“Yo estudio las palabras por eso puedo escribirlas tan rápido” dijo Birdie haciendo la V con los dos dedos con los que escribía ochocientas letras por minuto. La mecanógrafa veloz solo usaba dos dedos de cada mano (índice y medio) y con ellos escribía doscientas palabras antes de que la aguja del segundero completara una vuelta entera.
Su método se cumplía con una regla inapelable: “no estudio el teclado, no pienso en la máquina, pienso en las terminaciones de las palabras.” Birdie, como las mecanógrafas de San Francisco que deslumbraron no sin temor a Rudyard Kipling en 1887, era una nueva “chica moderna”, una de las “hadas del teclado”, un estreno en las oficinas que dejaban de ser solo tierra de varones.
En Estados Unidos y rápidamente en muchas ciudades del mundo este “nuevo sujeto urbano” nacido tras el final de la Primera Guerra Mundial y pródigamente fogoneado por las industrias culturales llegó a las revistas. Las Birdies del mundo posaban para la cámara o para la carbonilla. En estas latitudes, en marzo de 1923, como escribieron María Paula Bontempo y Graciela A. Queirolo, la revista Para Ti publicó “Mangacha, la dactilógrafa”, una historieta protagonizada por una mujer joven que trabajaba en una oficina.
Dicen las autoras: “por entonces, la posición de dactilógrafa se encontraba en vías de feminización dentro de un proceso más general de expansión de las ocupaciones administrativas. Además, Mangacha, que también era mecanógrafa, se distinguía por su aspecto físico: alta, delgada y con una voluminosa melena enrulada, lucía prendas holgadas que mostraban sus tobillos –vestidos o blusas combinadas con faldas– y zapatos de prominentes tacos (…) en nueve recuadros se contraponían, con un tono que se pretendía cómico, dos características diametralmente opuestas de su personalidad que daba vida al estereotipo (…) la de una joven soltera, que combinaba una aguda negligencia laboral con un enorme entusiasmo en la diversión y un obsesivo arreglo personal bajo los parámetros de la moda.”
El estereotipo de adicción exitosa copiaba con rigor de espejo el canon-receta que Alfonsina Storni había catapultado en una de sus columnas (publicada el 9 de mayo de 1920, en La Nación y firmaba con su seudónimo Tao Lao): pelo oxigenado, ojos pintados, estómago comprimido, trajecito a la moda, pollera corta y “póngasele un pájaro dentro de la cabeza (si es azul, mejor).” La adicción exitosa de Birdie no fue solo su record de velocidad (un record que se pone en juego porque el Guinness siempre busca nombres y las Academias Pitman sus glorias raudas) sino que convirtió su arte de correteclados en una función de vodevil.
Frente a un auditorio, después de escribir a máquina las famosas doscientas palabras por minuto y de entregárselas para que pudieran leerlas sin errores ni sobresaltos ponía un trozo de hojalata en una máquina de escribir preparada para la ocasión y con los mismos dedos con los que había completado la hazaña semántica tecleaba una melodía nueva, esa melodía a veces era el redoble de unos tambores, el paso de un tren en aceleración o el andar de una tropilla. El repertorio podía variar, lo que nunca variaba era el final: el inicio de un show de aplausos que completaban otros dedos.