Dedicado a todos mis compañeros y compañeras del Taller de Marcelo Scalona
Hace días que no puedo dormir bien. El calor es insoportable y el aire acondicionado está roto. Arreglarlo sale una fortuna, igual que la energía eléctrica, así que desistí de repararlo por ahora. Abrí la ventana y encendí un cigarrillo.
Rosario se volvió una ciudad ruidosa, pero algunas noches, como ésta, un silencio cálido gana las calles y sólo lo interrumpen tenues sonidos que embellecen esa calma. El maullido de un gato, el movimiento de las ramas de los árboles, el chirrido de una bicicleta que atraviesa la oscuridad. El insomnio es un misterio. Hay pocas metáforas tan claras como esa: lo que resistes persiste. Los ojos se caen de sueño, el cuerpo duele por todas partes pero no llegamos a dormirnos nunca. El reloj marca la imposibilidad de a segundos, de a minutos; llega la hora nueva y el proceso comienza otra vez. Quedan menos horas para descansar, el hilo del tiempo se va atando a pensamientos inútiles. Como una caña de pescar, la mente levanta ideas que nada tienen que ver con nada: pescados mordidos, descompuestos, basura que hay que volver a tirar al agua. Yo también pesco con esa caña maldita. ¿Justo ahora tengo que pensar qué voy a hacer de mi vida? ¿Con esta temperatura agobiante, sin aire acondicionado, tengo que decidir cuestiones importantes? No, no, no voy a permitir que el inconsciente me siga pegando. Una mente descansada piensa mejor.
Apago el cigarrillo en la maceta de la ventana y bajo a la cocina. Una luz preciosa ilumina la mesa. Me siento en una silla con la intención de aprovechar mi desvelo, transformar este agobio en algo útil. Quiero sacarle provecho a este insomnio tenaz. Intento con la cocina, don que no recibí a tiempo y es imposible de adquirir a mi edad. A las 3 de la mañana saco del horno un bizcochuelo extremadamente bajo, casi un pionono, pero bastante sabroso. Lo espolvoreo con azúcar impalpable; le falta una porción y la hermosa luz que insiste en hacer brillar mi mesa resalta su blancura. Me sirvo un vaso de agua helada y salgo al patio. Está bastante más fresco que en la cocina, corre una brisa leve. Ahora tengo más calor que antes y mucho menos sueño.
Rosario se volvió una ciudad peligrosa, aunque a veces uno tiene suerte y los hechos de inseguridad no se dan cerca. El parque es un escondite perfecto para gente que no está bien y tiene malas intenciones, por decirlo de alguna manera. Todavía es de noche y salir a caminar sería una locura, así que pienso qué otra cosa puedo hacer antes de caer rendida ante ese Morfeo que imagino enorme y contenedor. Decido leer. Tengo dos o tres libros dando vueltas por ahí, mordidos apenas, sin mucho interés, como para entretenerme mientras acomodo algunas baldosas flojas de mi vida. Intento con el best seller que me regalaron pero a la segunda hoja lo abandono con la intención de no volver a leerlo nunca más: no estoy en edad para darle la oportunidad a ningún autor que en un capítulo entero no haya podido atraparme. Tengo que seguir con otro porque no llego a leer todo lo que sí me interesa y está ahí afuera esperándome. ¡Adiós autor argentino contemporáneo, lo nuestro ya no será!, que te acojan otras manos y sean felices.
El fresco del patio mejoró notablemente mi ánimo y a pesar de que sigo sin poder dormir tengo la iniciativa de usar estas horas para ordenar el cajón de los cubiertos. Saco todo sobre la mesada y con un cigarrillo en una mano, como si fuera manca, voy guardando cuchara con cuchara, tenedor con tenedor. Encuentro cosas que no corresponden al rubro y las tiro a la basura. Son esas tareas de obse que me encanta hacer. Salen algunas estadísticas, como que guardo demasiados cuchillos y pocas cucharas de café. La tentación de abrir Instagram o Facebook va in crescendo, pero manejo esa ansiedad postmoderna con soltura, es algo un poco ajeno a mi generación, así que paso la idea como si fueran nubes en mi agotada mente.
Vuelve una charla con mi psicólogo, esa idea de por qué hago algunas cosas que me hacen mal y dejo de hacer otras que me harían tanto bien. Me doy explicaciones poco convincentes. ¿Estoy llegando al sueño? ¿Me estoy volviendo más tonta todavía? ¿Cómo no sé por qué hago lo que hago? Aturdida, cansada, acalorada, enciendo la computadora. Voy a escribir. Sí, hoy voy a escribir. Abro un archivo al que llamo “enero”, sólo eso, la primer palabra que apareció. Una llovizna anaranjada empieza a caer silenciosa, tímida, como si supiera que de presentarse de otra forma sería demasiada belleza para esa madrugada. Siento su perfume. Veo las gotas sobre las plantas, su brillo redondeado. La música de la tierra refrescándose. Y entiendo que lo único que tengo que hacer, es seguir escribiendo un poco más.
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