El cuento por su autor
El cielo sobre Berlín, de Wim Wenders, postula el deseo de los ángeles por volverse humanos, acaso como un triunfo inquietante de la carne sobre el puro espíritu.
Acompañando a los ángeles de Wenders, revoloteaban en mis pensamientos, entre otras criaturas, personas habitadas por demonios parásitos y muertos en descomposición resucitados a través de la magia.
La imagen de los cuerpos colgados en perchas a la manera de trajes apareció sin una razón que pueda descifrar por ahora y supongo que sirvió de chispa para que surgieran “Los alojados”. El resto fue ponerlos en marcha, observar sus características y seguirlos para ver a dónde iban.
En un principio quise privarlos de maldad y daño: espíritus solo afanosos de cuerpos en desuso para experimentar el mundo material. Pero a las pocas líneas tomaron el timón y buscaron su propio rumbo.
Los alojados
Margarita Salinas, una vieja amiga, me llamó y me preguntó si podía visitarla. Parecía preocupada y lo atribuí a que su hermano Rafael había estado al borde de la muerte.
Llegué a las cuatro y media. Margarita, habitualmente espléndida en sonrisas y piel tersa, estaba ojerosa y demacrada. Pasamos a un cuarto vidriado donde nos esperaba la mesa con el té servido.
Se sentó en uno de los sillones y yo ocupé otro enfrente. Se alisó la falda con las manos en un movimiento elegante que terminó en sus piernas, y pude escuchar el susurro de sus medias transparentes.
–Supe que estuviste viajando –me dijo, casi distraída.
–Unos días –respondí–. ¿Cómo has estado?
–No fue fácil.
–¿Rafael?
–Mejor. ¿Una taza de té?
En el jardín apareció un picaflor y empezó a merodear las hortensias.
–Siempre viene –comentó Margarita–. Todas las tardes a esta hora.
–¿Cómo saber si es el mismo?
–Es el mismo –aseguró con amabilidad tajante y suspiró–. ¿Qué tal tu viaje?
Le conté que solo había ido a Puerto Madryn para un congreso y después había aprovechado para recorrer un poco la Patagonia.
Sobre el césped de dichondras aterrizó un benteveo y comenzó a escarbar. Atardecía, los colores se atenuaban.
Levanté mi taza y con cautela bebí un sorbo de té, todavía muy caliente.
–Es una infusión que Rafael trajo de Asia alguna vez. Laos, creo. O Camboya. Siempre confundo esos países. Tiene mandarina y cardamomo.
–Delicioso –dije.
Los dos callamos por unos segundos. De repente, suspiró:
–Ese no es mi hermano.
Antes de comprender el significado, me sorprendió la contundencia de la afirmación. Recién después de unos segundos pude descifrar la línea. Me desconcertó tanto que pensé que había escuchado mal.
–No es Rafael –insistió.
Quedé en silencio esperando que continuara. Quizá la madre le había revelado que era adoptado o hijo de diferente padre.
Ella se cubrió la cara con las manos y comenzó a llorar. En seguida deslizó sus dedos por los cabellos en un gesto ambiguo, como si se peinara con fuerza o se controlara para no arrancárselos. Me senté a su lado y la abracé.
–¿Qué pasa?
–Nada –dijo y se recompuso–. Debo de ser yo, que estoy más sensible luego de su enfermedad.
Y de pronto añadió:
–Esna ni dor forsat. Basnat.
La contemplé extrañado.
–¿Qué?
–Se comporta distinto. Como si estuviera aquí y al mismo tiempo en otra parte. No recuerda cosas de nuestra infancia. Si yo intento indagar, se queda inmóvil, como un animal atento a los ruidos del bosque, con la mirada fija en un punto invisible.
–Han sufrido mucho –dije y le tomé la mano–. Es posible que las secuelas de la enfermedad persistan.
Margarita se volvió hacia mí.
–Marcos, Rafael debería estar muerto –sentenció–. Se supone que no podía sobrevivir.
Quedamos en silencio un rato. El sol iba declinando y el jardín se encendía con reflejos entre el follaje. La situación estaba tornándose incómoda.
