En febrero, el periodista y escritor chileno-argentino Cristian Alarcón (La Unión, 1970), fundador y director de Revista Anfibia y ganador en 2022 del premio Alfaguara de Novela con El tercer paraíso, debuta en el Teatro Astros (avenida Corrientes 746) no sólo como coautor con la directora Lorena Vega sino además como protagonista de Testosterona.
La obra performática asocia una experiencia autobiográfica (el tratamiento con inyecciones de testosterona que recibió a los seis años para “borrar” rasgos afeminados) con el biodrama, la masculinidad, las terapias nazis, el periodismo de investigación, los descubrimientos botánicos de Alexander von Humboldt y Aimé Bonpland y el melodrama gay.
En escena, Alarcón se interpreta a sí mismo en distintos momentos, baila, interpela al público, escucha y hace silencio junto con el perfomer Tomás de Jesús. La obra, que dura poco más de una hora, se podrá ver los cuatro jueves de febrero y los cinco jueves de marzo.
“No fue una decisión demasiado consciente –dice Alarcón, sobre su debut en el Astros–. Buscábamos el espacio ideal, pero la suspensión del Festival Internacional de Buenos Aires (FIBA) nos dejó huérfanos. A finales de 2022, la convocan a Lorena Vega para plantearle si tiene una obra para estrenar en 2024. Nosotros veníamos trabajando desde hacía tres años y medio, en un proyecto que siempre volvía; íbamos leyendo, imaginando. Como no tuvimos definiciones del FIBA hasta diciembre, salimos a buscar sala. Habíamos hecho una inversión altísima desde Cronos Lab, nuestra usina de contenidos”.
¿Y cómo se decidieron por esta sala porteña tan especial?
--Vimos muchas. Buenos Aires parece tener muchas salas, yo tenía esa impresión, pero muchas son pequeñas y nosotros buscábamos una escala intermedia. Cuando nos reunimos con Andrea Stivel, ella se enamoró del proyecto. Es interesante lo que está pasando con esa sala; ahí están las hermanas Marull, se va reestrenar Cae la noche tropical, estuvo Mariana Enriquez.
¿Testosterona entrecruza el teatro, el periodismo y la literatura?
--Es una hibridación que vengo cultivando desde antes de El tercer paraíso. Mi primera experiencia de ese orden fue Si me querés, quereme transa; una novela de no ficción de voces, donde yo paso seis años conviviendo con narcotraficantes y entrevistando a capos peruanos. Lo que hago en aquel libro es una inmersión antropológica profunda del vivir y convivir de los narcos, trabajando la trasnacionalidad migratoria, esa capacidad extraordinaria de los peruanos de construir localidad donde se instalan. Me fascinaba como migrante sobreviviente de la dictadura chilena esa mutación que permitió después el horror de la extrema violencia narco masculina. En ese libro hay un primer procedimiento dramatúrgico. De eso se dio cuenta un gran amigo mío, el periodista y académico Roberto Herrscher, en un ensayo sobre el libro. Una hipótesis sobre mis textos es que no son testimoniales sino dramatúrgicos. Me acuerdo de que estábamos en el balcón de mi casa de San Telmo, teniendo una epifanía cuando él me preguntó “¿vos alguna vez hiciste teatro?”, y recordé mis clases de teatro en los años ochenta, cuando tenía quince, dieciséis años.
¿Retomaste esa formación teatral de la adolescencia?
