¿Por qué el color femenino es el rosa? ¿Por qué evoca una especie particular de delicadeza que relacionamos con la piel, la suavidad, un recuerdo de la sangre y ciertas flores? Parece un atributo de lo femenino desde hace siglos. Pero la asociación es, en realidad, un triunfo muy reciente del capitalismo. Durante mucho tiempo, los bebés se vistieron todos de blanco: era más sencillo y barato y el blanco permite la lavandina, cuestión importante antes del pañal descartable. La división cromática para significar y diferenciar lo masculino de lo femenino empezó durante la Primera Guerra Mundial pero era diferente a la actual. La revista Earnshaw’s Infant Department –una publicación de negocios– orientaba así en 1918 al mercado de la ropa: “La regla generalmente aceptada es rosa para los chicos y azul para las chicas. El rosa, por ser un color fuerte y decidido, es más adecuado para el varón, en tanto que el azul, más delicado y elegante, le queda bonito a las mujeres”. Todas las tiendas de Estados Unidos y Europa recomendaban este uso. En los años 40, los comerciantes se decidieron a intercambiar los colores sólo porque un estudio de marketing les indicó los nuevos gustos de los padres. Entonces impulsaron el rosa para las chicas. Pero la división no fue definitiva hasta principos de los 80. ¿Por qué? Porque entonces las ecografías permitieron saber el sexo del bebé y se empezó a demandar ropa “adecuada”. Los comerciantes relanzaron su marketing de rosa y celeste y se acoplaron al rosa las Barbies, el encaje, las polainas y los corazones y la brillantina y las afeitadoras.
Para ver The Beguiled (en castellano El seductor), la nueva película de Sofia Coppola, es conveniente tener esta breve cronología a mano. La película es puro rosa. Los títulos y los nombres de los actores en color rosa y en estilo rococó; los vestidos de las protagonistas, algunos efectivamente rosados, todos en tonalidades pastel. Los atardeceres atrapados cuando el cielo se tiñe de rosa. Rosadas las pieles de ellas, tan rubias. Cortinas de pálido rosa. Rosas rosadas en el descuidado jardín. Pintados de rosa los tablones del porche y el escalón de entrada de la blanca mansión. Rosa la propia mansión cuando el sol la tiñe con su luz antes de dar paso a la noche. Una femineidad que intoxica: flores de invernadero. Es interesante pensar que ese femenino tan subrayado es puro artificio. El color, con su tan reciente historia identitaria, no es esencia. Es camuflaje.
La mirada femenina
Las mujeres de The Beguiled no son lo que parecen. No todo el tiempo. A veces ellas mismas no se reconocen. Son siete, sólo tres de ellas adultas. Viven en una escuela para señoritas en Virginia, la Academia Farnsworth, y están solas: es 1864, la Guerra Civil está por terminar y quedan ellas, sin hombres, sin esclavos, dejadas atrás en una mansión de columnas blancas y árboles de los que cuelga el musgo español, ocultas de las balas y del nuevo mundo que da cañonazos a metros de su puerta, cañonazos que se escuchan de forma constante y en sordina. Las tres adultas son la directora Miss Martha Farnsworth, (Nicole Kidman, un glaciar, estupenda), la maestra Edwina Morrow (Kirsten Dunst) y Alicia, la adolescente hermosa y precoz (Elle Fanning). Pero es una de las niñas, Amy (Oona Laurence) la que, cuando va a recoger hongos al bosque, encuentra al soldado John McBurney (Colin Farrell), caído bajo un árbol, herido en la pierna pero consciente. La niña lo lleva a la escuela, después de una breve charla, rengueando. Él le cae bien. Ella no conoce a muchos hombres fuera de su familia, y los hombres de su familia, soldados confederados, están muertos o lo estarán. McBurney es yanqui, pelea por la Unión. Es el enemigo. Cuando llega casi arrastrado a la puerta de la escuela Farnsworth, cae desvanecido. Y las mujeres consideran que atenderlo es un deber cristiano, de caridad, de buenas personas.