–Una tarde, él estaba aquí mismo, solo, y yo lo miraba. De pronto dijo: "Esna ni dor forsat. Basnat”. Como si hablara con alguien.
–No sé qué significa.
–Yo tampoco. Y Rafael no hablaba ninguna lengua más que el castellano.
–¿Estás segura?
–¿Cómo no voy a estar segura? Es, o era mi hermano.
–Me refiero a si estás segura de que dijo eso. Quizá dijo otra cosa y entendiste mal.
Suspiró.
–Quizá. Hablemos de otro tema, ya te molesté suficiente con mis locuras.
Pareció tranquilizarse. Me preguntó por mi madre y me pidió que le enviara su cariño. Luego quiso saber de mi trabajo. Empecé a contarle que me habían nombrado profesor adjunto en la cátedra de poesía argentina y me interrumpió:
–Rafael estuvo muerto casi dos horas. Resucitó.
–Dos horas –repetí–. Es imposible.
–Eso me dijo el médico. Él mismo no podía creerlo. Tengo la seguridad de que mamá comparte mis inquietudes, pero no quiere aceptar que pasa algo raro. Marcos, ¿podrás ayudarme?
En ese instante entró Rafael. Margarita y yo nos separamos.
Ella le dijo:
–Es Marcos, mi amigo.
Rafael avanzó con paso inseguro y sonrió.
–Claro –afirmó y me tendió la mano. Se la estreché con afecto, pero el apretón duró más de la formalidad del caso y me pareció que no quería soltarme. Por el contrario, movía los dedos como acariciándome.
Me deshice de su mano con discreto esfuerzo. Él me miró asombrado y después se contempló la yema de los dedos.
–¿Cómo estás, querido Rafael? –pregunté.
–Perfectamente bien –contestó sin dejar de sonreír. Imaginé que era su enfática respuesta de costumbre ante las preocupaciones de la hermana.
Margarita dijo que debía hacer unas llamadas y se retiró. Su propósito sin duda era dejarme a solas con él para que lo observara.
Rafael no me dirigió más la palabra. Cada tanto acariciaba el tapizado del sillón o sacaba la lengua levantando la cabeza, como si deseara saborear el aire.
***
Mi padre era aficionado a las ciencias ocultas y después de que falleció seguí en contacto con varias personas de su grupo. Especialmente con Salvador Jaramillo, un hombre al que no había visto en mi vida, pero que de vez en cuando me solicitaba datos sobre los libros y revistas de papá.
Estaba tan confundido con el caso de Rafael, Margarita empeoraba día a día en su agotamiento y angustia, que le escribí unas líneas para consultarle. Me respondió en seguida. Entró en la ventana del chat y me pidió que le detallara la situación. Le referí lo que había visto en persona y lo que me había contado mi amiga. Como a los cinco minutos escribió:
–¿Puede venir a mi casa? Así conversamos mejor.
Sospeché que el tiempo que demoró en contestar no era inocente. Acaso se preocupó por lo que le relaté o fue a buscar información.
Acordamos que lo visitaría al día siguiente y me pasó la dirección de su domicilio.
***
Una muchacha me condujo al jardín entre las últimas luces de la tarde y me señaló al hombre que fumaba junto a una mata de madreselvas. Un aroma dulzón y nauseabundo se mezclaba con el de las flores.
–Es un tabaco que fabrican en Indonesia con clavo de olor –dijo el hombre, como si pudiera imaginar lo que yo sentía.
Dio una larga calada al cigarrillo. La brasa se intensificó y le iluminó el rostro. En esos dos segundos en que pude verlo no me pareció tan viejo como yo había supuesto.
–¿Ha escuchado hablar de los alojados? –preguntó.
–No recuerdo.
Aspiró de nuevo el cigarrillo en una pitada final y lo apagó en el pasto.
