“Los recuerdos no pueblan nuestra soledad, como suele decirse; antes al contrario, la hacen más profunda”. Gustave Flaubert

El hombre está sentado en el sillón, de espaldas al gran ventanal que da al patio de invierno. Los vidrios empañados dejan filtrar tímidamente los últimos destellos del día que se va apagando. Crujen los leños en el hogar, y se escuchan lejanos ladridos que se pierden definitivamente tras la música que empieza a sonar en la habitación.

En el ritual de cada atardecer el hombre prepara su pipa y enciende el estéreo. Dispone, con el rigor de un ceremonial, como el sacerdote que va a celebrar la misa, la manta con la que cubrirá sus piernas, el libro que retomará exactamente en el párrafo anterior al que dejara, el vaso de whisky que beberá de un solo trago al final de la lectura y los anteojos. Sobre la mesita que está justo a un costado del sillón hay otros libros apilados, un reloj de arena y una pequeña pirámide de cristal en cuya base aparece grabada una lunita en cuarto creciente, que sonríe rodeada de estrellas.

Te invito a dar un paseo en bote, hoy está calmo, sin olas, tranquilo, como nos gusta. El bote como traslado, como elemento que nos salve de las profundidades del agua, de los miedos, de las fobias, que nos salve de esa masa sin forma más poderosa que uno; que nos proteja, que sea un medio y un lugar donde podamos estimular y exteriorizar el placer. Un lugar de goce y tranquilidad, que nos arrulle y nos adormezca con sus movimientos monótonos y suaves. El bote donde embarquemos un proyecto, un sueño. Un bote con una dirección o a la deriva, encallado o en movimiento, con el que me pases a buscar, con el que nos aventuremos a vagar. Un bote en la playa o a la orilla de un río, esperando ser abordado, anhelando cumplir su destino.

Del libro cayó sobre la alfombra un papel doblado en cuatro partes que el hombre se encargó de desplegar despaciosamente. En letra manuscrita se leía un breve texto que hablaba de un bote, y en el reverso se observaban diversos dibujos, de trazos inciertos, como garabatos, algunos amorfos, otros con forma de laberintos circulares, de esferas o espirales, de pequeños triángulos, puntos remarcados y líneas indecisas, cual si fueran un mensaje cifrado. El hombre se quedó contemplando el papel largo rato y luego lo dejó sobre la mesita tras un largo suspiro.

Era un tiempo sin tiempo, aquel en que salía con sus amigos a navegar en bote por el río, a aventurarse en noches de luna llena con sus cañas de pescar, el sol de noche, la alforja con los víveres, el paladar sediento de espirituoso vino y la lengua dispuesta a proferir mil y una historias, hasta la albura.

El hombre sigue leyendo el libro que una tarde le regalaron, en otro tiempo sin tiempo; se escuchan tenuemente los acordes de un bolero; amante de la buena música, ésta siempre lo acompaña, y en el momento de la lectura, lo aquieta y predispone. “Jamás un hombre o un hecho es del todo sansara o del todo nirvana, nunca un ser es completamente santo o pecador. Nos parece que es así porque nos hacemos la ilusión de que el tiempo es algo real. Y el tiempo no es real… y si el tiempo no es real, también el lapso que parece existir entre el mundo y la eternidad, entre el sufrimiento y la bienaventuranza, entre lo malo y lo bueno, es una ilusión”. Vuelve sobre este párrafo, una y otra vez; experimenta cierto alivio con lo que parece revelarle pero, inmediatamente, lo repite con la voz quebrada y la mirada fija en un punto que aparenta estar en otra dimensión.

Se hizo el silencio en la habitación; con los ojos ahora entornados, el libro de Hermann Hesse sobre su regazo, apenas sostenido por una de sus manos, el hombre se balancea lentamente en su sillón mecedor; acaba de beber de un solo trago, el whisky que quedaba en el vaso. Y como si estuviera en un bote, se deja llevar por un copioso río de recuerdos, con la vana pretensión de conciliar el sueño.

[email protected]