El cuento por su autor

"Tu triunfo de ayer” forma parte de mi libro Así los trata la muerte (Alfaguara, 2021), que cruza la ficción histórica con la imaginación fantástica y sobrenatural. Aunque los cuentos remiten al pasado terreno de sus protagonistas, se narran desde sus “posvidas” o “posmuertes”.

Escribir esta obra fue para mí un punto de llegada y de síntesis; implicó revisitar épocas y espacios, invocar a figuras que estuvieron en el centro de mis investigaciones y de mis novelas, como Victoria Ocampo (Las libres del Sur), Lucio V. Mansilla (La pasión de los nómades) y Eduarda Mansilla (Una mujer de fin de siglo). Pero también hay acá nuevos invitados, algunos de ellos no precisamente escritores ni amantes de la vida intelectual. Ese es el caso del héroe o antihéroe del relato de hoy, el millonario y playboy “Macoco” Álzaga Unzué, al que los argentinos le debemos algún polémico legado, como el de la frase “tirando manteca al techo”. Se dijo, igualmente, que su vida inspiró al historietista Dante Quinterno en la creación del personaje Isidorito Cañones.

Macoco cumple de manera ejemplar un presupuesto constructor del libro: que la Muerte nos trata por igual, no solo porque todos los humanos somos mortales, sino porque estamos inexorablemente atados a las consecuencias de nuestras elecciones y nuestros actos. Si hubiera un más allá, si existiera alguna forma de Cielo, Purgatorio o Infierno, nos acostaríamos en la cama que tendimos, como dice el proverbio. O nos administrarían nuestra propia medicina. Eso precisamente le pasa a Macoco, que ya había empezado a pagar en la Tierra sus excesos y derroches.

El cuento narra alguna de sus aventuras (o desventuras) tragicómicas en el trasmundo que supo conseguir, donde purga deudas propias pero que también representan, en parte, prejuicios y conductas de su generación, estrato social y género. No todos los caminos se cierran en su más allá. A veces se abren espacios de autoconciencia, de reparación o redención.

Esta versión especial para Verano 12 omite, por razones de espacio, una parte dedicada a la relación de Macoco con su prima Bebita (la prometida abandonada), que se toma en la historia completa una merecida revancha.

Tu triunfo de ayer

Pobre shusheta, tu triunfo de ayer
hoy es la causa de tu padecer..

Shusheta, tango de Juan Carlos Cobián y Enrique Cadícamo

                                                                                    I

La nariz respingada cata el aire nocturno. Ya no hay trazas de desinfectante mezclado con el amoníaco del orín. Desaparecieron las sábanas percudidas, que trasudaban lavandina y antibióticos. También el dolor.

Los tristes efluvios de la clínica han sido reemplazados por aromas celestiales: un mix de perfumes franceses de alta gama, fragancia de habanos legítimos y sobre todo de inconfundibles cigarrillos marca Melek. Un dejo de haschisch promete viajes locos, cabalgando potrancas forradas en satén.

Abre los ojos.

La puerta del paraíso está ahí, en efecto. A un lado y al otro, hay espejos donde se ve reflejado de cuerpo entero. El esmoquin resplandeciente, tan ceñido como lo permite su contextura robusta, contrasta con la pechera blanquísima. El pelo engominado, partido en raya al medio, forma otra vez un casco compacto sobre el cráneo. Los ojos celestes todo lo miran, altivos, desde su imagen embellecida.

La barra completa de sus amigos y seguidores ya debe de estar adentro, esperándolo. Sin duda se merecen acompañarlo también de este otro lado, donde la eternidad será una fiesta. Su último pedido a un Dios en quien nunca dejó de creer (comprensivo, siempre indulgente como Felicito, el hermano mayor y casi padre), parece haber sido escuchado y cumplido a su entera satisfacción: un Cielo igual al mundo tal como fue la década maravillosa entre sus veinte y sus treinta años.

Sin embargo, el portero con faldones y gorra se demora extrañamente en abrirle el paso. Lo mira, insolente, de arriba abajo, sin la sonrisa y la inclinación acostumbradas, y al fin le hace un seco gesto de avance.

El Royal Pigalle está en su época de oro. Las sillas, las mesas, el escenario de la orquesta, la pista de baile, los discretos reservados para el placer que dura un instante, los cortinajes suntuosos. Pero algo falta. Los muchachos, los amigos del alma, no se sientan en la mesa que ocupaban cuando él hacía cerrar el Pigalle. Cuando la orquesta, la vajilla, los muebles, los mozos y las bataclanas, se volvían tan dóciles como objetos personales y funcionaban solo para ellos como muñecos a cuerda.

