El cuento por su autor

Fui a la reserva de monos carayá en La Cumbre invitado por el FILBA, el festival de literatura. Me impresionó que aquellos monos cuyo aullido —salvaje a un tiempo, desesperado al siguiente— conocía de mi infancia y del monte correntino, se hubieran adaptado tan bien al clima de las sierras (era una tarde de mayo, hacía frío y había una gran niebla). También estaban Leticia Obeid, Agustín Ducanto y Eduardo Muslip, a quien le señalé la manera en que los monos se arracimaban allá en las alturas, entre las ramas de unos árboles altísimos. “Parecen jabones usados”, dijo Muslip, “cuando los jabones se achican y hay que pegarlos a otros jabones para no desperdiciar”. Cómo hace Muslip, me pregunté entonces, para conectar monos y jabones. También pensé en mi abuela Curuta, que, pese a las quejas de mi abuelo, era de usar mucho la técnica de pegar trocitos de jabón.

Me gustó también la explicación del encargado de la reserva cuando consultamos cómo habían llegado aquellos monos hasta La Cumbre. “Son monos rescatados”, dijo, y a lo elemental del dato agregó: “Familias de vacaciones compran monos en la ruta, después el asunto se complica y los dejan abandonados”. O podía ser peor: la familia volvía al hogar con el mono a cuestas y, ya instalados, si era macho, el mono disputaba el territorio con el hombre de la casa; y si era hembra, la pelea era, desde luego, con la mujer.

Cuando Anahí Flores me pidió un cuento para la antología Mascotas, como un rayo volvió a mí el aullido de los carayás, la ancestral desesperación con que maltratamos el mundo nuestro. Más allá de “Linda boca”, mi cuento, la antología Mascotas —en la que también participan Martín Castagnet, Carlos Chernov, César Sodero, Yamila Begné y Horacio Convertini— está buenísima.


Linda boca

1.

El mono dormitaba dentro de un canasto de mimbre. El hombre, sin mirarlos a la cara, ni a Richard ni a sus hijos, pronunció una cifra que sonó irrisoria. Richard pidió que la repitiera y el hombre contestó otra cosa.

—Es buenito —dijo.

Que el hombre, evasivo y a la vez charlatán, enfocara en ese detalle, en un rasgo sobre el cual nadie —ni Richard ni sus hijos— había consultado, era un mal augurio. Pero esos ojitos… eran irresistibles.

Pagaron y se fueron, con el canasto y todo, hacia el auto.

El hombre no contó los billetes. Los metió apurado en un bolsillo y cuando Richard volteó para saludarlo el hombre ya no estaba.

Los primeros veinte kilómetros reinó la armonía. Los chicos le acariciaban la pancita y el mono soltaba como un gorjeo que, en esas primeras ocasiones, sintieron lleno de ternura.

—Habría que comprar pañales —dijo Richard, mirando por el retrovisor con gesto reconcentrado.

Linda, su mujer, resopló y apuntó la mirada a la ventanilla, hacia un costado de la ruta, donde aún la selva se intuía más allá de los altos árboles. Era cuestión de unos pocos kilómetros para que de la selva y sus calores no les quedaran más que un recuerdo.

Él había frenado sobre la banquina y sus hijos se habían apurado a seguirlo. Entonces Linda les había advertido: “No hagan ninguna pavada”. Y cinco minutos después volvieron con el mono.

Se le va a pasar, pensó Richard, siempre se le pasa. También pensó en la semana de vacaciones, en el tiempo compartido en un lugar extraño, en lo bien que se habían llevado y en el poco dinero que les había insumido fortalecer la familia. Pasaban por un buen momento.

—Me parece que hizo pis.

La voz de Belén —quebradiza e inestable— le confirmó, por un lado, lo mucho que esta chiquita había crecido en los últimos meses, y, por otro, la urgencia por conseguir pañales.

—Estemos atentos a una estación de servicio —dijo.

Después arrimó la mano derecha a la mejilla de Linda pero ella apartó la cara y evitó la caricia. Richard contuvo la respiración y la fue soltando a medida que dejaba caer la mano, pesada, sobre el volante.

***

Entonces llegaron al kilómetro veinte y el mono pasó de los gorjeos a los alaridos. Richard pretendió minimizar el impacto:

—No es nada —dijo—, así es como se comunica.

Pero lo cierto era que el chillido sonaba espantoso, como algo humanoide.

—Ese bicho no está bien ­—dijo Linda. A Richard le molestó que esas fueran sus primeras palabras, que no pusiera un mínimo de entusiasmo en las cosas que él y los chicos disfrutaban.

—Dale una galletita —le sugirió a Brian que, en vez de hacerle caso, probó calmar al mono hablándole como a un bebé:

—Mi chiquito —decía Brian—, qué le pasa…

Richard negó con la cabeza y refunfuñó: su hijo le alteraba los nervios. Tenía doce años, ya estaba en edad de comportarse con un cierto criterio.

—¡Dale una galletita! —insistió, ahora un punto más alto.