El soldado McBurney es guapísimo y está indefenso. Al mismo tiempo. Las mujeres lo cuidan. Se dejan seducir. Le dan besos esquivos. Lo vuelven un poco loco. Hay confesiones de amor y flirteos tontos y conversaciones adultas sobre por qué ser un mercenario irlandés y sobre cómo era tener un compañero antes de la guerra. Hay noches absurdas de clavicordio y voces de ángeles; hay rezos en grupo y cenas a la luz de las velas. Y de pronto hay una traición, que es descubierta. E irrumpe la violencia con brutalidad de grand-guignol, proporcional a todo ese deseo contenido y esas fantasías estrelladas. Y si el guapo soldado alguna vez imaginó ser el gallo entre las gallinas, el que además de atender las rosas del jardín y los picaportes de la casa pasaría de boca en boca y, quizá, de cama en cama, ahora tiene que aprender rápido que es un prisionero y que de esta cárcel es tan difícil huir como de las manos de los Confederados. Nadie, además, lo escuchará gritar. Nadie sabe que él está allí: lo ocultaron bien. Nadie sospechará de esta familia de mujeres elegantes que pueden discurrir, con casual crueldad, sobre si ahorcarlo –con las resonancias que ese método tiene en el Sur– o si abandonarlo de vuelta en el bosque, a merced del ejército, el hambre y los animales.
The Beguiled (El seductor) es una remake de una película de Don Siegel de 1971, protagonizada por Clint Eastwood. Es la sexta película de Sofia Coppola y la que le ganó el premio a Mejor Directora en el festival de Cannes 2017 (es apenas la segunda mujer en obtener el galardón: la primera fue la soviética Yuliya Solntseva en 1961 por La epopeya de los años de fuego). Después de dos películas que no entusiasmaron mucho (En un lugar del corazón, 2010 y The Bling Ring, 2013) volvió a ganarse a gran parte de la crítica haciendo lo que le sale mejor: historias de mujeres aisladas, encerradas, solas y, en general, ricas. En Las vírgenes suicidas (1999) eran las hermanas Lisbon, etéreas y rubias como las de la escuela Farnsworth, encerradas en su casa por padres religiosos mientras, afuera, las esperaban en vano los chicos y los autos y las fiestas de los años ‘70. La protagonista era la icónica Lux, interpretada por la musa de Coppola, Kirsten Dunst. En Perdidos en Tokyo era Charlotte (Scarlett Johansson en el papel que la convirtió en estrella), atrapada en un matrimonio, en un hotel cinco estrellas y en una ciudad que la atrae pero que no entiende. Sofia Coppola aún se sorprende del éxito de esta película por la que fue nominada al Oscar (ganó Mejor Guión). “La escribí en medio de una crisis vanidosa: yo era una esposa trofeo infeliz, en Los Angeles, y era más o menos mi historia ficcionalizada. Pensé que nadie podía sentirse identificado”. La película también le ganó críticas: por hija de famoso, por privilegiada, por estereotipar a los japoneses al borde la burla (o de un rascismo inconsciente) y por frívola. Lo cierto es que fue un éxito y que su estética leve, sus bandas de sonido extraordinarias –Kevin Shields, Jesus & Mary Chain, Roxy Music– y su melancolía se hicieron populares. En Marie Antoniette (2006) la aislada era justamente María Antonieta (otra vez Dunst). Es su película más intensa y más recargada, puro magenta, actitud punk y Versalles, kitsch, rockera y rococó, con música de New Order, Gang of Four, Bow Wow Wow y Adam & The Ants. En Francia encantó por atrevida e iconoclasta. En Estados Unidos se la volvió a señalar como una realizadora con demasiado estilo y poca sustancia. Pero la película, vista hoy, es muy sólida: la crónica del autismo de la reina condenada resulta en una inteligente reflexión sobre la fiesta de los ricos que nunca levanta el dedo ni se indigna. Después de todo, Sofia Coppola también habla de ella cuando muestra a estas muchachas sobreprotegidas en un limbo de celebridad, necesidades satisfechas y vida resuelta.
Nunca, dice Sofia Coppola, había pensado en hacer una remake. “En mi familia son mala palabra”, contó en una entrevista con The Guardian. “La película de Siegel no me resultaba familiar y no es tan conocida en EE.UU., fuera de los ámbitos cinéfilos. Pero Anne Ross, mi diseñadora de producción y una de mis mejores amigas, me insistió con que la viera, con que tenía que hacerla. Le hice caso. Y se quedó en mi cabeza, porque es tan rara. Amé la premisa, me pareció tan interesante la historia de un soldado enemigo que entraba a este ecosistema de chicas sureñas. Pero, sobre todo, después de ver la película, quise revertir el punto de vista. Contar la misma historia pero desde las mujeres. Una reinterpretación. La de Siegel tiene el punto de vista del macho. Me encanta la película, pero las mujeres están desaforadas: yo quería entenderlas. Saber qué le pasa a estas chicas criadas para ser damas que deben aprender a sobrevivir en tiempos brutales”.
