Cuando la literatura o cualquier otro tipo de arte se vive como un destino, hay dos obsesiones que surgen en la vida de cualquier artista: el dinero y el tiempo. La imposibilidad de comprarse el propio tiempo puede resultar desesperante en muchos casos. Sobre todo cuando un talento es una gran inutilidad para muchas cosas. O como diría Abelardo Castillo: “Un escritor argentino que publique -exageradamente un libro de diez mil ejemplares todos los años haría bien en buscarse una changuita si anhela gozar en este mundo de algunas otras compensaciones civiles como casarse, tener hijos, darle de comer al perro o internar a sus mayores en el geriátrico”. Sin embargo,también es cierto que la literatura está plagada de casos célebres -el trabajo burocrático de Kafka, por ejemplo- donde resulta difícil disociar la obra del quehacer rutinario que le da origen.
Desde hace más de diez años Félix Bruzzone trabaja limpiando piletas en Don Torcuato; dato que resultaría insustancial si no fuera porque parte de su obra está atravesada por esta experiencia, como la novela Barrefondo, por ejemplo; y ahora Piletas, un libro estructurado a modo de diario que registra a lo largo de casi tres años una gran variedad de anécdotas, impresiones y reflexiones en torno a un piletero llamado como el autor, o acaso rebautizado por la ex leona Magui Aicega, “la primera vez que le dije mi nombre entendió ‘Erik’ en lugar de ‘Félix’. Desde entonces, para ella, y para las amigas a las que ella me recomienda, soy “Erik, el piletero”.
El género literario define un pacto de lectura, un horizonte de expectativa: todo lo que se espera de un diario Bruzzone lo trasciende, lo íntimo o privado se hace público, el piletero no es simplemente una voz narrativa que registra acontecimientos laborales en entradas diarias. Aquello de que todo poeta es un hombre pero no cualquier hombre es un poeta, se cumple.
De modo que el realismo puede virar de un momento a otro hacia lo fantástico, o mejor: hacia el universo literario del piletero-escritor y logra que el lector partícipe de largas conversaciones mantenidas con el agua, por ejemplo. O con los animales; porque, entre otros, los perros hablan también, las cosas, una pelotita de goma rescatada al fondo de una pileta. Entonces el diario poco a poco se va convirtiendo en otra cosa, el hombre que escribe, el piletero, habita otro plano de lo real, pronto surge el humor y la ironía para configurar el verdadero pacto de lectura: el lector se convierte en un testigo privilegiado de esa zona a la que sólo accede el narrador porque del otro lado están ellos, los otros, los dueños de piletas en un barrio cerrado con calles de adoquines que Macri sacó de San Telmo. “Escribir las notas, entonces, fue intentar reconducir la experiencia en el sentido de convertirla a ella misma en ficción. Un experimento al borde de la psicosis, un experimento del cual todas las notas que componen este libro intentan dar cuenta”, escribe Félix Bruzzone a modo de prólogo sin prevenir al lector de la intensidad del mundo mágico que se viene, quizá los seguidores de su narrativa crean que van a encontrar escenas autobiográficas cargadas con algunas anécdotas reveladoras –lo verdaderamente revelador quizá esté en el tono de su estilo, cierta calidez en su prosa– y no un narrador al que se le ha prestado el nombre para asentar lo verosímil; quizá se orienten hacia el imaginario común de fantasías sexuales o eróticas con un piletero que trabaja por su cuenta pero no hay casi nada de eso en Piletas, apenas alguna insinuación que termina perdiéndose en el fondo. Acaso lo que se privilegia en el conjunto de las entradas del diario sea el carácter ideológico de un trabajador que ve la realidad como desde el otro lado del agua. “En Don Torcuato hay un barrio bravo. Se llama Barrio Aviación. En su región más elevada los chetos fundaron un barrio cerrado y lo pavimentaron con los adoquines que Macri sacó de San Telmo. Se llama Estancia Alvear y es un fortín contra el malón planero. Mucamas, jardineros, pileteros y oficios varios somos reclutados por los chetos para cuidar los fortincitos que cada familia cheta construyó adentro del gran fortín con dinero no declarado ante la AFIP”.
Naturalmente, detrás de cada pileta hay una historia; alguien que contrata los servicios del piletero y en el pago simula ignorar la diferencia entre valor y precio, regatea casi siempre, o no paga, pero exige adueñarse del tiempo ajeno cuando le urge y muchas veces ni siquiera es capaz de darle un vaso con agua fresca al laburante que transpira bajo el sol de un mediodía de verano. Un puñado de clientes que entran y salen de escena como actores de una película tragicómica. Ahí está la clienta con forma de espárrago, por ejemplo, que obsesionada con la seguridad vive entre alambrado electrificado, alarma monitoreada y cámaras de seguridad, o la Clienta Waldorf, que no puede ir al cajero, posterga la paga y por momentos se desentiende de la pileta hasta abandonarla, o la clienta novelista que además de los servicios del piletero pretende consejos literarios, o el Hombre Fernet, uno de los más queridos por el piletero porque parecen congraciarse en el diálogo etílico. Hay historias secretas también, que el piletero se limita a mencionar pero no cuenta nunca porque es un hombre de códigos y porque sabe que muchas veces las palabras son como dagas que se alimentan de sangre y para que algunos puedan vivir los demás deben callar y siempre es recíproco.
Piletas es un libro que retrata desde un lugar sensible e inteligente, con mucho humor y sin malicia, a una clase social que hace del lujo una vulgaridad.