristo clavado a su cruz.
Pero el punto es que esa mañana mi nombre estaba primero en la lista y, si hubiese sido una buena alumna, siempre dispuesta a dar extraordinarios exámenes, hubiera sabido que ya desde entonces era costumbre que el titular en persona llamara al primero anotado en la lista, mientras que el resto del equipo de la cátedra se organizaba en parejas que iban examinando a los demás. Así que ahí estaba esa mañana de agosto, sentada frente al profesor Cretans que, mientras abría mi libreta universitaria y me preguntaba qué tema había preparado, me instaba a comenzar a exponer. Diez o quince minutos habré hablado sobre el pensamiento de los intelectuales positivistas del siglo XIX, mientras el profesor me observaba en silencio luego de buscar mi nombre en las actas y anotarlo en una hoja donde habría de apuntar a los siguientes alumnos examinados. Al cabo de esos minutos me interrumpió con una pregunta insólita, que nada tenía que ver con las multitudes estudiadas por Ramos Mejía ni tampoco con aquella intervención extraña de José Ingenieros, que lleva por título El suicidio de los bárbaros, sobre la que venía disertando.
-Disculpe, ¿usted tiene algo que ver con Chichina? -y dijo mi apellido, que era el mismo de la hermana de mi padre, que obviamente no hacía falta reponer porque la única Chichina que conocía era mi tía y al parecer Cretans también, ya que al informarle el parentesco respondió: -Bien, mándele saludos. Puede retirarse.
Tal era mi sorpresa que sólo atiné a preguntar si estaba aprobada. “Por supuesto”, dijo Cretans, y luego llamó al siguiente alumno a examinar.
Mi tía tenía una biblioteca importante, que se había forjado tanto en la universidad como en sus años de periodista. Cada vez espaciaba más sus colaboraciones en revistas y diarios a donde había migrado al dejar la facultad; para ese entonces mi tía se acomodaba en un sueldo de empleada municipal que le permitía vivir modestamente en su “nube de pedos” -como decía mi madre- sin mayores inconvenientes. Cada tanto yo pasaba a revisar su biblioteca y pedirle algún libro prestado, y entonces mi tía Chichina se despachaba con alguna historia desopilante sobre sus aventuras amorosas.
Debo confesar que cuando pasó lo de Cretans, yo ya había empezado a tomarle ojeriza a mi tía. No por todas las cosas que apuntaba la moral cristiana de mi madre, ese desenfado en cambiar de pareja cada dos por tres, de hacer toples en cualquier piscina o, por ejemplo, de salir del baño antes de terminar de subirse la cremallera del pantalón, esas cosas que a mi madre la sacaban de quicio, a mí me parecían maravillosas, como si Chichina viviera la eterna juventud del desparpajo y tuviera la gentileza de compartirla con los demás. Pero la cosa empezó a cambiar cuando mi tía Chichina se metió con mi nariz: ahí sus recomendaciones de cómo vivir y sus exabruptos juvenilistas dejaron de parecerme simpáticos.
Podía soportar cualquier cosa, menos que se metieran con mi nariz, y desde hacía un tiempo hasta que sucedió lo de Cretans, cada vez que me encontraba con Chichina me preguntaba cuándo me iba a hacer una cirugía para achicarla. De una día para otro, en medio de sus consejos, había planteado la necesidad de que me la operara: le parecía demasiado grande, demasiado ganchuda, demasiado poco femenina, demasiado natural y salvaje, demasiado todo. En ningún momento le había permitido a mi tía que opinara sobre mi nariz, pero ella era así: nunca pedía permiso para nada y menos para opinar. Y como yo no le daba importancia a sus consejos, mi tía extremaba sus argumentos cada vez más, al punto de querer convertir a mi nariz en la cifra exacta de todos los fracasos que sufriría a futuro si no me decidía a extirparla cuanto antes. Así es como me exhortaba con advertencias del tipo “¡Con esa nariz no vas a levantarte ningún tipo!” o “¿Vos pensás que con esa nariz vas a conseguir un buen trabajo?”. El examen final con Cretans cayó en el momento exacto en que la nobleza de mi nariz estaba a punto de claudicar ante Chichina y la idea del quirófano.
Pero debo explicarme: mi tía se permitía opinar tan libremente sobre mi nariz porque había tenido una igual. Aunque ella se había encargado de destruir todas aquellas fotos vergonzantes que lo atestiguaban, mi madre atesoraba unas cuantas de su juventud y cada vez que Chichina la sacaba de quicio con alguna de las suyas, acudía a esas fotos familiares. “¡Tu tía perdió la razón el día que perdió la nariz!” decía, y luego se pasaba horas opinando sobre patrones de belleza y no sé cuántas cosas más que yo me esforzaba en no escuchar, como solemos hacer las hijas con nuestras madres.