En The Beguiled de Don Siegel, el soldado es Clint Eastwood y eso casi lo cambia todo. La narración de la película, más descontrolada y gritona que la de Coppola, se mantiene siempre del lado de McBurney: él cae en ensueños sobre tríos sexuales, besa en la boca a las nenas de 12 años y conserva el control incluso cuando todo está casi perdido. La película además tiene monólogos interiores en voz en off: siempre se sabe qué piensan las mujeres y también se sabe desde el principio que McBurney es un mentiroso. Las escenas de sexo tienen cierta cualidad de soft-porno, incluyendo los gemidos exagerados y las palabras susurradas. Es una película interesante y loca: hay un subtexto de incesto entre la señorita Fansworth y su hermano muerto, referencias muy obvias a “la otra pierna” de Clint y la presencia de la guerra es muy evidente, al contrario de los cañonazos lejanos de Coppola (Siegel incluso usa fotos reales de época en los títulos). The Beguiled 1971 es una película sobre el miedo a la castración y ellas siempre son un puñado de temibles histéricas. Clint Eastwood tuvo palabras raras sobre cómo armó a su soldado: “Dustin Hoffman y Al Pacino interpretan muy bien a perdedores. Pero mi público quiere vivir la experiencia vicaria de un ganador. Mis personajes tienen sensibilidad y vulnerabilidad pero aún así son ganadores. No pretendo entender a los perdedores”. Así habló sobre la película en Clint: The Life and Legend de Patrick McGilligan. Si uno ve cómo termina en la historia el soldado McBurney, le cuesta entender por qué East- wood sintió que su personaje era un ganador.
El McBurney de Colin Farrell no es un ganador. Farrell no tiene la traza fría, algo despiadada, de la belleza de Eastwood. Es, por contraste con las rubias que lo cuidan, puro colores cálidos, ojos marrones y grandes, el pelo lacio sobre la cara, la picardía llena de cuidado, el enojo demasiado cerca de la desesperación. Lo primero que les dice a las mujeres es “un gusto ser su prisionero”. Y después, cuando mejora su pierna herida, arregla las rosas y las escenas son una fantasía de novela romántica del jardinero transpirando bajo el calor despiadado de Virginia, las risitas, el secreto. Es pura carne inocentona y firme en el etéreo gineceo. Apenas se sabe lo que él piensa, o lo que piensan ellas. Es un baile delicado: se toma distancia, se presta atención. Para muchos críticos, la posición pasiva de McBurney es una versión de la “mirada femenina”, para otros sólo un dar vuelta la cosa, una objetivación del varón. Hay que ver la escena en que Martha (Kidman) debe limpiarlo cuando está inconsciente: los charquitos de agua en el cuello, bajo la nuez, las caderas acariciadas por la esponja, el vientre hundido con su línea de pelo que se pierde bajo la sábana. Hay ahí un atisbo, y en muchos otros momentos, de cómo sería esa esquiva mirada femenina tan poco representada en películas o en cualquier otro lado. “El casting fue muy difícil”, cuenta Sofia Coppola. “Quería a alguien que fuese atractivo para hombres y para mujeres, que fuese masculino y gracioso. Colin resultó ideal. Además no le importa ser pasivo. Ni jugar: le hicimos fotos posando como para calendario en el jardín. Nunca se sintió incómodo o fuera de lugar. Eso no es tan común”. Elle Fanning le contó a Rolling Stone que Farrell “era la persona más desnuda del set y Sofia era muy consciente de eso. Ella no quería sobresexualizar a las mujeres como en la original”. Coppola casi evita la desnudez en la película, con la excepción de una escena definitoria: “En la de 1971 había una toma muy graciosa de Clint en la cama con una chica. Pensamos hacerla para divertirnos, pero cuando llegó el momento, no tuve ganas de filmar el culo de Elle”.
