1978, la previa del mundial.

¿Te acordás la cantidad de fotos que nos sacaba la tía? En esa estábamos todas “tus ángeles” con un bebé encima. A esa cristalización de un pasado que, por mujeres nos predestinaba, le faltaba tu voz marcando el paso por el walkie talkie de madera que nos habías fabricado a cada una de nosotras, para mandar las órdenes. Pero ni falta que hacía.

Aún hoy martilla la cabeza como un eco sin tiempo y sin remitente.

Las misiones duraban una vuelta a la manzana en bici, y teníamos que reportarnos a Charlie con el objetivo cumplido para que finalizara el capítulo. Sobre el escritorio que te armabas en el patio ponías la GE AM portátil y desparramabas algunos papeles escritos que te hacían parecer importante. Desde ahí dabas las instrucciones y armabas las recorridas que nos catapultaban a pedalear como locas, para volver contra reloj al mismo lugar donde la tata Armanda nos dejaba los rosquitos – alguna vez fue real y no un recuerdo – en un platito con el borde cuarteado, cubiertos de azúcar impalpable para que secara la masa. Para cuando “tus ángeles” llegábamos, ni rastro de Charlie; y muy pocos de los rosquitos. Nos alcanzaba con el olor a las cascaritas de limón mezcladas con grasa, y unos restos de miga con polvito blanco que recogíamos con los dedos húmedos de saliva.

Por aquel entonces no vislumbrábamos un acto de subordinación y gula, sino más bien un par consecuencias signadas por la suerte. Por ser el único varón, te autoasignabas el papel principal; te disponías a alienarte en esa voz radiofónica, mientras la boca se tragaba toda la utilería.

Ok, no estás en la foto, y el lugar no me recuerda a nada en particular. Seguramente no lo haya sido, y por eso te sorprendimos.

A mí me ponían esa pollera que no me dejaba tirarme como el Pato Fillol sin que se me viera la bombacha. Todas estábamos con polleras; pero yo sola sufría esa especie de contradicción que todavía no resolví, entre ser Farrah Fawcett Majors o atajar como el Pato Fillol. El resto de las chicas podía deshabitar un personaje para darle paso al otro.

Y la Leila lo tuvo siempre bien claro. Fue la única, tan segura de sí misma, que no precisó de ningún personaje. Por eso no le importó desafiarte. ¿Te acordás que no había manera de explicarle que tenía que elegir “a un ángel”, y durante el mundial, a “un jugador”? No es que no entendiera, no se ajustaba.

Con “los ángeles de Charlie” desarmaba sin darse cuenta la disputa -que la diferencia numérica entre cinco mujeres, y tres ángeles para protagonizar, hubiera desatado por sí sola- queriendo ser el detective John Bosley, del que nadie prácticamente tenía registro.

-Leila, sos mujer -le insistíamos- no podés ser John Bosley.

-Pero a mí no me importa, porque tengo su misma frente y su color de pelo -decía.

Y al final un poco por cansancio y otro poco por conveniencia -aprovechando la contingencia de que en la segunda temporada Jill Munroe fue reemplazada por su hermana Kris- armábamos una remake con un equipo de cuatro ángeles en vez de tres. Donde las dos hermanas trabajaban juntas, y las cinco hacíamos un intento desmedido para que John Bosley tuviera algo más de protagonismo que en el oríginal.

Pero cuando la temática era el fútbol, y le mostrábamos las figuritas del chupi para que eligiera a algún jugador, ella decía:

-Perro.

-No Leila, no podés ser un perro, tenés que ser un jugador. Mirá… está Leopoldo Jacinto Luque, Olguín, o Ardiles que es un buen defensor. Vos sos alta. Serías un buen defensor -los mejores ya los habíamos elegido nosotras, y vos eras el DT- dale Leila, elegí alguno. Ortiz tiene el mismo pelo que vos…

-No me gusta Ortiz. Bueno, entonces soy Pipino Cuevas

-Pero Pipino Cuevas no juega el mundial 78, además es un boxeador, Leila.

-¡Pipino Cuevas o Perro!

Y no nos quedaba otra que conformarnos con un boxeador en el equipo. Era eso, o un perro.

Lo bueno del mundial es que nos liberó por un tiempo de los estereotipos del género para travestirnos un poco a todas. Incluso a vos te dio un cuerpo, una imagen que te humanizó. Tres puchos prendidos en cada mano, y el atado que figurabas con la cajita de las doce fibras sylvapen. Pasaste de Charlie, un facho invisible; a Menotti, un facho visibilizado. Y nosotras de “ángeles y madres”; a una fantaseada cancha de once, desde cuyas tribunas una “barra bullanguera”, ahogaría el grito anónimo de otras madres y algunos -todavía- ángeles.

Tampoco vimos el horror. Después de cada partido ganado salíamos hasta el monumento a festejar. Íbamos todos, desde mi abuela hasta el Gonzi que todavía era un bebé, amuchados en la caja del rastrojero haciendo flamear las banderitas de plástico que nos repartían en la escuela. Hasta participamos en el acto de apertura en la cancha de Central. Shorcito negro y remerita blanca o celeste de piqué, depende qué franja de la bandera te tocara. Entrábamos intercalados, chicos y chicas, en fila perfecta de menor a mayor -que para eso estaban iluminados los organizadores- trotando con la intro de la música del mundial. Teníamos toda la parte cantada para formar las figuras que terminaban con las letras y el símbolo de Argentina '78. Solamente había que tener mucho cuidado en estar siempre bien alineados y copiar todos los movimientos del de adelante sin excepción y sin pensar en más nada; y todo te salía bien -que para la obediencia debida ya estábamos entrenadas.

¡Tus ángeles, las que rumiábamos la esperanza de ser algún día como vos, que ese día habías conseguido estar en la cabina!

Y nos hubiera salido bien si no hubiera sido por la Leila, que en la parte que la canción decía “luciendo siempre sobre la ambición y la ansiedad, temple y dignidad”, decidió no seguir los pasos del que tenía adelante porque estaba cansada y se fue a sentar. Para el acto de cierre ya no nos llamaron.

Nos perdimos la medalla y el prendedor del gauchito que te regalaban, pero en esa temporada tocamos el cielo con las manos. Logramos abrir nuestros candados de polleras y skippys plásticas, para mostrar orgullosas contenidas en las Lingotti de cuero de dos rayas y un triángulo escaleno; las patas moretoneadas que pisaban la Pulpito N° 3, en vez de cargar al niño.

Cambiamos la foto por otra. Paso a nombrar de izquierda a derecha, y de abajo hacia arriba:

La Mayra, arrodillada como el Conejo Tarantini; al lado yo, en el medio con una remera verde número 5, la del Pato Fillol; a mi derecha mi hermana, con el flequillo y el corte del Matador Mario Alberto Kempes. Arriba la Lauri que era desabrida como un huevo sin sal, pero no importaba, tenía el porte de Passarella; y a su derecha la Leila, Pipino Cuevas, parada con las patas abiertas y los puños en posición defensiva, como un cinturón mundial de peso wélter.

En esta tampoco saliste. Nos dijiste que te estaban haciendo un reportaje.