La historia no tiene un repertorio infinito de actos ni palabras, pero sí favorece diversas combinaciones. Se recordará que por eso, un célebre autor pudo decir que a veces lo que por primera vez es tragedia, la segunda será una farsa. Combinaciones de tonos diferentes, con elementos que están a disposición. ¿No sentimos algo de esa repetición pero a la vez de notorias diferencias entre el primer gobierno de Macri y éste, que de algún modo es el segundo suyo —desde las sombras— y, a la vez, el primero de un personaje insólito que no deja de producir materiales para ilustrar la desmesura y la crueldad? La repetición de nombres entre aquel grupo de ministros y este elenco gubernamental que mezcla trapisondas con altisonancia, antirepublicanismo y sumisión descarnada al capital, es un indicio.
En los inicios de 2016 asistíamos con honda preocupación a la persecución, aún no finalizada, del gobierno de Jujuy contra Milagro Sala; hoy la política represiva no es sólo parte estructural del programa de gobierno sino dimensión fundamental del show de legitimación del mismo. Por momentos, parece que agitar espantajos represivos y mostrar chivos expiatorios, son mecanismos para hacer tolerables los efectos dramáticos de la destrucción económica.
Todos los elementos estaban, salvo quizás la locura como clave, aunque el expresidente no se privó de declarar que si se volvía loco podía dañarnos mucho, y quizás ésta sea la clave de este retorno: la segunda vez como escena que no se priva de coquetear con la sinrazón, de poner en juego lógicas paranoides, de introducir un lenguaje en la escena política que desdeña el argumento para producir imágenes falsas. Quizás la historia se repite, una vez como tragedia y la otra de modo aún más sapiente o eficaz, encandilando a lxs contemporánexs con su burilada demencia farsesca.
Estaban los elementos pero cambió la velocidad. Aquí todo se hizo urgencia, atropellamiento a las instituciones, sustitución de la conversación política —incluso con aliados o posibles fuerzas aliadas— por emisión de agravios e intervenciones en las redes sociales. Trastabillan quienes quieren acompañar un programa con el cual tienen coincidencias de fondo pero que les exige el olvido de su propia dignidad y el opacamiento de sus trayectorias públicas para hacerlo. Sin embargo, aún en ese balbuceo que a veces los acomete, de saber que están acompañando un desdoroso remate de las riquezas nacionales y con modales extraídos de un bajofondo circense, prima en muchos de ellxs la aspiración a interrumpir la larga presencia del peronismo en la vida argentina. Invocan motivos de distinta índole, muchos de ellos comprensibles, enojos acumulados, críticas razonables, pero también la menos explícita idea de que hay que establecer una relación entre capital y trabajo que no se encuentre acotada o regulada por la mediación estatal. Por eso, el adversario dilecto en estos tiempos es el movimiento sindical y ahí no hay otro tiempo que la urgencia para actuar de modo defensivo, aún cuando esa acción redunde en el subrayado linchamiento mediático de los malos, feos y sucios de siempre. Los más orcos de los orcos.
La historia tiene un repertorio finito de actores, también de animales de compañía. Porque si aquellos que gobernaron en 2016 hicieron el chiste de sentar a un perro, Balcarce, en el sillón de Rivadavia; estos van del perro muerto que lidera desde el más allá a la novela de los perros clonados que serán enjaulados en la quinta presidencial. De Balcarce a los Conan.
Hace ocho años, un 19 de enero, Horacio González escribió “Meditaciones caninas” en este diario. Repasaba la coyuntura desde una voz en primera persona que era la del perro sentado en el sillón. El buen Balcarce, epígono o sustituto del presidente electo, cultivaba todos los giros de esa derecha: desde la defensa de los buitres o el desconocimiento de las paritarias hasta el reclamo de “terminar con los juicios”. Recordemos el tono de ese escrito: “La muchachada del parlamento va aceptando los decretos de necesidad y urgencia con buen ánimo, y los que no, se quedan en silencio. Y yo: ¡guau!” La escritura crítica encontraba en la ficción la vía para comprender lo absurdo que estaba reinando en la construcción de esa política.
Quizás como la advertencia del retorno loco era un indicio; el chiste macrista de colocar a un perro en el sillón de Rivadavia venía a trazar el camino para que se realice ya no como farsa sino como tragedia. Aquí estamos. Con un presidente que dijo obedecer a su perro muerto —¡oh, tanto que se habló de un filósofo tratado de ese modo, para descubrir ahora que tratar como perro muerto es también hacerlo fungir de sabio oráculo— y que ahora tiene varios clones de ese mismo animal, a los que llama hijitos. En su extraño modo de intervenir en la esfera pública, mostró fotos, en las redes sociales, de las jaulas que están acondicionando para esos que considera su progenie. Jaulas, sí. Con aire acondicionado, pero jaulas. En una quinta donde hay parque. Jaulas para que no se peleen entre sí y no agredan. Los hijitos. Si el otro jugó el chascarrillo de que hasta un perro puede gobernar este país —¡y así le fue!—; este interpela la imaginación pública con una propuesta feroz: los otrxs son peligrosxs (aun cuando sean nuestros hijitos) y la lógica de convivencia social sólo puede ser la de la exclusión, competencia y aislamiento. La intervención clonadora sobre la reproducción hace de la escena algo aún más inquietante: no estaríamos ante la agresividad instintiva, si es que ésta existe, sino ante la programada recreación de una especie.
Es imposible no temer ante una escena así, en la que el cautiverio, la ciencia aplicada a un nuevo mercado, la palabra libertad subrayada mientras se muestran jaulas, se enlazan con el discurso político más general, que sostiene que toda disidencia puede ser acallada, toda diferencia suprimida y el pensamiento sustituido por un coro de ladridos.