Las mujeres de The Beguiled encarnan diferentes momentos del deseo. “Pensé en ellas como casi la misma mujer en distintos momentos. Como estoy cerca de la edad de Nicole –tengo 46– puedo decir que he pasado por cada fase. Kirsten está reprimida, Elle está empezando a descubrir su sexualidad, Nicole está calma, más segura, pero a veces tensa. Quería explorar a cada una de ellas”. Sofia Coppola está obsesionada por las mujeres, por cómo crecen, sus despertares sexuales, sus maneras de relacionarse con el mundo. Eso, en el muy varonero mundo del cine es de por sí una declaración de principios. “Hay muy pocas películas hermosas e importantes sobre mujeres”, le dijo Kirsten Dunst a Rolling Stone. “Lo ves a Robert De Niro en taxi, pensando, pero rara vez se ve pensar a las mujeres en las películas”. Dunst está fabulosa como la pensativa Edwina, que quiere huir, nunca sonríe y se deja seducir por McBurney porque no puede más de soledad. Le preguntaron a Sofia Coppola si The Beguiled era feminista, y ella dijo que no necesariamente: que sí, el punto de vista era femenino, pero eso no era sinónimo de feminismo. Sin embargo, hay pocos gestos más feministas que ser una cineasta mujer, dirigir a mujeres en una película sobre temas explícitamente femeninos y ganar un premio histórico en un festival que en 70 años premió a varones excepto en dos oportunidades. En Cannes, una periodista le preguntó a Nicole Kidman, en conferencia de prensa, si la película insinuaba que un ambiente sólo de mujeres era insalubre. Ella respondió: “Bueno, me parece que no nos iba nada mal hasta que llegó él”.
The Beguiled 2017 sigue refiriéndose al miedo a la castración pero ya no se trata solo de eso. Este mundo cerrado es mucho más complejo y ensoñado. La película se ve como un cuento de hadas, desde ese principio de la niña con su canastita en el bosque hasta la iluminación con velas en las salas de techos altos. Como Caperucita, ellas se defienden cuando llega el lobo. La defenssa es un desastre, pero un desastre propio.
Blanco y negro
Las dos The Beguiled están basadas en una novela de 1966 del escritor nacido en Cleveland Thomas P. Cullinan, que murió en 1995. Autor de tres novelas y básicamente dramaturgo, en The Beguiled Cullinan elige una estructura complicada: cada capítulo está contado desde el punto de vista de una de las mujeres o niñas de la escuela Farnsworth. Entre películas y novela, las mujeres van cambiando: tienen o no los mismos nombres, son más o menos de la misma edad. Pero hay cambios importantes. La novela explora mucho más las vidas de estas mujeres y chicas solas en la guerra: sabemos sobre sus parientes, sus padres, sus aspiraciones, su crianza. Una chica es hija de una prostituta; otra es de la clase alta de Nueva Orleans. La hermana de la directora, la alcohólica y buenaza Harriet, fue eliminada en las dos versiones de cine. Pero la de 1971 mantiene a un personaje central del libro: Mattie, la esclava negra –en la película se llama Hallie– que interpreta la magnífica cantante de blues y actriz Mae Mercer. El retrato es bastante convencional: la bella Hallie es el personaje estereotipado de la esclava, con su cabello cubierto por un pañuelo, sirvienta de las chicas aunque ya, teniendo en cuenta los acontecimientos y el aislamiento, podrían tratarla de otra manera, y el acento marcadísimo y todo lo que se espera de la representación en cine de una esclava “de casa”. El problema es que Sofia Coppola decidió sacar del todo a Hallie de su nueva versión. En The Beguiled 2017 “los esclavos se escaparon”, según se dice al comienzo. En Francia nadie levantó una ceja pero cuando se estrenó en Estados Unidos, la cuestión ardió. Coppola y su película fueron acusadas de whitewashing, de blanquear, de reescribir la historia eliminando a sus protagonistas negros. Es una acusación fuerte y Coppola se defendió públicamente con una carta: “En el libro hay un personaje de una mujer esclava delineado como un estereotipo. No me parecía respetuoso. Pensé que el tema era demasiado grande e importante para apenas sobrevolarlo. Tampoco quería que fuese una subtrama relegada. Quería hacer una película sobre el deseo y la represión y no me sentí capaz de escribir además sobre la esclavitud. Históricamente, no tenía por qué haber esclavos en la casa en 1864, con la guerra casi en su final. Decidí, entonces, no tener al personaje”. También reconoció que el señalamiento la había obligado a pensar: “Me han dicho que no es responsable hacer una película ambientada en la Guerra Civil sin abordar directamente la esclavitud. No pensé de esta manera cuando preparaba la película: creía que mis motivos eran suficientes y mi visión la adecuada. Pero lo estoy pensando ahora y lo seguiré pensando. Fue desalentador que mi decisión artística, apoyada por hechos históricos, fuese caracterizada como insensible cuando mi intención fue la opuesta: traté de pararme en el respeto. Tengo la esperanza de que esta discusión llame la atención de la industria acerca de la necesidad de tener más películas con voces de cineastas de color y de incluir más puntos de vista y más diversidad de historias”.
