Se puede pensar a la narrativa desde el señuelo hipnótico y superficial de la trama. O, también desde la construcción de un territorio que en su espesura –imaginaria o real– transmita la densidad de una atmósfera. Otra opción –la que parece elegir Esteban López Brusa en El lecho– es la de edificar una voz ficcional desde el cuerpo de su protagonista. En este caso hablamos de Daniela, una adolescente que trabaja en una feria paraguaya y que va con su pequeño hijo a todos lados, un poco a los tumbos, sobre todo después de que el desborde del arroyo inundara el rancho donde vive. La cosa podría haber quedado ahí pero en algún momento le dan a otro bebé para que lo amamante, una nena llamada, “la Ivana” y una vieja fantasía de mellizos de materializa. La narración, que podría ser leída o más bien encorsetada dentro de su ropaje indigente, sobre todo si se tiene en cuenta que el marco histórico evocado es la inundación de La Plata el 2 de abril del 2013, logra desprenderse de una enunciación pedagógica o aleccionadora. Hay pobres, sin “pobreteo”. Porque lo que tracciona el sentido es la sustancia con que López Brusa muestra, presenta, construye a sus personajes, sobre todo a Daniela. Es un cuerpo que se masturba en una ducha pública, que se deja abombar un poco por la cerveza, que sabe vibrar ante el deseo que le provocan tanto hombres como mujeres, que se niega a unos tentadores masajes, que se cansa y pese a todo no deja de dar la teta, que se sube a un micro, que se hace cargo de sus hermanos como si fueran sus hijos, que se queda dormida con su bebé en brazos, que se saca de encima –con respuestas cortas– a una clienta densa. En el medio o mientras tanto aparecen otros cuerpos, la madre de Daniela, sus amigas, algunos hombres, funcionarios, un par de “wachines”, punteros, varias mujeres y también como una evocación fantasmal o premonitoria esos maniquíes, torsos o cabezas inertes, perdidas entre los sauces o arrastrados por el agua. El relato fluye, avanza, montado sobre un punto de vista sólido y humano, perfectamente humano. Resuena un eco del mejor John Berger, el de la trilogía De sus fatigas.
La destreza de López Brusa no debería sorprendernos, ya en su primera novela, La Temporada, mostraba una impecable autoridad narrativa, en la que se destacaba la madurez en el manejo de los recursos que terminaban por configurar una voz sin fisuras poco habitual para un autor por entonces inédito. Esta novela fue acoplada rápidamente en la tradición saereana. Beatriz Sarlo supo inscribirlo en esa filiación, en un gesto que si bien le hacía cierto honor a la cadencia del relato, tenía más que ver con la propia batalla de Sarlo, su urgencia por sumar soldados a la “causa Saer”. Y sin embargo La temporada reclamaba una lectura sin la premura canónica con la que suele tropezar la crítica ante la falta de referencias que implica una producción inaugural. Porque justamente con la aparición de su segunda novela, La Yugoslava en 2004, López Brusa hace estallar ese cuerpo cohesionado, muy bien enmarcado de su primer libro en un relato que pone en el centro de la escena las especulaciones del protagonista, un narrador oscilante, que espera las noticias que desde Europa llegan de Caperuza, una mujer a la que le ha encargado una misión futbolera y hasta histórica: encontrar a Konstantin Zecevic el árbitro de la final en donde Estudiantes de La Plata se consagró campeón del mundo en Old Trafford. El relato es una especie de minué, un baile inquieto que se mueve al ritmo de las referencias que llegan desde el viejo continente en cartas o llamados telefónicos. Así llegamos a la descomunal Huevo o Cigota que publicó Simurg en 2009. Seiscientas páginas donde se despliegan mil y un relatos. El libro, en su proliferación de personajes y situaciones, se parece a ese juego visual en el que hay que encontrar a Wally, aunque en este caso la referencia no tiene la urgencia de un único anclaje. La saludable desmesura del proyecto le permite a López Brusa aumentar la presencia de ciertas marcas de oralidad. Si bien sus anteriores novelas también habían contado con la aparición sorpresiva de modismos cotidianos, frases dichas y escuchadas que tenían la liberadora función de darle una dosis de porosidad a la precisión casi obsesiva de la voz autoral, su uso o recurrencia es más marcada en Huevo o Cigota. Después le sigue Industrial , un relato que ejerce un realismo sucio o más bien ensuciado, gracias a un extraordinaria elaboración del punto de vista de los personajes. Guanaco continúa esta melodía en el microcosmos de las acciones: transcurre en Humahuaca, aunque la aridez del norte argentino no es mostrada como tal porque logra salirse de un regionalismo simplón, pero sin perder la impronta local. Nuevamente López Brusa nos obliga a soltar las amarras de una lectura canónica, porque cuando parece que el relato tendrá determinadas características, en este caso por la prepotencia de la geografía, el lector advierte o debe advertir que la cosa va por otro lado. Esta ruptura de la previsibilidad vuelve a aparecer en El lecho. Como se señaló antes, la indigencia no encapsula el relato. Quizás sea una limitación de la crítica pensar o creer que, porque los protagonistas son pobres, la novela se deba agenciar a un realismo solemne. Una de las tantas virtudes de López Brusa es transmitir la vivencia de Daniela desde su perspectiva: ella, antes de pensar a qué clase social pertenece, tiene otras urgencias o más bien prioridades. Demasiado acostumbrados a una ficción que declama “ponerse en el lugar del otro”, se deja de lado que es una frase hecha, utilizada muchas veces para esconder el dogmatismo que emana de nuestro propio ombligo. Por suerte, para descentrar un poco el foco, están textos como El lecho.