--Mucho de lo que ocurre ahora en Testosterona honra esta transición, una transición que se remonta a una adolescencia donde estaba signado por el mandato masculino y en donde encontraba en el teatro un espacio de absoluta libertad, sobre todo con el cuerpo, el entrenamiento físico del teatro. Reapareció cuando comenzamos con el laboratorio de periodismo performático a experimentar con artistas y periodistas. Luego en Lorena Vega yo descubro un partner con la que dialogo de igual a igual, un par extraordinario; en Lorena encuentro toda la sabiduría de la escena transitada por ella durante veinticinco años como actriz y luego como directora y creadora de Imprenteros. Alguien con una curiosidad superior a lo normal. Hay allí un punto de contacto interesante entre los materiales de la realidad y los de la dramaturgia contemporánea, que demandan cada vez más una contemporaneidad que se nos va de las manos. Quizás hoy las experiencias teatrales más interesantes sean las que nos permiten capturar lo que se nos escapa. Incluso en la literatura.
¿Temática o formalmente?
--Se mezcla la cuestión temática con la formal. El periodismo performático nos permitió comprender a los anfibios, a quienes lo hacemos desde Anfibia, que había algunos temas para los cuales el texto era insuficiente. Para poder trabajar este trauma infantil que es la inyección de testosterona, necesité hacer un camino distinto al de un libro clásico, poniendo el cuerpo en escena antes de aterrizar en la complejidad enorme que significa narrar e interpretar también los materiales de una época desde la década de los años setenta y la perspectiva de ese cuerpo infantil, víctima de un sistema oprobioso y eugenésico, con una matriz sumamente fascista como es la del control de los cuerpos que nace con la medicina y que se practicaba en los campos de concentración de Alemania con los homosexuales pasivos, hasta llegar a un pueblo de la Patagonia y ejercer su violencia sobre la identidad de un niño.
¿Cuánto tiempo duró ese tratamiento?
--Comenzaron a llevarme a recibir las inyecciones a los seis años y se extendió hasta los ocho. Fueron ocho inyecciones.
¿Tuviste que hacer un proceso introspección muy intenso para recordar?
--Recupero la memoria de las inyecciones cuando tengo que escribir el prólogo de Cuerpos, el libro de Anfibia que encargamos a quinces escritoras y escritores con textos sobre el cuerpo contemporáneo. Asumimos iban a ser textos cachondos y meses antes de la pandemia recibimos textos extremadamente dolorosos. Y como fue tan fuerte para mí leer las quince historias juntas, no surgió un prólogo; bajó como un ramalazo un rayo luminoso en aquella oscuridad y recordé exactamente el momento en donde era conducido a recibir esas inyecciones, el lugar adonde me llevaban, el auto de mi padre. Y escribí un texto que después fue un poema que integró ese libro. El germen de Testosterona fue un poema. Después tuve que escribir un ensayo sobre el futuro después del Covid-19 coordinado por Alejandro Grimson. Entonces me puse a leer a filósofos contemporáneos del fin del mundo como Donna Haraway y Paul B. Preciado. Luego es una escena de El tercer paraíso. Un recorrido: niñez, adolescencia, el descubrimiento del cuerpo, el camino de los mandatos, mucho Lacan y también búsquedas alternativas de autoconocimiento. Y finalmente el periodismo performático, el libro del cuerpo, el poema, el ensayo, la novela, la performance. Me preguntan cuándo empezó: toda la vida.
¿Tiene un sentido extra el hecho de que la performance se estrene en un contexto global de conservadurismos o es algo aleatorio?
--En el momento en el cual el tema vuelve, ya estaba claro que estábamos iniciando un camino de derechizaciones culturales y políticas. Fijate cómo la acusación de abyección que recibimos los homosexuales desde la Organización Mundial de la Salud (OMS) hasta que nos quitó el mote de enfermos en 1990; los modos de sanción del nazismo desde la década de 1930, primero hacia los homosexuales, no tanto sobre las lesbianas; no era lo mismo para los nazis un homosexual pasivo que uno activo. En esa objetualización quedamos atrapados. Históricamente nos remitimos al trauma universal del Holocausto y la objetualización de los homosexuales tratados como cosas o animales antes de la Segunda Guerra Mundial, porque el nazismo lo primero que hizo fue barrer con Eldorado, para luego en los campos de concentración inyectar testosterona a los presos homosexuales con el objetivo de convertirlos en heterosexuales, para reproducir soldados para la guerra. Y al uso de los laboratorios que producían la testosterona y otras hormonas para políticas eugenésicas que se desarrollaron en plena democracia estadounidense y a la vez en Rusia, del otro lado del Muro, en un profundo patriarcado ultramachista y homofóbico que tenía que sostener el binarismo de los géneros para reproducirse en el sistema político que fuera.
