Me llamo Rodríguez, no el Rodríguez de Rodrigo Fresán, soy el otro. Tampoco tuve filiación directa con Los Rodríguez del rock argentino español. Hasta que ellos aparecieron, cuando nombrábamos Los Rodríguez, en casa sabíamos que no podía ser otra cosa que una directa referencia a nuestra familia extendida y abierta, una multitud pululante de integrantes Rodríguez por vía paterna, y ese era nuestro objeto común de referencia indiscutida, “nosotros Los Rodríguez”. Es curioso que este nombre común de referencia fuera a la vez un patronímico universal, y aun así podíamos diferenciarnos y reconocernos, podíamos sentir en la piel la experiencia de esa familiaridad, una referencia abrasadora de sol de verano.
Pero en estos días estoy aturdido, y hasta temo leer la columna de Fresán, no sea cosa que haya perdido definitivamente mi íntima relación con mi rodríguez singular. Ni que decir del otro Rodríguez, el del espacio común que nos envolvía a todos sin disputa. Siempre se lo quise decir a Fresán, Rodríguez soy yo, pero todavía no tuve oportunidad. Y a Calamaro también, Los Rodríguez somos nosotros. Y sí, cada quien tiene sus marcas compartidas y sus marcas individuales, su propia espacialidad en movimiento. Como los argentinos, nosotros los argentinos.
En estos días me reuní con mis amigos, les digo sí, lo sé, estoy aturdido, esta realidad me abruma y no me deja pensar. Gustavo dice el país como lo conocimos no existe más, se rompió. Por algún extraño mecanismo defensivo lo escucho en francés, n’existe plus, n’existe plus. Será por el origen de su apellido francés, Ducasse para más datos. Y queda rebotando en mi cabeza abrumada: n’existe plus, como un eco fragmentado en un coco hueco. Milei es el epifenómeno de algo más profundo, algo que ya estaba roto, dicen Gustavo Ducasse y Fernando Falcón --en cuya casa nos despatarramos y bebemos el vino que ayuda a aplacar la sed, como dice el Nano, pero no tenemos tanto resto para vagabundear--. Milei es el emergente de una cultura sin objeto común. Y vaya que es fuerte escuchar eso, aunque se trata de un aspecto parcial y de un síntoma, no de toda la realidad. Políticas para la inmolación, políticas que avalan extermino y fueron aplaudidas por el 56 por ciento de la población.
El mandato de este nuevo orden es pásela mal, pásela peor que mal y si es posible también muera, agonice en los vapores de un pensamiento autoritario y represivo que propone la autodestrucción como meta vital. Si la vamos a pasar bien, en unos treinta o treinta y cinco años, será como el dictador diga, en su lógica y en su capricho. Una especie de reversión del “no pare de sufrir” evangelista. Mientras tanto, pienso en las palabras de Hitler, que parece están documentadas, en el Bunker de Berlín antes del colapso final. Más bien son las palabras de Bruno Ganz en “La caída”: el pueblo alemán se lo buscó. Y vaya que se lo buscó. La cuestión es cómo se sale de esto.
Todos los del palo decimos nos veremos y abrazaremos en las calles. Aunque con la calle no alcance sin una articulación con las diversas organizaciones sociales, las estructuras sindicales, los movimientos sociales organizados, las políticas legislativas y las nuevas alianzas necesarias. Es verdad lo que dice Jorge Alemán, un referente psicoanalítico y un pensador político fundamental, tiene que suceder un acto instituyente.
Participación popular, movimientos sociales, organizaciones sindicales, poder legislativo y judicial, cada quien tendrá que poner su parte y será responsable de lo que haga o no.
Sí, no se puede solo resistir o agitar las banderas --otros las cacerolas--. Vivimos inoculados de la idea de la excepcionalidad, es una idea trágica, no sólo la del Estado de Excepción propia de las dictaduras, sino la del esfuerzo inhumano que se le pide a los ciudadanos sin ni siquiera los beneficios secundarios del objeto común, la construcción y el reconocimiento de que tenemos una referencia y una pertenencia en común. Por el contrario, el esfuerzo que nos inculcan las derechas es completamente funcional a los negocios extraccionistas. Las condiciones estructurales de nuestro país permiten vivir de otro modo, sin genocidio para su población. Por otra parte, no estamos en guerra. La excepcionalidad es uno de los argumentos de la guerra, instrumentalizar la idea de la guerra, solapada, ideológica, simbólica, institucional, económica, extraccionista, como naturalidad de la vida cotidiana. Ese mecanismo --el de la excepción-- es con la complicidad de la población, requiere de una población que acepte desmentir la realidad cotidiana: no estamos ni necesitamos vivir en guerra y no es necesaria la inmolación para que haya vida y país. Suele decirse por estos días que la clase media firmó con su voto su sentencia de muerte, en su noble esfuerzo de salvarse individualmente y del rechazo al otro de la diferencia. Y que de cualquier dilema se sale con sufrimiento, autoflagelación y sacrificio. Pero la clase media es apenas la punta del iceberg, es la chicharra a la puerta de la factoría. Variantes de la moral hetero falocéntrica del padre patrón que funciona a los empujones, a los gritos y que castiga cualquier alegría del vivir.
Frente a la imagen de la hormiga y la cigarra, alguien me señaló con tino que prefiere la cigarra y no la hormiga obsecuente y lujuriosa de acumulación, metáfora de “el ahorro es la base de la fortuna” ¿En serio seguiremos creyendo en esas promesas infantiles mientras pegamos estampillas en la libreta de ahorro escolar que nunca pasará de juego testimonial? Los Rodríguez bebíamos la vida a carcajadas. No nos conformemos con mirar a través de la vidriera.