Se restriega los ojos, alucinado ante los espejismos del más allá. En la mesa especial, descubre con horror, hay otra clase de público. Está llena de mujeres y no precisamente de coperas. Son las hermanas de esos muchachos y las amigas de sus propias hermanas. “Niñas” de las mejores familias que ya vaciaron, como si nada, tres o cuatro botellas de Roederer y de Cordon Rouge.

Una voz de espeso acento ibérico se oye a sus espaldas.

--¡Oye, tú! ¡Macaco! ¡O Macoco, o como te llames! Que las niñas han venido a divertirse, no a papar moscas. Dicen que eres el mejor bailarín…y el que mejor hace otras cosas también, así que vas y te pones a su disposición ahora mismo. No escatiman en gastos. Si quedan conformes te puedes ganar unas buenas propinas.

La mujer que así lo apostrofa parece la hermana melliza de su mandona tía Cochonga (doña Concepción del Corazón de Jesús) en sus años de madurez.

--¿No, no se encuentra el señor Gaitán?— alcanza a musitar.

--¿Mi marido? Está en casa, ocupándose de sus labores. Ahora tenemos una nueva administración. La antigua no era muy eficiente. Vamos, bombón, a lo tuyo.

Con pasos de autómata teledirigido, Martín Máximo Pablo de Álzaga Unzué (“Macoco”, para su padre y para casi todos) se encamina hacia la mesa de las “niñas”, que no parecen reconocerlo: Titina, Cotita, Nené, Petite, Teresita, Maricel, Elvira, lo envuelven en desprejuiciadas volutas de ámbar. Petite, quizá para compensar con audacias su escaso tamaño, mordisquea un habano.

--Qué lomazo tiene este nuevo.

--Lindo potro para la doma.

--¿Te parece? Ya debe de haber corrido sus buenos galopes. Estará amansado.

El coro impúdico estalla en carcajadas. Titina se pone de pie. Aunque usa la pollera tan corta como la de cualquier starlet desesperada por conseguir un papelucho en una producción de Hollywood, toda la joyería que lleva es genuina. Desde las perlas hasta las esmeraldas engarzadas en la vincha de seda con plumas de pavo real. Es alta, de tobillos finos y espléndidas ancas, pelirroja como una yegua alazana.

--¿Y? ¿Qué hacés, no me vas a sacar a bailar un buen tango? Eh, pibe de La Paternal –le grita al director de la orquesta--. A ver si te tocás Qué polvo con tanto viento.

La metáfora obscena dispara aún más risas que ruedan por el piso de mármol como perlas de otros collares, mientras el director se acerca a Titina. Ese tango no lo tiene en el repertorio, se disculpa. No está a la altura del Pigalle. Lo tocan en los quilombos del Paseo de Julio.

--Pero si esto también es un quilombo, querido. Solo se paga más caro.

El pibe de La Paternal le ofrece Shusheta, uno reciente de Juan Carlos Cobián.

Empiezan a sonar los primeros compases. Titina lo mira, desafiante. A él se le escurren por la frente gotas de sudor frío. El tango aún no tiene letra; sabe que el poeta Enrique Cadícamo le escribirá dos, y ninguna de su gusto. No se nombra a Macoco, pero en ellas la gente leerá su historia de dandy marchito y de bacán arruinado. Y algunas de las cosas que sí supo hacer bien: con tu smoking reluciente/ y tu pinta de alto rango/ eras rey bailando el tango.

Toma a Titina por la cintura y sale a la pista. La danza va creando el espacio que pisan los botines de charol y los tacones de raso. Las palabras sobran en la belleza del puro movimiento. Por primera vez desde su llegada al nuevo Pigalle, Macoco siente que la felicidad es posible, que lo están guiando los ángeles de algún cielo.

Como todo lo bueno, en seguida se hace humo.

Titina lo estudia con aprobación burlona.

--Habías resultado un tigre para el tango. Vamos a ver qué tal te portás en otra pista.

Lo va empujando hacia uno de los reservados. Él se deja arrastrar mientras sus pensamientos boxean como fieras en el ring de la cabeza. Esta Titina, no su gemela: la que conoció en la tierra como la remilgada hermana de su amigo Perico, es una flor de hembra que cualquiera se llevaría a la cama. Pero todas las mujeres de los amigos (novias, esposas, amantes, hermanas, madres) tienen que ser de palo para un varón de ley.

--Titina--, susurra.

--¿Qué hay, tesoro? Qué rápido tomaste confianza.