El mono volvió a chillar y, cuando Brian al fin le arrimó una galletita al hocico, de un salto salió del canasto y se pegó a la luneta. Los gritos de Linda y de los chicos se acoplaron al alarido del mono y Richard sintió como si le metieran un taladro en la cabeza.

Desde el retrovisor podía ver el cuerpo del mono, pegado al vidrio como una rana; sus ojos abiertos en un gesto que Richard no supo definir si sería de pánico o más bien producto de alguna forma de rabia. No tuvo tiempo de concluir una cosa u otra porque el mono dio otro salto y, así como así, se pegó a la ventanilla del lado de Brian que, aterrado, se lanzó a su vez contra su hermana. Quedaron los dos chicos en una punta y el mono en la otra, detrás de su asiento. Richard pensó que, si sus hijos y su mujer no dejaban de gritar, el mono tampoco aplacaría su histeria. Les pidió calma, dos veces, en un tono a medias mesurado; la tercera vez ya fue un grito escandaloso.

—¡Basta! —dijo.

Descubrió entonces que el único que gritaba —junto con el mono— era él. Los chicos se mantenían en un rincón del auto, agazapados, y Linda, dada vuelta en su asiento, tendía hacia el mono una galletita de agua.

—Servite, bichito ­—decía Linda.

El mono interrumpió un chillido para atender a la galletita. La miraba fijo y con recelo, como si estudiara la conveniencia de aceptar o no esa ofrenda. Richard aprovechó, mientras tanto, para llevar el auto hacia la banquina.

—Todos tranquilos —ordenó.

Una vez que acomodó el auto sobre el ripio, se movió con cuidado. Afuera reinaba el calor y la espesura selvática iba derivando hacia contornos más urbanos. Richard abrió la puerta despacio y se dispuso a bajar. Tenía la idea de que el mono lo siguiera. Lo iba a dejar ahí.

El mono atendía a un tiempo los movimientos de Richard y a otro la oscilación de la galletita en la mano de Linda. Richard ya estaba afuera del auto y permitió que el mono se aferrara con las patas al apoyacabezas de su asiento. Le sobrevino un acceso de asco al pensar en los parásitos, en la mugre que ese bicho —que ahora sentía inmundo, peligroso— podía pegarle al asiento.

Por un momento dio la impresión de que el mono al fin se decidía a salir, pero antes de hacerlo pegó un manotazo furtivo y en un mismo movimiento se hizo de la galletita y ensartó una zarpa en el rostro de Linda. Fue cosa de un segundo. Después volvió el griterío y el mono se escurrió como un fantasma.

Richard alcanzó a verlo, una bola negra con patas y brazos como alambres que se enganchaban entre los cables de una edificación sin concluir y después se perdían en esos vestigios de selva sucia.

Cuando devolvió su atención al auto Richard vio a su mujer, la sangre que le chorreaba, como en cascadita, desde la boca.

2.

En el hospital de Posadas a Linda le dieron analgésicos y le recomendaron que, una vez en Buenos Aires, siguiera algún tratamiento.

—Es muy raro, el corte —dijo la médica que la atendió.

Linda preguntó por qué lo decía, pero la médica ya había dejado la sala y la pregunta quedó flotando en el ambiente hasta que dio de lleno en Richard que, parado ante ella, no sabía qué decir, no sabía qué cara poner, y movía las manos con nerviosismo para minimizar los efectos de una herida que tardaría en cicatrizar.

—Te quedó raro —opinó Brian cuando, una semana después, ya en Buenos Aires, Linda se quitó la venda para que la familia viera el resultado de la primera operación.

Aunque quiso acogotarlo —sobre todo por el gesto asqueado con que acompañó su apreciación—, Richard sabía que no podía culpar a su hijo, que la boca de Linda se veía, por lo menos, grotesca.

En la clínica ya les habían confirmado, además, que la boca no volvería a ser aquella boquita de rasgos delicados, aquella dulce línea que Richard besaba con suavidad y consideración.

—Cirugía y tratamientos complejos —había dicho uno de los médicos y Richard supo que complejos quería decir, en realidad, costosos. Linda también lo entendió así y se guardó las ganas de hacer más consultas. Richard vio cómo ella apretaba los párpados, cómo reprimía las ganas de llorar.

***

A Linda le llevó no más de dos meses perder el pudor y mostrarse en reuniones con amigos. Richard valoró su fortaleza, la resignación —que por momentos él confundía con una especie de buen ánimo, algo como un optimismo— con que su mujer asumía ese nuevo rostro.

Tan sólo le molestaba que Linda se empeñara en sonreír. Era una sensación ambigua y odiosa: ahora más que nunca su mujer tenía derecho a hacer lo que le viniera en gana —incluso mostrarse contenta—, pero a la vez ese gesto —la sonrisa— era lo que menos la favorecía.

