El cuento por su autor

Es invierno y hace un frío de locos. Es agosto, es de noche. Entro al velorio. Enseguida la veo a ella, casi traslúcida, en su delgadez de siempre, sentadita al lado del cajón, toda ella envuelta en ese trajecito impecable, aferrada a su cartera, impertérrita, como si fuera una esfinge al lado de su esposo muerto.

Me acerco, la saludo; que lo lamento, le digo, y ella me mira y me agarra fuerte la mano y me dice que para ella ya está. Para mí ya está, escucho, desde sus labios finos, los ojos suyos clavados en los míos, sin parpadear. Y yo me deshago en frases hechas: le digo que no, que cómo va a decir eso, que le quedan las sobrinas, y las primas, que cómo va a decir una cosa así. Pero ella me lo repite, una y otra vez: para mí ya está, para mí ya está.

Estuve unas horas, esa noche, en el frío de ese velorio.

Ella no se movió de al lado del cajón en ningún momento. Eso me cuentan al día siguiente: que no se movió en toda la noche, que tampoco aceptó ni el café ni el té ni el vaso de agua que le ofrecían insistentemente: que solo se puso de pie para acompañarlo al cementerio. Que después del entierro una sobrina la llevó hasta la casa y le preparó un té. Que ella le dijo que se iba a dormir un rato. Eso le dijo, a la sobrina: me voy a descansar un rato. Y eso fue todo: se acostó y ya no se despertó más.

Siempre me causaron perplejidad esas muertes que se suceden la una a la otra sin que medie una enfermedad, sin necesidad de arrojarse al vacío o a las vías de un tren, como si ocurrieran por pura decisión, por la decisión soberana del ya está: como si pudiéramos morirnos de frío, de tristeza, de hartazgo o de lo que se nos viniera en gana.

Pocos días después de estas dos muertes, un amigo me cuenta la historia que aquí se narra. Esta historia me revivió esa misma perplejidad y por eso tuve necesidad de escribir este cuento.

