“No me gusta llamarlo carrera, porque no estoy compitiendo contra nadie. Prefiero llamarlo camino”, dijo Enrique Roizner en una entrevista en 2020. “Siempre me interesó integrar los ritmos de cualquier región del mundo a la batería. En muchos folklores, la batería no está. Existen otros instrumentos de percusión. Eso me llevó a conocer e involucrar estilos y géneros, lo que me sirvió para hacer de esto algo lucrativo”. No sólo se trató de un lucro económico, sino también identitario, porque no existe, al menos en la Argentina, baterista más polifacético que él. O más bien: dejó de existir. El Zurdo falleció este domingo, a los 84 años, tras sufrir un ACV. Si bien pudo contra el mundo, esta batalla la perdió. Lo que transforma en leyenda a una vida que era sinónimo de intensidad. Por eso no es fortuito que se le conociera como “el baterista que tocó con todos”.
Previo a que Kevin Johansen lo volviera a resignificar al reclutarlo para su grupo, The Nada, a partir de los 2000, el músico porteño que vio convertirse a Buenos Aires en una megalópolis desde el Bajo Flores había tocado con iconos de la música brasileña. También debutó en el rock con Pastoral, saboreó la vanguardia con Astor Piazzolla, mostró su veta más iconoclasta con Les Luthiers y hasta se jactó de haber sido parte de la banda musical del Circo de Moscú a lo largo de 16 temporadas. Sólo él podía tener semejante pulso para ese trajín. Aunque llegó a la música más por su tradición judía (a los ocho años tuvo entre sus manos un violín con el que tocaba polca y valses en las fiestas de la colectividad) que por convicción. Hasta que en 1954 vio la película Música y lágrimas. La escena en la que apareció Gene Krupa, tocando en una jam sesión, le cambió la vida para siempre.
El mejor baterista que tuvo big band alguna desbordaba tanta energía que se la contagio a Roizner. Al punto de que a los pocos días ya estaba sentado detrás de unos tambores estudiando los misterios del ritmo. El notable músico Alberto Alcalá, al darse cuenta de los dones de su alumno de 16 años, lo recomendaba a todo aquel que necesitara a un baterista. Si bien su primera batería era usada, luego tuvo una más o menos potable: una Gaeta “made in” Brasil. Pero el problema persistía: su instrumento estaba diseñado para diestros. Entre que debía cambiar de lugar todas las piezas, y que su apellido era difícil de pronunciar, un amigo y colega no tuvo mejor idea que bautizarlo como “El Zurdo”. A partir de ese entonces, tocó de todo y con todos en los salones de baile de la ciudad. Eran los años 50. Justo ahí apareció su primera oportunidad internacional: se la dio Chico Novarro para actuar en Bogotá.
Tras pasar una temporada en la capital colombiana, y luego de un breve ínterin en Buenos Aires, el artista encaró su aventura europea. Primero en Suecia, y más tarde en Inglaterra, donde integró la orquesta de Edmundo Ros: el legendario músico venezolano que puso a bailar, a punta de ritmos caribeños, al Reino Unido durante y después de la Segunda Guerra Mundial. Mientras disfrutaba de primera mano de la beatlemanía, de la ebullición de la cultura pop y continuaba formándose (algo que no dejó de hacer hasta sus últimos días), extrañaba su tierra. Volvió, y tampoco paró. Se la pasaba más tiempo en el estudio que en casa. En esa época, en la transición de los años sesenta a los setenta, grabó con Mercedes Sosa el disco Cantata sudamericano, lo llamó el bandoneonista Dino Saluzzi para hacer Soy Buenos Aires, y con Gato Barbieri registró Chapter One: Latin America.
Pateó el tablero en 1970, cuando Vinicius de Moraes lo invocó para el disco En la fusa (grabado en Buenos Aires junto Maria Creuza y Toquinho). Y al año siguiente puso su instrumento al servicio de una de las obras maestras del jazz argentino: Bronca Buenos Aires, de Jorge López Ruiz (el DJ inglés Gilles Peterson inició su set en Buenos Aires, en 2017, con un track ese disco). A lo largo de seis décadas de trayectoria artística, tocó con La Banda Elástica, Amelita Baltar, Raúl Lavié, Claudia Puyó, Sergio Denis y Pimpinela. Y en el medio, en 1981, Palito Ortega contrató sus servicios para que fuera parte de la banda que actuó con Frank Sinatra en el Luna Park. Aunque él mismo reconocía que con quien siempre le gustó tocar fue con Astor Piazzolla. No sólo en el Octeto Electrónico, sino en formaciones previas. “Con nosotros lo único que no perdonaba era la desatención”, confesó El Zurdo más tarde.
La hermana de Kevin Johansen y una de las hijas de Roizner estudiaron juntas en la Escuela del Sol, y el destino quiso que ellos se cruzaran en los 2000. El alasqueño necesitaba a un baterista “desgenerado”, y El Zurdo un proyecto con el que demostrara su amalgama sonora. Probaron la química en el disco Sur o no sur, en 2002, y el vínculo se tornó en un amor incondicional por 20 años. No sólo eso. Cumplió el sueño más impensado y lejano para cualquier habitante de este continente: coronarse como “Mis Américas”. Sucedió en la tapa del homónimo álbum de 2016, a partir de la sugerencia de la fotógrafa Nora Lezano. Ahí el batero apareció con el pelo suelto, sin sus anteojos y sin su inseparable pipa. Vulnerable ante el mundo, mostrando sus arrugas y una paz conmovedora. La misma que dejaba en evidencia en escena cada vez que le tocaba cantar su parte en “Fin de fiesta”. Y sí: la fiesta ya no será la misma.