Mis pensamientos vibran. El mundo que me rodea se vuelve extraño, lejano. Todo lo siento fuera y dentro de mi. ¿Me estaré volviendo loca? Un instante se puede convertir en una eternidad insoportable. Emi se aturde. Los sonidos son demasiado intensos. Se le acelera el pulso y pierde el equilibrio en la calle. El dice que la ciudad colapsada de información y ruido hace de nuestros mundos, mundos invivibles. María me dijo "de repente tiemblo, siento como si el mundo se estuviera moviendo". Percibe el rotar de la tierra. Un miedo catatónico la desespera. Me habla de su tío desaparecido y de que son tiempos donde los fantasmas del pasado se vuelven demasiado presentes. A Sergio le falta la respiración. No hay salida. Está encerrado. El trabajo en el ministerio se volvió una pesadilla ("aunque suene paranoico, sé que me vigilan"). Milena no duerme. Solo piensa. "Estoy espantada". Ya me había hablado de su preocupación constante a quedarse sin el departamento donde vive, por no poder pagar el alquiler.
En 1895 Freud escribió en Sobre la justificación de separar de la Neurastenia un determinado síndrome en calidad de neurosis de angustia, que los ataques de angustia, llamados hoy ataques de pánico, irrumpen y consisten en un sentimiento de angustia sin ningún tipo de representación asociada, en la sensación de aniquilación de la vida, amenaza a volverse loco, o percibir una serie de perturbaciones corporales, insomnio, aturdimiento, etc. En el DSM V, última versión del Manual Diagnóstico y Estadístico de trastornos mentales, lanzado por la Asociación Americana de Psiquiatría, qua para nada es de mi agrado ni apreciación, se indica que las crisis de angustia afecta al 11 por ciento de la población en un año. Y que las mujeres lo sufren, con una frecuencia aproximada, 2 veces mayor que los varones. Pero el pánico no es un problema solo individual y biográfico, sino también una cuestión colectiva. El problema de la individualización diagnóstica es que cuando el sufrimiento anímico y psíquico es entendido como algo que no dice nada sobre nuestros mundos e historias particulares o nuestras vidas en común, los malestares son vividos como patologías.
Los ataques de pánico son también la manifestación particular de un trauma social. El cuerpo se pone siempre: nuestro territorio histórico y libidinal. Lo que no se puede nombrar inunda de afecto al cuerpo. Hay cosas que son irrepresentables. El pánico por un lado separa, individualiza. En su presencia más terrorífica produce un estado de sin salida y experiencia de encerrona. Desafiliación al mundo. Y deja impedida la posibilidad de composición. Solo encerrado como pura vibración sin decir nada vuelve a una vida individual e invivible. Del pánico no se habla. Pero en esa vibración del ataque de pánico hay una fuerza de la que hay que apropiarse. Hay un saber sobre nuestra vida que hay que escuchar. Un saber político no ideológico. Un modo de lectura del mundo. Enuncia coordenadas que componen y enlazan cuándo se lo deja hablar. ¿Qué dice el pánico? Que hay cosas terribles, miedos que nos hacen temblar y grandes angustias. Que el mundo está cambiando, que los sentidos rotan. Que hay soledades insoportables, espantos biográficos e históricos. Y hay también modos crueles e individualistas de vivir y dejar morir.
El pánico, separado de su saber, y desapropiado de sus fuerzas se vuelve solo una etiqueta y territorio de mercantilización. Siendo la cura, el apaciguamiento, la sedación, la única salida ante grandes sufrimientos.
Una amiga, que también sufre como yo, me muestra un fragmento del libro Los espantos: Estética y posdictadura de la filósofa argentina Silvia Schwarzböck. El texto dice: “como han quedado del lado de las vencedores, ninguna de esas mujeres puede pensar los espantos, aunque sí pueden llegar a verlos, sobre todo si enloquecen a tiempo” Los espantos, dice la autora, encarnan los efectos terribles de lo postdictatorial. Afirma que son los efectos políticos, sociales y culturales de la gran derrota: las “vidas de derecha” son las imposibilitadas de pensar, sentir, imaginar otros modos de sociedad. Sin quedar del lado de lxs vencedorxs, ni creer que todas las vidas sean vidas de derecha, pareciera que nuestros pánicos son los espantos que se ven cuando nadie mira, que se sienten cuándo el terror no se pueden nombrar.
Si el acontecimiento en lo común no sucede, no desborda los sentidos, los sentidos se desbordan individualmente sin el común. Entonces la encerrona es vivida en nuestros estados de ánimo, en nuestra psiquis, en nuestros modos de pensar y de sentir. Como dice Schwarzböck, lo que no se puede pensar ni decir, se siente como espanto. Y entonces pienso en Emi, en Maria, en Sergio, en Maru, en mí y en la comunidad de panicosxs. Y pienso que el pánico como modo sintomático estrella, puede ser leído también como efectos de un trauma intergeneracional.
Entre la dictadura, la instalación del neoliberalismo, la pandemia y el gobierno actual. Los efectos operan entre una economía desregulada, un individualismo atroz, la precarización cada vez más honda, la sobreinformación constante a través de las redes y nuestros ataques de angustia que denuncian el problema de nuestros modos de producir existencia. Es un rechazo al statu quo. Y es, en esa inadecuación afectiva, donde se conjura una resistencia política, vital. Como dije antes, un modo vibracional de lectura de mundo, de enunciación de coordenadas. ¿Acaso una insurgencia inhibida? ¿El pánico es el inverso de poder imaginar radicalmente otra vida en común? Una vida otra, donde se ponga en el horizonte, en nuestros futuros compartidos la posibilidad de empezar a diseñar una existencia más justa para todxs.