El enojo siguió. De las cientos de notas indignadísimas que se publicaron estos meses –a pesar del consenso positivo casi unánime de la crítica– quizá la más sosegada e inteligente fue la de Ira Madison, crítico (negro) de The Daily Beast. Escribió: “¿Es justo criticar a Coppola por excluir a la esclavitud de su narrativa? Si hay algo de lo que es culpable es de autopreservación, no de borramiento cultural… La mayor parte del tiempo, la falta de Hallie es positiva. En los 60 y 70 era estándar poner a un personaje negro simbólico en la narrativa para mostrar la desgracia de ser esclavo o de ser negro en EE.UU. Esto nunca funcionaba y la mayoría de los retratos, como el de Hallie en The Beguiled de 1971 son increíblemente ofensivos en un contexto moderno. En una película sobre un soldado de la Unión que llega una escuela de chicas jóvenes y las aterroriza, ese tipo de retrato no sólo estaría fuera de lugar, sino que sería horrible. Es una rara ironía demandar la inclusión de una esclava en una narrativa onírica al mismo tiempo que se pide un retrato más cruel y preciso de la esclavitud. Coppola no tiene salida. Está mal si incluye el personaje de una esclava y resulta secundario, poco convincente o menor pero también está mal si decide quitar el personaje. Decidió cuidarse y contar historias de mujeres parecidas a ella”.
Magnolias de acero
The Beguiled es gótico sureño, el subgénero de la literatura norteamericana con más gusto por lo monstruoso, lo mórbido y lo melancólico. Un género en el que, además, sobresalen las mujeres –el gótico, sin especificaciones geográficas, es casi exclusivamente de dominio femenino–. Las mujeres y sus casas: Merricat, la aniñada bruja doméstica, quizá una asesina, encerrada en Siempre hemos vivido en el castillo de Shirley Jackson; Bertha Mason, esposa loca, mordedora e incendiaria de Jane Eyre y todas las locas encerradas en el ático que Sandra Gilbert y Susan Gubar definieron y rastrearon al tiempo que pedían salir del estereotipo en The Madwoman in the Attic, el clásico de la crítica literaria que analiza la literatura victoriana desde un punto de vista feminista. Martha Fansworth y sus chicas merecen su propia entrada en esta enciclopedia junto con la reina gótica Emily, la de la rosa, la de Faulkner. La que decide encerrarse en su casa con el amante muerto, ajado y, como McBurney, yanqui. Emily preserva la fantasía del viejo sur y de su perdida belleza sureña pero lo hace con Homer Barron a quien, en el colmo de la perversión, conserva en la cama. Es más que probable que Thomas Culinann haya leído el clásico cuento “Una rosa para Emily” cuando pensó en sus mujeres góticas durante la Guerra Civil. Ellas también han atrapado al enemigo entre sus pétalos rosados, ellas también representan un pasado que no volverá. Pero Emily está sola: persiste en su capricho con el hombre del norte y se torna necrófila. En cambio, las mujeres de The Beguiled se acompañan y permanecen unidas. Cuando Jeffrey Eugenides, el autor de Las vírgenes suicidas se enteró de que Sofia Coppola iba a hacer The Beguiled, le mandó un mensaje que decía “es para vos. Siempre amé esa historia”. Ambas películas comparten ADN. Es posible, también, que Eugenides haya leído la novela de Culinnan para escribir a sus chicas enamoradas de la muerte. Las mujeres de The Beguiled no quieren morir, ni en la guerra ni de amor aunque, como Emily, como las Lisbon, saben lo que hay que saber sobre la muerte. Son el viejo sur que resiste, ruinas que se creen hermosas en su decadencia. Toda la película tiene algo inquietante y espectral, como si estas mujeres deseantes entre candelabros fuesen ya fantasmas vengativos, damas de blanco que repiten para siempre, dentro de casas olvidadas, un pasado que no volverá.