–Recordaría si hubiese oído de ellos, créame. Es una antigua teoría. Se conjetura que hay espíritus que viven entre nosotros. No se sabe si son almas nostálgicas o seres que han nacido sin cuerpo desde el principio y que penan el eterno deseo de la materia. Los alojados sienten la necesidad de lo físico. No son malvados. No matan, o al menos no hay seguridad de que lo hagan, solo ocupan los cuerpos de las personas que acaban de morir y navegan para sentir aquello que les está vedado: los sabores, las texturas, los perfumes, los colores, los sonidos. En algunas culturas, cuando se ve a un hombre en estado de contemplación, se dice que es un alojado, porque se lo relaciona con estos espíritus ocupantes en pleno éxtasis, concentrados en percepciones sensoriales.
–¿Tripulan cuerpos muertos?
–Aparentemente se introducen antes de que los tejidos dejen de funcionar. Se distinguirían en eso de los zombies quienes, según la creencia, son organismos en putrefacción.
Levantó un libro que tenía apoyado en el suelo junto a sus pies y me lo alcanzó.
–El escocés J. F. Sinclair escribió un cuento que habla de los alojados. No es de gran valor literario y lamentablemente solo se conservan fragmentos. Llévelo, puede devolvérmelo otro día.
Le agradecí y me retiré.
***
El volumen consistía en una antología del mismo Salvador Jaramillo que reunía distintas piezas: relatos sobre experiencias paranormales, dos o tres ensayos, y algunos despojos del cuento manuscrito de Sinclair rescatados del incendio que, según la biografía, abrasó la casa del autor con él adentro.
El texto, sin título, era este:
Los espíritus se reunieron en el galpón abandonado de las afueras, que habían tomado desde un tiempo sin cálculo.
Asram habló:
–Iremos pronto a una gran ciudad a buscar nuevos.
–¿Para qué? –preguntó Salim–. Tenemos suficientes aquí. Se hace difícil mantener a los que hay.
Los cuerpos estaban colgados en soportes como percheros. Eran aproximadamente diez entre niños y adultos.
–Mira –dijo Salim señalando a una mujer joven–. Está pudriéndose.
Asram se revolvió molesto, como un remolino de aire.
–Estos ya no me producen sensaciones. Harto de la niña buena que debe hacerles caso a los adultos y no puede trepar a los árboles, o el viejo diabético al que su familia no deja probar los dulces.
Se refería a Jocelyn Fisher que había caído de la punta de un pino y se había quebrado el cuello y a Maurice J. Watt, quien había fallecido de un pico de presión.
–Necesitamos personas sanas, independientes, y que no tengan parientes fastidiosos que las controlen –continuó Asram.
Seis espíritus más apoyaron las palabras.
–Las personas sanas no mueren –observó Salim.
Asram replicó:
–Quizá sea tiempo de cambiar nuestros hábitos de búsqueda.
–¿A qué te refieres? –preguntó Salim, aunque ya suponía la respuesta. Desde el principio había existido esta discusión entre los alojados.
Asram dijo:
–Elegiremos personas atractivas, vivas y saludables, y luego veremos cómo tomarlas.
–¡No podemos hacer eso! –aulló Salim–. ¡No está permitido!
–¿Y quién podría impedirlo? –inquirió soberbio Asram–. Ninguno de nosotros es más poderoso que el otro. Nuestras fuerzas son iguales.
–Estamos bien así, Asram, no es necesario matar.
–Eso dices tú, que eres un espíritu conservador y mediocre. Quédate con estos cuerpos gastados. Nosotros partiremos a las grandes ciudades.
Salim se opuso, protestó, intentó convencerlos, pero un grupo numeroso de los espíritus ya había tomado la decisión.
–Esna ni dor forsat. Basnat –gruñó amenazante, mientras veinte o más alojados salían del galpón y se perdían en la noche.
Salim quedó solo con otros dos, Becur y Tat, y les dijo:
–Hay que hacer andar pronto los cuerpos para que se alimenten y no se descompongan. Urge sobre todo la niña Jocelyn a quien extrañarán en el orfanato si no la ven pronto. Luego hablaremos de esto que pasó.
Se introdujeron en tres cadáveres que pendían de los soportes, como si habitaran un guante. Salieron al campo y tomaron el camino hacia el pueblo.