Luego del examen regresé a la pensión de Once, donde entonces vivía, con una honda sensación de sorpresa e incredulidad. Como todo estudiante pobre, rara vez me compraba un libro durante la cursada; mayormente me manejaba con fotocopias y apuntes, con libros de la biblioteca de la facultad o con los que consiguiera de mis tías. El hecho de que me hubiera comprado uno de Cretans es una prueba fehaciente de que la materia en verdad me había gustado. Mientras mi cabeza se solazaba en el asombro, abrí ese libro que Cretans publicó recién arribado de su exilio en México, una primera edición de En busca del positivismo argentino que yo había felizmente encontrado en una mesa saldo del Parque Rivadavia. Era un libro que había leído, marcado y revisado; quiero decir, infinidad de veces lo había abierto, pero lo curioso es que fue luego de rendir el final que me topé con la dedicatoria: “A Chichina”.
Una dedicatoria es una botella lanzada al mar, dirán ustedes. Recién ahora, tantos años después de acontecido ese suceso, comprendo su real singularidad. Primero, la cuestión improbable de que me apuntara a cursar esa materia que para mí era optativa, que me evaluara el titular y con eso mi apellido se distinguiera entre los centenares de estudiantes, que Cretans me preguntara por mi tía, que yo tuviera aquel libro del profesor y no cualquier otro y que, por tanto, comprendiera de inmediato que mi tía había sido una persona muy allegada a él, al menos en sus años de estudiante o al volver del exilio.
Ese día me había tomado licencia en el trabajo, así que de inmediato partí en busca de mi tía. Llegué a la dependencia pública en la que trabajaba a la hora del almuerzo y nos fuimos al bar de la esquina a comer algo, como tantas otras veces habíamos hecho. Lo que primero la delató fue la cara. Estábamos instaladas una frente a la otra en la pequeña mesa del bar; apenas dije que Cretans le mandaba saludos, se le desencajó el rostro. Nunca le había visto esa expresión, que barría la hilaridad y el juvenilismo tan cuidadosamente cultivado por años. Me preguntó cómo estaba, y yo, sin darme cuenta que esa era otra Chichina, respondí como si hablara con la que hasta ese entonces había conocido. “Re-fuerte” dije, porque esos eran los términos en los que ella se expresaba: “re-fuerte”, “fuerte” o “garchable” eran la clave de acceso a los hombres en su vida, lo demás inevitablemente se iba al pasto del olvido. Pero aquella oportunidad, en vez de que el passecode diera entrada a alguna de sus historias, levantó entre nosotras un cendal hosco, porque su rostro se ensombreció aún más y yo me percaté, en ese mismo momento, de la fuerte imantación sexual que ejercía Roa sobre mí. En vez de una aventura sexual, lo único que logré sacarle a mi tía Chichina sobre aquella relación de juventud fue un testimonio bien informado y documentado sobre la masacre que se produjo en el aeropuerto de Ezeiza en el año ´73 cuando miles y miles de jóvenes se movilizaron allí a fin de darle la bienvenida al general Juan Domingo Perón. Mi tía me dijo que en ese entonces eran novios, y que si logró salvar el pellejo aquel día fue gracias a Cretans. Poco tiempo después, antes del Golpe de Estado pero ya con la Triple A operando en sus sanguinarias excursiones paramilitares, él había emigrado a México y allí se había terminado la relación. Chichina se enredó con reflexiones sobre la militancia política, que ambos asumían de manera distinta, con excusas sobre la familia… Conocía muy bien a mis abuelos, así que podía imaginar los argumentos, presiones y ardides desplegados para retenerla. En el fondo, el agua simple de una explicación sencilla le oscurecía el rostro: había optado por la seguridad del buen pasar económico de sus padres. Antes de despedirnos, le pregunté si iba a contactar al profesor. Ya habíamos terminado de almorzar, ella revolvía con demasiada concentración su café y yo la miraba hacer. Supongo que esperaba que aquella Chichina que yo creía conocer saliera otra vez a flote y barriera con una carcajada loca el horror, el miedo y la cobardía que su relato había traído al centro de la mesa.
-¡Obvio que no! La última vez que lo vi, todavía tenía esa nariz -respondió burlonamente, escrutándome la cara-: No me reconocería.
En fin... Lo que viene después es por todos conocido así que no amerita mis palabras. No recuerdo por qué empecé a contar esto, pero supongo que la nariz que perdió mi tía Chichina también es parte de la historia de mi matrimonio y, desde luego, de mi formación e ingreso como docente a esta cátedra. ¡Ejem! Si han terminado sus respectivos cafés, supongo que podemos empezar a tomar exámen... Continuando con la tradición, entonces, ya mismo llamo al primer apellido anotado en la lista y arrancamos.