Cenizas de carnaval


Siempre el mismo inoperante; nunca entiendo lo que me escribe. Leo: Ausencias de ayer: Jorge Loprette. Motivo: Viajó entierro abuela, murió abuelo, aguardaron cremación. Lo releo dos veces más y levanto el interno: Dígame, Gómez, ¿quién carajo murió?, ¿el abuelo de Loprette o la abuela? Y Gómez: ¿Le puedo explicar? ¿Voy a su despacho un minuto? No, Gómez, no tengo tiempo, respóndame lo que le pregunto nomás. Bueno, en realidad, murieron los dos. La abuela ya había muerto y el que murió ahora fue el abuelo. Bueno, Gómez, pero entonces escríbame que murió el abuelo nomás, ¿para qué me mete lo de la abuela? Me pone: ausente por fallecimiento abuelo y yo entiendo. Es que es un poco complicado el tema. No, Gómez, me hace perder el tiempo. Corto con Gómez y releo. Me doy cuenta de que no me quedó claro. No puedo llamarlo de nuevo y pedirle que me venga a explicar. Opto por llamar a Loprette: subo y le explico, me dice. Acepto y aparece en mi despacho. Lo veo íntegro como siempre: la camisa planchada, el rostro como si acabara de afeitarse, la sonrisa dibujada, ni larga ni corta: un auténtico monigote. Le digo que lo lamento y eso basta para que me salude como si yo conociera los pormenores. No sé bien qué pasó, le aclaro, y me puteo por dentro: ahora me va a contar todo con lujo de detalles y a mí qué carajo me importa quién murió con todo lo que tengo que hacer. Escucho: viajamos a Uruguay a tirar las cenizas de la abuela. Nos costó bastante que toda la familia tuviera francos al mismo tiempo: le habíamos prometido a mi abuelo que algún día viajábamos todos juntos y lo llevábamos al río. Tardamos bastante, en realidad, porque mi abuela murió en abril del año pasado. (Saco cuentas: la vieja murió hace más de nueve meses). Pero bueno, se nos dio ahora, en carnaval. Ah, entonces todo bien con tu abuelo. No, no, mi abuelo es el que se murió ahora, el sábado de carnaval. Pasa que no cremaban el domingo y nos tuvimos que quedar hasta el lunes. (Amaga a sacar un comprobante del bolsillo y lo freno con la mano; pongo cara de pésame y Loprette sigue). Mi abuelo la tenía a mi abuela en una urna, en la mesa de la entrada. Él quería que fuésemos todos a tirar las cenizas al río. Fuimos ahora, y había que ver a mi abuelo besando las rosas blancas antes de pasarlas por las cenizas, y después besando las cenizas y tirando las flores al río, una por una. No nos dejaba tocar la urna, nada. Solo metía las flores en la cajita y después las besaba con los ojos cerrados y después los abría para ver cómo caían al río. Y empezaba de nuevo. (A esta altura Loprette me enternece: pongo cara de estar sumamente interesado y él sigue). El río quedaba como a ochenta kilómetros de la casa; mi abuela quería que la tiraran al río del pueblo donde nació. En realidad, mi abuela era adoptada, porque había nacido de una unión por compromiso. (Abre grande los ojos cuando dice esto). La madre de mi abuela tenía quince años cuando la tuvo. La obligaron a casarse con un hombre de setenta años. Su madre la obligó, porque el señor era rico. Ella no quería, porque estaba enamorada de un muchacho de su edad, pero la obligaron igual. Le dijeron que, total, como el viejo tenía setenta, ella iba a enviudar pronto y se quedaba rica y con toda la vida por delante. Cuando se casaron el viejo le dijo que no quería tener hijos. Nunca los había tenido; igual le aclaró que ahora tampoco quería. Ella quedó embarazada enseguida, así que ahí nomás de casados, nació mi abuela. Pero como no querían hijos, se la regalaron a la mucama: Tita, si usted la quiere, llévesela. Mi abuela tenía dos días cuando la regalaron. Eso sí, le pone María de las Mercedes, le dijeron, pero ella se plantó: Si me la regalan a mí, el nombre se lo pongo yo. (Loprette lleva los cinco dedos al pecho cuando dice esto: supongo que le da gusto esta parte de la historia). Y le puso María Emilia, nomás. Así que mi abuela se llamó Emilia y nunca le faltó nada, porque esta señora trabajó mucho para que nada le faltara. La alimentó bien y la mandó a la escuela y se ocupó de que mi abuela no tuviera que trabajar mientras terminaba sus estudios. Un día, la madre adoptiva le dice: Su madre se está muriendo, vaya a verla. Y mi abuela, que siempre supo la verdad, le dice: madre tengo una sola y es usted. Si m’hija, pero esa señora se muere y como usted no la vea ahora, no la ve más. Lo curioso del asunto es que se cruzaban todo el tiempo en el pueblo. Vivían todos en ese pueblo, así que mi abuela era chica y se cruzaba en la plaza, en la iglesia, en las tiendas, con esos padres que la habían regalado. No se saludaban, pero ella sabía bien quiénes eran. Bueno, la cosa es que mi abuela termina accediendo y va esa tarde al hospital. Estuvo varias horas con su madre: se moría de cáncer a los veintisiete años. Supo que había tenido dos hijos más y que también los había regalado. Y fíjese que acabó muriendo ella antes que el viejo, que seguía vivito y coleando. Supongo que la madre de esta joven debe haber muerto poco después, envenenada por su mal tino. Pero, vea cómo era mi abuela: cumplió con el pedido de su madre, porque pasó esa tarde en el hospital, al lado de su progenitora que se moría, pero se encargó de decirle, claramente, que si hubiese sido por ella, no iba. La mujer falleció al día siguiente. Calculamos que murió de pena; hay que engendrar tres hijos y regalarlos todos, como se regalan perros, o gatos. Dos años más tarde, el viejo la manda a llamar a mi abuela. Ella tenía catorce en ese momento. Le dice que le quiere dar su apellido, y algunas propiedades. Mi abuela le dice: si he vivido todos estos años sin su nombre, es evidente que no lo necesito. Y si he vivido todos estos años sin sus riquezas, es evidente que tampoco me hacen falta. Lo contaba siempre, sin pena. El viejo vivió seis años más. Murió a los noventa. No dejó descendencia y nadie lo heredó. Un viejo de mierda, evidentemente. (A esta altura lo escucho a Loprette con toda mi atención y ya no recuerdo lo que tenía que hacer: controlar la planilla de ausentismo, revisar los consuetudinarios errores de Gómez, caminar por los pasillos con cara de perro, ¿qué más da?). Un personaje tu abuela, le digo, y Loprette asiente: mis abuelos se conocieron para la época de la muerte del viejo. Fueron pobres mucho tiempo, pero mi abuela, con su personalidad, fue consiguiendo cosas. En un momento entró a trabajar en una fábrica textil, entró como ayudante de segunda, y al poco tiempo era la encargada de la fábrica. Años más tarde abrieron una cantina propia, mi abuela empezó en la cocina, mi abuelo servía los platos; a los clientes les encantaba lo que cocinaba la abuela y pedían más; terminaron contratando cocineros para atender los pedidos: ella misma los entrenaba hasta que se aprendían las recetas de memoria. La Emilia se llamaba la cantina. Al tiempo abrieron dos sucursales más: La Emilita, en un local pequeño, y La Gran Emilia, un año después, en una esquina que triplicaba el espacio de La Emilia original. (A Loprette le bailan los ojos cuando cuenta esto, como si le costara creer la vida de la abuela o como si esa vida le figurara su propia redención). Entre la abuela y el abuelo manejaban las tres cantinas. Les fue muy bien. De hecho, mi abuelo no tenía problemas económicos últimamente. No es que se pudiera dar grandes lujos, pero cobraba la jubilación y tenía sus ahorros. Para alguien que había sido pobre, era mucho. Y él estaba orgulloso de no tener que pedirle nada a sus hijos. Se las arreglaba solo.