***
Eso era todo. Supuse que en las siguientes líneas Sinclair describiría el comportamiento de los espíritus dentro de los cuerpos intrusados. Se ignoraba si el cuento era breve o extenso, si los alojados rebeldes regresaban o si había una batalla.
Antes de acostarme vi que Salvador estaba en el chat. Me senté a la computadora y le escribí.
–Buenas noches.
–Sospecho que leyó el texto de Sinclair.
–Lo leí. Tengo algunas preguntas.
–Adelante.
–Si la teoría de los alojados fuera cierta, podría haber cientos de miles entre nosotros, estaríamos compartiendo el planeta con personas muertas.
–Se cree que son pocos, unos cincuenta, quizá menos, y no pueden ocupar más de un cuerpo a la vez.
–¿Dónde se encuentra esa información?
–En la tradición paranormal. No hay precisiones. Pueden, claro, confundirse con endemoniados.
Por algunos segundos, ninguno escribió nada. Luego él agregó:
–Su padre afirmaba haber conocido a un alojado.
–¿Mi padre?
–Decía que trató con él unas horas. Lo describió como si su espíritu estuviera entre dos dimensiones. No detectó violencia ni maldad. Solo concentración extrema.
En un escalofrío, presentí que algo me conectaba estrechamente con Rafael.
–¿Y los espíritus rebeldes, que en el cuento estaban dispuestos a matar con tal de navegar en cuerpos sanos?
–Que sepamos, solo existe la referencia de Sinclair. Es una teoría dentro de otra, también improbable.
No pregunté más, con los pocos datos que tenía, decidí visitar de nuevo a los Salinas.
***
Mientras esperaba que Margarita bajara de su habitación, fui hasta la sala. Sabía que a Rafael le gustaba ese lugar, acaso por los colores del jardín que percibía a través de los cristales.
Allí estaba, no diría ausente; por el contrario, en extremo concentrado. El aroma de las rosas se colaba por las ventanas entreabiertas. Afuera, una brisa hacía temblar levemente las calas.
–Rafael –llamé.
Giró lentamente, como si fuera un astro describiendo su órbita. Me miró, ignoro si me reconoció.
–¿Cómo estás? –pregunté.
Sonrió, pero no respondió.
–¿Salim? –añadí–. ¿Conoces a Salim?
Abrió los ojos con desmesura y retrocedió. Me acerqué y susurré en su oído aquellas palabras cuyo significado desconocía:
-Esna ni dor forsat. Basnat.
Al escucharme, Rafael gritó y se desplomó sobre el piso, se contorsionaba como si tuviera un ataque de epilepsia. Me puse en cuclillas y le toqué el hombro.
–Salim o quien seas –dije–. Guardaré tu secreto para no preocupar a Margarita. Sé que no mataste a Rafael, él ya había muerto cuando lo tomaste.
Me puse de pie y lo ayudé a incorporarse. Margarita entró en la sala; Rafael se hallaba todavía un poco agitado, pero más tranquilo de ánimo.
Mi amiga me saludó intrigada y le hice un gesto indicando que todo estaba bien.
Charlamos un rato, mientras su hermano parecía alucinarse otra vez con la luz que ingresaba desde la ventana.
***
Partí pasadas las ocho, fui a mi departamento y preparé algo de comer. Cené mecánicamente frente al televisor encendido. El plato usado quedó en la pileta, sin lavar. Me recuerdo mal acostado en el sofá, rendido por las emociones y, al mismo tiempo, incapaz de entregarme al reposo.
Creo haber caído a la madrugada en un sueño intranquilo. Me despertó la llamada. Abrí un ojo y vi el celular vibrando sobre la mesa ratona. Atendí y escuché la voz de Margarita, que sentí más ronca:
–¿Marcos?
–Sí -respondí.
–Soy Asram –informó–. Dejo el cadáver de Rafael sobre la alfombra. Después de nuestro encuentro de ayer tuve que apurar los tiempos. Pero valió la pena. El cuerpo de Margarita es perfecto para navegar.