¿Pensaste en el uso que hacen las personas trans de la hormona?
--Eso está presente en la obra, en la investigación en progreso que es esta performance y en el libro aún no escrito. En mi propio mundo amoroso y afectivo lo no binario ocupa un espacio porque mis amigos y también mis amores han hecho transiciones que me han hecho desaprender el binarismo y cuestionarlo, porque tengo 53 años, y si bien fui precoz, para nuestra generación precoz era asumirse pasados los veinte años. Cuando entré en Página12, era el único gay, seguido después por Alejandro Ros. Parece que pasó mucho tiempo, pero es poco tiempo. En las marchas de las décadas de los años noventa los homosexuales y las lesbianas iban con una máscara a la Marcha del Orgullo. Uno mira hacia atrás y todo se vuelve confuso porque parece que los derechos conquistados son históricos y no, son tremendamente recientes. La emergencia de las personas no binarias en esta ruptura con el pacto femenino-masculino y con el mandato de identidad es lo más revolucionario que ha pasado en la última década. Me ha obligado a dar un nuevo salto de deconstrucción, y es una deconstrucción infinita. En el uso de la testosterona que hacen las personas que transicionan a varones trans o personas no binarias sin ánimo de masculinidad o feminidad o con ánimo de una masculinidad, hay algo bellísimo y poético que es el uso de la testosterona como una elección propia; todo lo contrario de lo que me ocurrió a mí. Y esta autoconstrucción, primero deconstrucción y luego autoconstrucción de una identidad, no tiene destino cierto. Algo del orden de la incertidumbre que se emparenta con esta otra incertidumbre global, universal que atravesamos donde lo incierto no tiene que ser un lugar de incomodidad. En la obra esto emerge como un modo de reconciliación con la propia sustancia, en el sentido de entender que la testosterona no es ni mala ni buena, ni masculina ni femenina, y que hay que sacarla del podio del reino de la masculinidad.
¿Hablaste con tus padres y verán la obra?
--Ellos están en Cipolletti, viven donde todo esto ocurrió. Estamos siendo muy cautos, demasiado para mi gusto, si bien desde su última visita todo el tiempo se hablaba de Testosterona, con la campaña en las redes sociales para que nos vayan a ver, mi hermano que trabaja en la comunicación de la obra, todo mi equipo hablando de la performance, yo yendo al ensayo todos los días. Soy respetuoso de los tiempos, pero me llegó el comentario de que querían verla y no sé si estoy preparado.
Pensé que previamente habías hecho un “trabajo de campo” con ellos.
--Intenté que mi madre aceptara contarme parcialmente lo que pasó. Pero mi padre insiste con que no recuerda nada. Lo mismo los archivos médicos; de hecho, lo pendiente es una investigación profunda de archivos médicos que permitan rastrear cómo se dio esta política eugenésica a lo largo del mundo. No sabemos cómo reconstruir el lazo entre lo que pasaba en la Segunda Guerra, cuando se comienza a usar como terapia de conversión, con la llegada a un pueblo perdido en la Patagonia en 1977, en plena dictadura militar, en donde había la sustancia, una pediatra, un “enfermo”, una psicóloga y unos padres que llevaban adelante esa terapia. Estamos ante un silencio inédito sobre una práctica que pasó de ser lo que se le hacía a un niño cuando mostraba modos, carácter, rasgos, apariencia de feminidad a la negación absoluta de la corporación médica de que esto haya ocurrido. Hablamos con un médico de más de setenta años que logramos que reconociera tácitamente que esto era una práctica. Pero como la OMS es palabra sagrada para la corporación médica, como lograron reconocer determinadas identidades como patologías psiquiátricas, el efecto no es sólo la negación: es la cerrazón absoluta a revisar esas prácticas. El silencio no solo habita a esos padres que llevaron a sus hijos para ser inyectados, sino también a los médicos y profesionales que recetaban la hormona y a los propios niños inyectados que hoy adultos siguen guardando esa experiencia en lo más profundo del trauma. Es un trauma inhabitable.