--No podemos. Sos la hermana de Perico. Qué pasa si él se entera. Es uno de mis mejores amigos.

--¿Vos, su amigo? ¿Un bataclán de cabaret? No me digas. Bueno, da igual. No pasa nada, gil. Perico a mí no me pide permiso para acostarse con nadie. Aunque la verdad, podría. Después de todo, soy la hermana mayor.

Un cigarrito perfumado tiembla entre los labios risueños tan rojos como las uñas.

Macoco, ya en calzoncillos, tiene una erección incontenible. Pero en dos segundos, todo se desbarata. No ya porque Titina fuera la hermana de Perico en otro universo paralelo donde ese vínculo tenía alguna importancia, sino porque ella, a horcajadas sobre su pelvis, está usando su arrogante órgano viril como un sex toy. No puede ni moverse, tackleado entre los muslos fuertes de la yegua campeona.

--¡Pero che! Tan bien que habíamos empezado. Sos un flojo. ¿Tuviste muchos servicios esta semana? ¿O te estás dando con algo? A tu edad no tendrías que estar haciendo estos papelones.

Afuera, del otro lado de las cortinas, el parloteo ya no es alegre. Las voces suben de tono, impacientes y un poco agrias. Una o dos copas acaban de estallar.

--La barra se me desbanda. No puedo dejarlas solas cinco minutos.

Titina se recompone las ropas, se arregla el maquillaje, se limpia con la camisa de Macoco. Vuelve a la mesa. Él, sin camisa, con la pechera abollada, la mira tras las cortinas.

Maricel y Nené acaban de insultarse.

--Me harté de este champagne, dice Nené.

--Y yo de vos, contesta Maricel.

--Cállense las dos. Están borrachas, fumadas, y no solo de tabaco. A ver –le ordena al maître— sacame de encima estas botellas y traé unas gaseosas marca Bolita.

--Niña, disculpe. En un local de esta categoría solo se sirve champagne francés.

--¿Ah sí? Pero yo quiero Bolita. Entonces traete otro cajón. Y el tacho del hielo.

Titina se saca los zapatos y las medias. Manda que vacíen en el tacho el contenido de las botellas. Le dice al maître que si no pone a su disposición la gaseosa, usará el champagne del Pigalle para lavarse las patas. Y así lo hace, mientras ruedan nuevamente las risas de las “niñas” y la señora de Gaitán amontona billetes en la caja registradora.

Se van al poco rato, en manada, sin despedirse. El maître se lleva el tacho con el champagne a temperatura de caldo. Antes de tirarlo en la pileta le mea adentro.

--Vamos a cerrar--, le dice la Gaitán, con su cara de tía Cochonga. No tienes donde ir, ¿no? Por esta noche, puedes quedarte en el reservado. Aquí la niña Titina te dejó un sobre. Ya me cobré lo que corresponde a la casa. Dice la niña que te cuides.

Aunque ni la Gaitán ni Titina lo respetan en lo más mínimo, el corazón maternal de muchas mujeres compadece a los débiles. El dinero equivale al sueldo mensual de un empleado medio. Pero eso también es lo que cuestan, en el Royal, dos copas de champagne.

En el estuche de terciopelo del reservado, mirando desde el sofá hacia el techo de espejos, Macoco se siente como en el ataúd donde deben de haberlo puesto en la tierra. Se ríe de su ingenuidad inicial. Su vida eterna amenaza convertirse en un interminable vodevil donde él es el payaso.

Intenta dialogar con un Dios silencioso.

“Reconozco que metí el acelerador hasta que me estrellé. Sí, sí. Al final los tangueros tienen razón y a Celedonio Flores lo van a nombrar filósofo. Incineré fortunas en vicios y mujeres, en farras y placeres. Sin embargo ¿no hay gente bastante más pesada que yo para alojar en el Infierno? Criminales comunes, criminales de guerra. Violadores. Pedófilos. Cafiolos. Torturadores. Hice algunas jodas a los amigos, pero de ahí a tortura…”

Se detiene, abochornado. Recuerda el asesinato del hipopótamo del Zoológico. Alega, en su defensa, que estaba en una sus peores resacas y que ni varios litros de leche La Martona pudieron devolverle, si es que lo tenía, su sano juicio. De otro modo, no hubiera jugado a embocar ladrillos en las fauces abiertas de aquella bestia encarcelada.