Tenía un hermano, mi abuelo; nunca se visitaban. Vivían en pueblos vecinos, pero el traslado era una complicación para ellos, así que se llamaban por teléfono, los domingos, siempre a la misma hora, y era gracioso escucharlos. Esto me lo contaba mi abuela, cuando se escapa a la ciudad, porque le encantaba ir al cine, y al teatro, y allá no podía. La conversación duraba un minuto y veinte segundos. Ella los cronometraba: ¿Todo bien?, decía uno, Todo bien, respondía el otro, ¿Y la Emilia bien?, Sí, bien, y así seguían: un minuto veinte para constatar que seguían vivos.

Desde de la muerte de mi abuela, el abuelo se dio el lujo de tener más perros. Se entretenía con eso. Porque a mi abuela no le gustaba que él le metiera todos esos perros en la casa. Había tomado la costumbre de ir a la carnicería de Tito; le vendía carne barata, porque sabía que era para los animales: todos perros de la calle que lo esperaban en la puerta porque él les daba de comer. Como las viejas que alimentan gatos, o palomas. Mi abuelo alimentaba perros. Mientras mi abuela vivía, no los dejaba entrar en la casa. Decía que le ensuciaban todo. Solo aceptó a Lola: era tan callejera como todos, pero tenía unos ojos raros, un poco caídos, como necesitados, y miraba fijo, entre sus pelos lánguidos, y era imposible bajar la vista, uno se la quedaba mirando, como si sus ojos hablaran. Acabaron por dormir con Lola en la cama. Si hubiera sido por mi abuelo, los hubiera metido a todos, porque sé que a él le daba mucha pena dejarlos afuera, sobre todo cuando llovía: no le gustaba nada que se mojaran. A veces yo lo llamaba por teléfono y me daba cuenta de que estaba preocupado: mañana va a llover, me avisaba, y yo sabía que me lo decía por los perros. Pero viste cómo es tu abuela. Sí, abuelo, pero no te preocupes, ellos van a estar bien, le decía yo. Eran nueve perros estables, a veces se sumaba alguno, o alguno moría. Pero recuerdo que nueve venían siempre, con Lola eran diez. Y la cosa es que cuando murió la abuela, ya el viejo los metió a todos adentro. No lo decía. Supongo que no quería que supiéramos que contradecía a la abuela, pero yo sé que los dejaba entrar, porque nunca más me avisó si iba a llover o no. Me imagino al abuelo durmiendo en esa casa con sus tantos perros y supongo que se sentiría acompañado. (Empiezo a tener otra imagen de Loprette: en la oficina da una imagen distinta, como si llevara un encono de siglos en sus camisas planchadas; suelo mirarlo con cierto desprecio, como haciéndole notar la desconfianza que me genera. Pero hoy lo escucho inocente, como si sus palabras se desprendieran limpias, sin inquinas. Supongo que las mías son menos llanas). La mañana que llegamos a su casa yo me quedé tomando unos mates con el abuelo mientras mi viejo y mi hermano iban a hacer algunas compras para los días que nos quedábamos ahí. Lo encontré bien, con su melena gris impecable, porque el viejo tenía sus pelos intactos, y se los dejaba largos, hasta los hombros, y se los peinaba para atrás. Me da un mate y veo que clava la vista en el jardín. Mirá, me dice, y queda como hipnotizado. Sin sacar la vista de eso que veía, se para, abre un cajón sin mirarlo, y agarra la tijera de memoria. Va despacio, el viejo, como si quisiera que algo no se le espantara, y llega al rosal, en el fondo del jardín. Había una rosa blanca, inmensa, en una de las ramas. La corta y vuelve feliz. Es para tu abuela, dice, mirá qué ejemplar, y me lo planta en los ojos. Yo asiento, muy linda abuelo, y espío la ternura con que la agrega al florero, ya lleno de rosas blancas, que tiene al lado de la urna. Después vuelve a la mesa y me pregunta si quiero otro mate. Le digo que le toca a él y me sonríe: tenés razón, pibe. (Me doy cuenta de que Loprette me tiene agarrado y me cuelgo pensando en lo mal que me llevo con mi esposa; dudo que nos regalemos rosas en nuestros funerales). Che, Jorge, ¿y qué pasó con tu abuelo?, le pregunto porque el abuelo parece bastante entero como para morirse así, tan de golpe. Y escucho a Loprette que sigue: bueno, después de tirar las cenizas al río, cuando volvíamos por la ruta, noto que se pasa las manos por el pelo, como si se