—Hay que saber aceptar las cosas —dijo Linda, la sonrisa a pleno, durante una cena en casa de una pareja amiga. Johana, la anfitriona, se levantó de su silla y caminó, conmovida, hacia Linda. Le tomó el rostro entre las manos y, llorosa, le dijo que su templanza, su espíritu, eran un ejemplo de amor propio.

—Tenemos tanto que aprender —dijo.

Richard y Peter —marido de Johana— miraban arrobados la escena, Richard con el tenedor cargado de espaguetis a medio camino de su boca.

La carcajada de Linda —brutal, estruendosa— cayó entonces como una piña en el estómago. Antes de que Johana asimilara el impacto, la respuesta burlona a sus sentidas palabras, Linda la tomó por la nuca, abrió su boca deforme y lamió el rostro de Johana de arriba abajo, desde la pera hasta la frente.

—Qué hermosa sos —le dijo después.

***

Richard estaba escandalizado. No le salían las palabras. De hecho, sentado al borde de la cama, eso era lo único que decía:

—No sé qué decir.

Linda salió del baño completamente desnuda. Cuando Richard alzó la mirada, reparó, primero, en el vello púbico de su mujer, tan abundante y desprolijo. Hacía mucho tiempo que no veía a su mujer así, tan desnuda. Después se fijó en los sobacos de Linda, en la sombra de pelo que asomaba como una mata. La expresión de Linda, otra vez esa sonrisa desproporcionada, los ojos abiertos como si acabaran de descubrir algo magnífico, le provocaron repulsión.

—Cogeme —dijo Linda.

Richard apartó la mirada con un gesto desdeñoso, frunció la boca y movió las manos aparatosamente. Quería irse de la habitación, tomar un vaso de whisky para dejar atrás esa noche retorcida.

—Cogeme, Ricardo.

De pronto la tenía encima, una mano como una garra apoyada sobre un hombro y la otra con un dedo acariciándose la boca deforme. Richard cerró los ojos.

***

A Belén le molestaba la casa tan sucia.

—La cocina es un desastre —decía.

Richard le daba la razón, pero a la vez le preocupaban otras cosas. Que Linda pasara, de pronto, tanto tiempo afuera; que cambiara de humor en cuestión de minutos; que comiera tanta comida chatarra; que se bañara poco y, por sobre todo, que lo sometiera a maratones sexuales.

Al principio lo entendió como la manera que había encontrado Linda para subsanar el daño que la boca —el estropicio que era su boca— había provocado en su autoestima. Incluso sacó provecho de la situación: Linda se mostraba dispuesta a maneras, a poses, a experiencias, a las que en otras épocas se había mostrado reacia.

Pero después, con el correr de los días y las noches, las exigencias de Linda fueron en aumento. El temió que llegara a cierta violencia. No sabría cómo actuar.

Tampoco era normal lo que pasaba con Brian: como nunca antes, el chico buscaba el amparo de su madre, el cuidado resbaladizo, un tanto perturbador, de Linda. Se pasaban horas echados en el sillón del living, el televisor prendido en un canal cualquiera y ella hurgándole entre el pelo, en las orejas.

—Qué inmundicia —dijo Belén cuando vio a Linda hundir un dedo meñique en un oído de Brian y, después de sacarlo, metérselo en la boca como si se tratara de un caramelo.

Richard no lo toleró.

—Basta —dijo—. Se levantan los dos.

Tuvo el mal tino de tironear a su hijo de una manga y Linda de un salto se puso en pie y con el pulgar y el índice de su mano derecha le atenazó la mandíbula.

—Volvés a tocar a mi hijo y te mato —le avisó.

3.

La casa, desde afuera, parecía abandonada. En cierto sentido así era.

Una vez a la semana Richard hacía el esfuerzo de acercarse para echar un vistazo. No se le ocurría entrar, a lo sumo daba unas vueltas por los alrededores. A veces fumaba apoyado sobre el capó del auto y cada tanto creía captar ruidos provenientes del interior. Movimiento de muebles, una gotera, aullidos.

Si estaba de buen arte, lo acompañaba Belén, aunque cada vez menos. La chica —porque había crecido y ya no toleraba que su padre la tratara como a una nena— hacía lo posible por evadir la imagen de la casa, tan venida a menos, como vandalizada. Fumando también ella, Belén miraba hacia un costado, fruncía la boca —tan distinta a la de su madre— y una vez que largaba el humo repetía la pregunta de siempre: “¿Cómo dejamos que pasara?”.

De su hijo, Richard sabía muy poco. Pero algo —huellas de un borcego, latas de cerveza desparramadas a un lado y al otro de las rejas— le decía que Brian hacía visitas más o menos ocasionales. Por momentos le daba por pensar que el chico seguía instalado ahí, en la casa. Pero no, eso era imposible.

Cuando por cuestiones de trabajo —por las changas que conseguía, más bien— alguna semana no podía venirse hasta la casa, mandaba a que alguien lanzara al patio la bolsa de mercadería. Muchas verduras y muchas frutas.

—Que no falten naranjas —aconsejaba en voz baja, un poco al mandadero pero mucho más para sí mismo—… que a Linda le encantan.