“Pensá en ladrones que se lo merecen más, de todas clases. En los prestamistas y banqueros. Yo solo despilfarré lo mío. Yo fui el otario y eran mis morlacos los que tiré a la marchanta. Acepto que defraudé a mis padres, a la tía Cochonga, que me llevó a Europa para educarme, para ser un médico, un ingeniero, un sabio. Lo que yo hubiera querido. Pero Viejo, yo no quería nada. Y tenía demasiada guita. ¿Para qué pusiste Vos tantas hembras divinas en el mundo? ¡Todas a mi disposición!”

Una epifanía lo atraviesa. La clave está en las hembras de este Infierno, si así puede llamárselo. Las hermanas de sus amigos, las amigas de sus hermanas, no hacen nada que él y la barra no hayan hecho en esa época de su vida. No se portan como putas, ya que pagan servicios, no cobran por ellos. Se conducen como machos jóvenes, fatuos, prepotentes, ricos, que no encuentran nada mejor a qué dedicar sus energías y endulzan la denigración de sus subalternos con un poco del dinero que les sobra.

El Cielo es el mismo, es el Pigalle que soñaba en su agonía. Solo que ahora él ya no está del lado de los que mandan.

II

Machucado, mareado, con náuseas, pero sin nada roto, Macoco recibe con cada respiración una bomba de adrenalina. Un cóctel Molotov de aceite de motores, líquido de freno, aguarrás y combustibles.

Cuando abre los ojos el corazón le estalla de alegría fosforescente, la sangre fluye a velocidad de catarata. Está en los boxes de Miramas, en el circuito Miramas-Istres cerca de Marsella. Absorbe a pleno pulmón esos olores más potentes que una droga. Quizá todo lo anterior ha sido nada más que una pesadilla: su muerte en la pobreza, el departamento chico en el que envejecía solo, con tres gatas y sin un dólar; también el inconcebible mundo al revés donde creyó despertar. Ahora está vivo y en el lugar de su mayor victoria.

Pronto lo desengañan.

--Mentiroso. Falluto. Pelandrún.

No puede identificar la voz que lo increpa, ni desde donde le habla. Suena como si llegara desde un gramófono gastado. El timbre ronco y burlón, y el vocabulario, le recuerdan a Tita Merello, una cantante rea que después triunfó también como actriz dramática.

--Te quedaba tanto por hacer. Tantos premios por conquistar. Veleta. Vago. Te cansabas. Te aburrías. Lo dejabas todo, como la dejaste a tu prima Bebita.

--No servía para ser su marido.

--No servías para marido y basta. Tus matrimonios con las gringas fueron un suspiro.

--¿Quién sos, que te enteraste de tantas cosas? Bajá. ¿Por qué no das la cara?

--Soy La que Soy. No bajo ni subo. Estoy en cualquier parte. Por eso lo sé todo.

--Entonces sabés que gané premios. El primer Gran Premio europeo que se llevó un argentino y un sudamericano: las cien millas de Miramas-Istres, acá mismo. Marqué el récord de vuelta, sin parar un segundo a cambiar neumáticos. Llegué a la meta con las cámaras en tiritas.

--Eras un niño prodigio. El mimado del futuro. Pero no hubo futuro.

--Estuve en otras carreras. Sumé trofeos. Me había destacado en las 500 millas de Indianápolis.

--Sí, sí. Te gustaban mucho los Estados Unidos. Aunque no como para seguir jugándote en las pistas.

--Tuve un vuelco muy serio en San Sebastián.

--Y un berretín mucho más serio por los cabarets. Pensar que te asociaste con un tal John Perona. ¡Ja! Vos, un cajetilla del Jockey Club. A ver si no es justicia poética.

--Así nació El Morocco. Una leyenda.

--Dicen que también era una tapadera de los negocios de Al Capone.

--Un hombre cortés. Mucho mejor marido que yo, dicho sea de paso. Lo pusieron preso por unos impuestos miserables.

--Con razón te retiraste de esa sociedad. Allá en el Norte sí que era peligroso evadir impuestos y vos no debías de tener la costumbre de pagarlos. Te quedaste unos cuantos años de todas maneras, haciendo facha, como los maniquíes en el escaparate, posando con estrellas en los sofás de piel de cebra que te jactabas de haber cazado en el África.

--¿Qué maniquí? ¡Yo era el alma de la noche!

--El acompañante de foto de Rita Hayworth, Claudette Colbert, Maurice Chevalier, Ginger Rogers, Greta Garbo, Errol Flynn. Tantos otros y otras que sí habían hecho algo digno de recordarse.

--Fui un maestro de playboys y un gentleman driver. Un caballero al volante.

--Sin embargo te hiciste más famoso con el juego de embocar rulos de manteca entre las tetas de unas valkirias pintadas en el techo del Maxim’s. Ese sí que es tu legado imperecedero. Para los argentinos, por lo menos.