peinara a cada rato, y escucho que dice: bueno, ya está. Y unos minutos después: bueno, ya está; y otra vez ese gesto echándose el pelo para atrás. Estuvo así los ochenta kilómetros de vuelta: ya está, decía, ya está. Esa noche fuimos al corso. Sí, puede parecer extraño, pero la abuela había muerto diez meses atrás, y ya la habíamos llorado. Acompañar al abuelo a tirar las cenizas al río era más para respetar la voluntad de la abuela que por otra cosa. Y era carnaval, además, así que mi viejo nos ofreció salir un rato y mi hermano y yo aceptamos. Le preguntamos al abuelo si estaba bien y nos dijo que sí. Esto fue el viernes. Al otro día nos despertamos cuando el abuelo estaba cebando sus mates. Ya había alimentado a los perros y se lo veía bien. Nos sentamos a desayunar y a mi viejo le agarra antojo de comer tostadas con dulce de leche; le ofrezco acompañarlo a la panadería que estaba a diez cuadras. Mi hermano se queda con el abuelo. Habremos tardado una media hora, o cuarenta minutos, no más. Cuando volvimos, estaba muerto. (Loprette me cuenta todo esto con una sonrisa y por alguna razón me doy cuenta de que no es que no le duela sino que siente orgullo por lo que cuenta; pienso que tiene razón: no tuve abuelos ni la mitad de poéticos). Lo que cuenta mi hermano es que estaban tomando unos mates y el abuelo le dice que quiere cortar unas flores. Agarra la tijera y sale al jardín. Mi hermano se distrae, no lo sigue con la mirada, no se acuerda, pero cree que fue al baño, o algo así. Lo que recuerda es que enseguida un vecino toca timbre, desesperado: tu abuelo se cayó, le dice, y corren a verlo. Lo encuentran tirado, al fondo del jardín, tenía dos rosas blancas en una mano. La tijera estaba en el pasto. Lo tratan de resucitar pero no hay caso, no respira. Lo que cuenta el vecino es que estaba en su balcón y lo ve al viejo que sale al jardín. Dice que le gustaba verlo cuando salía al jardín, con sus pasos decididos, directo al rosal, a cortar alguna flor, o a sentarse en el banco del fondo y quedarse ahí, mirando la pareja de zorzales, con Lola echada a sus pies. Esta vez ve al abuelo que alza un poco los brazos, corta las rosas y enseguida se agacha, como agarrándose las tripas, y ahí se queda, quieto. Entonces sale disparado de su casa, para avisar que algo malo pasaba. Le toca timbre a mi hermano y cuando llegan al jardín, lo encuentran así, tirado, y Lola a su lado, lamiéndolo, caminándole alrededor. Hacen lo posible, incluso llaman a otro vecino que es médico, pero nada. Murió, nomás. (Me dan ganas de preguntarle si cree que el abuelo murió porque cortó las flores y se dio cuenta de que ya no tenía urna donde ponerlas; algo me dice que no tengo que hablar, que si hablo Loprette va a interrumpir el relato, y quiero seguir escuchándolo, pero no aguanto, y le pregunto). Es posible, me dice, pero creo que murió de alivio. El abuelo anduvo esperando todo este tiempo para cumplir la voluntad de su esposa: no se hubiera muerto antes de tirar esas cenizas al río. Creo que toda esta demora le alargó la vida, en todo caso, y no sé si la habrá pasado bien. Pero se tenía que ocupar de sus perros, le digo, ¿o no? Sí, eso lo habrá mantenido también. ¿Y Lola? ¿Adónde va a vivir ahora? Bueno, a Lola se la lleva una familia que vive cerca del río donde tiramos a mi abuela. ¿Y tu abuelo? ¿Qué hicieron con las cenizas? El abuelo pidió lo mismo que la abuela, así que por ahora lo cremamos y, no sé, tendremos que viajar de nuevo, cuando podamos, para llevarlo al río. Loprette dice esto y se para abruptamente: gracias por su tiempo, me dice. Entonces me paro para despedirme y me sorprende con un abrazo que no alcanzo a retribuir. Me siento mal por eso. Pero de verdad que no me lo esperaba y fue tan corto que no alcancé a reaccionar. Pensará que no me importa nada. Veo que cierra la puerta y me doy cuenta de que me quedo absorto, los músculos rígidos, preguntándome si es posible morir así, de puro alivio, en carnaval. Se va tranquilo, Loprette, no debe saber que me deja espantado, con tanto que hacer y tratando de adivinar si mi esposa besaría, de esa manera, una rosa blanca, o una flor cualquiera, en mi funeral.