¿Estás acompañado en el escenario?
--Por un bailarín maravilloso que se llama Tomás de Jesús que encarna la idea de un asistente y colaborador de este narrador que va contando su historia pero también episodios de la historia botánica, donde aparece Carlos Linneo, Humboldt como gran expedicionario y su amante, chongos con los que estuve, novios e incluso un Rodolfo Walsh de taco alto. Bailamos, complotamos. Testosterona tiene el trabajo de la gran escenógrafa Mariana Tirantte, que ha construido lo que bauticé “el socotroco”, un pijón enorme de cinco metros por dos de alto, que pesa media tonelada y para moverlo se necesitan cuatro chongos hipertestorenados. Sobre esa superficie que encierra un secreto, se proyecta una narrativa visual a cargo de José Jiménez, Sebastián Angresano, María Elizagaray y Francesca Cantore. Y eso dialoga con la música de Sebastián Schachtel y la coreografía de Jazmín Titiunik. La clave es un trabajo en equipo donde hay talentos que se suman y que permiten tomar un riesgo. Esto tiene un sentido especial por ocurrir en medio de la peor crisis de la democracia que hayamos vivido desde la dictadura hasta ahora, con los derechos de la comunidad LGBTIQ amenazados, solo comparable con la dictadura de Pinochet de la que huyó mi familia.
¿Cuál era tu expectativa con el estreno en Chile?
--Para mí es una señal del destino. Yo soy un chileno apátrida que todo el tiempo quiere dejar de serlo, al margen de mis modos porteños. Voy a Chile todos los años, existe Anfibia Chile. De todos los festivales con los cuales hablamos para que lleven la obra, se dio el más difícil, Santiago a Mil. Carmen Romero, su directora, se emocionó con la temática. Estreno mundial en Chile y después está acordado llevarla al Teatro Solís, en Uruguay, y al festival Gabo en Colombia. Es una performance de una universalidad y una contemporaneidad tan evidente que quizás tengamos la suerte de dialogar con públicos diversos.
¿Qué opinás sobre la “derechización” que se vive en el país?
--La reacción conservadora no es más que una reversión de lo que eran el simple machismo, misoginia, homofobia y todos los modos que se plantean una matriz de la eliminación del otro. Tengo una mirada quizás clásica en la que lo masculino adhiere a un modo de organización económica. No hay que quedarse en la respuesta “nosotros no somos los malos”. Cada uno de los que militamos, adherimos, trabajamos en proyectos emancipatorios, que podríamos catalogar como progresismo, nos debemos una autocrítica de otro nivel. Me parece que esto nos debería poner pillos sobre los modos y maneras de interrelaciones que construimos. Me asusta la idea dicotómica entre lo uno y lo otro, o pensar que los votantes de Javier Milei son nuestros enemigos.
¿Y tu mirada sobre el periodismo en la Argentina?
--Se produce un recambio saludable, producto de Milei. Hay voces que se resignifican y se reconvierten y están en plena mutación. Hay un reacomodamiento del espacio mediático que se va a ir dando en los próximos dos años. Está la necesidad de escuchar lo imposible de escuchar de este filofascismo por vía democrática. En el reposicionamiento incluso de lo que podríamos llamar “Corea del centro” hay una vía saludable. En los espacios progresistas tenemos un desafío mayor.