--No es justo.

--De acuerdo. Fuiste muy injusto con vos mismo. Dabas para más. Qué desperdicio.

Macoco toma una llave. La más grande que encuentra en el taller abandonado y sucio como una escenografía en desuso. La voz omnipresente tiene que salir desde algún lugar preciso. Habrá alguna radio, un micrófono escondido entre la chatarra que pueda romper de una vez para que ella deje de taladrarle la cabeza.

Arriesga golpes al tuntún, descalabra en vano varios estantes con tuercas.

--…te crees que sos un rana, y sos un pobre gil…

--¡Ahora me lo decís con música!— estalla Macoco, mientras la voz indestructible le descerraja en la sien el tango de Collazo--. ¡Turra! ¡Desgraciada! ¿Quién te da letra?

--Podría ser tantas…. tu mamá, tu tía Cochonga, la otra tía que te desheredó, Bebita, tu cuñada Elena, tu hija Sally, tus dos ex esposas, tu profesora de matemáticas…

--¿Hasta Eva Perón va a venir a putearme al Infierno?

--Si tuviera tiempo que perder con vos, seguro que lo hacía. Su hermano Juancito era igual.

Macoco se sienta encima del montón de fierros desparramados. Se agarra la cabeza y llora con lágrimas furiosas. No solo el taller es una cueva decadente. Cuando se mira las manos, reconoce en ellas las petequias de la vejez. Se palpa la cara, que tiene las arrugas y las bolsas bajo los ojos propias de quien coronó las ocho décadas.

--Gagá, y en la lona. Y me vengo a enterar ahora de que Dios es una mina con la voz de Tita Merello.

Esa voz no vuelve a hablarle en los días y noches invariables que seguirán. Por momentos, Macoco la extraña desesperadamente. Dios retorna a su vieja costumbre de callarse.

En el sin tiempo de su eternidad se declara el invierno. Todo el circuito de Miramas es un desierto a temperatura de glaciar. Tiene frío hasta la médula del alma. O este no es el Infierno, o las ilustraciones incendiadas de sus libros de catecismo se equivocaban de medio a medio.

Una mañana se sacude, decidido, las mantas de cartones y de trapos con que se cubre de noche. Recuerda haber visto una pila de papeles sobre una mesa mugrienta. Son los planos del circuito y de todas las instalaciones, un inventario, manuales instructivos de varias marcas de automóviles. También descubre hojas en blanco que aprovecha para hacer diagramas, listados, y esbozar un plan que se va realizando.

Primero limpia y despeja, desecha montículos de basura. Luego ordena y clasifica. En el taller donde habita y en los galpones vecinos encuentra todo lo que va a necesitar. Hay mamelucos de trabajo y uniformes de corredor, guantes y zapatos especiales. Hay herramientas básicas y sofisticadas, todo tipo de insumos para reparaciones de chapa y de pintura.

En algún lugar que no especifican los planos ni el inventario, encuentra el Sunbeam, semihundido, tapado por diarios donde se multiplican sus fotos de los veintitrés años, solo y con su copiloto, antes y después de la carrera, recién llegado a la meta, aclamado por el público.

Dedica todas sus fuerzas y sus días siempre libres a restaurar y pintar ese auto con el que alguna vez entró en Gath & Chaves rompiendo la vidriera, cuando sus dueños se negaron a cumplir el compromiso de exhibirlo. Ha mandado hacer esos trabajos en otros coches. Ahora se encarga de todo él mismo, pieza por pieza.

Miramas se va descongelando lentamente. Deja de ser un glaciar inhóspito. El desierto en torno del circuito reverdece. Él también.

Una mañana, mientras está dando los últimos toques al capot, oye un maullido a sus espaldas. Es una gata –aunque no una de las suyas— extraviada detrás de algún humano al que ha decidido seguir hasta cualquier cielo o infierno.

El Sunbeam reluce, fiel a su nombre. No muy lejos de ahí, recuerda, debería encontrarse el Étang de Berre: un mar interior de agua salobre dejado por la última glaciación. Puede ser un buen destino para su viaje. Sube al asiento del conductor. La gata se acomoda a su lado.

Se calza los guantes, la gorra de cuero con orejeras, los anteojos protectores. Tiene que competir consigo mismo, superar la marca de su triunfo de ayer. Todavía hay neblina y el sol está lejos del cenit. Dentro de poco soplará el mistral, aventará la humedad, la confusión, las nubes. Habrá sobre su cabeza una sola cúpula iluminada, redonda, transparente.

Todo se verá claro.