La Argentina se ha visto conmocionada por eventos de gran impacto, tanto en el terreno de los hechos como en lo propositivo, a partir del cambio de gobierno ocurrido el 10 de diciembre.
El Gobierno produjo una devaluación de la moneda que significó un salto en la cotización de dólar de 118 por ciento y programó un profundo ajuste fiscal, cercano a los 5 puntos del PIB; éste se basó en la contracción de un conjunto de gastos (previsionales, obra pública, transferencias a Provincias), y en el incremento de ingresos, fundamentalmente mediante tributación sobre el comercio exterior.
Además, no se ha formulado un presupuesto para este año, sino que se reitera el de 2023, sin ajustes nominales, lo que genera un escenario de contracción brutal y generalizada del gasto, en términos reales, debido a los elevados niveles de inflación. Asimismo, se han liberado precios antes sujetos a algún tipo de control. Es así que el precio del combustible para transporte tuvo un aumento del orden del 100 por ciento en 20 días.
Estas medidas tendrán efectos a la vez recesivos e inflacionarios. El resultado inevitable será la redistribución regresiva del ingreso, que afectará a trabajadores y jubilados, por vía tanto del desempleo como de la aceleración inflacionaria. El programa, que pretende atacar la inflación heredada, llevará el aumento de precios a ritmos del orden del 25 por ciento mensual en los meses de enero y febrero. El último registro inflacionario más que duplica el promedio de las tasas de los meses anteriores.
No hay crisis terminal
Se ha aducido que este profundo ajuste responde a la necesidad de enfrentar una situación crítica como nunca se ha visto antes en el último siglo. La centralidad en cuanto a las causas de esta supuesta crisis residiría, cuando no, en el Estado, sea porque el déficit fiscal genera inflación, sea porque se alega que es congénitamente ineficiente. La justificación anida tanto en la coyuntura como en una supuesta decadencia centenaria de la Argentina.
Diversos datos muestran que no hay tal crisis terminal. Pese la deuda heredada y los fuertes shocks externos (pandemia, guerra y sequía), entre el último trimestre de 2019 y el tercero de 2023, el PIB creció un 6 por ciento. La inversión del año recién terminado alcanzó un nivel récord en la última década. El empleo registrado se encuentra en niveles también récord (13,3 millones de personas), y la tasa de desempleo fue de 5,7 por ciento en el III trimestre de 2023, el valor más bajo desde 2003; es destacable además la tasa de participación de la población en el mercado de trabajo, de más de 47 por ciento.
El salario real del sector registrado se mantuvo en niveles estables en los últimos años, pese al aumento del ritmo inflacionario. Esto no quita que existan disfuncionalidades, como es la presencia importante de ocupaciones informales o precarias, cuyos ingresos reales cayeron de manera apreciable. Y, lo que es central, no hubo una estrategia de crecimiento sostenible e inclusivo.
No hay entonces tal crisis terminal; pero un aspecto complejo sin duda es el proceso inflacionario, que alcanzó en promedio 10 por ciento mensual en el período junio-noviembre del 2023. Esto responde a diversas razones, además del eventual peso del componente monetario; entre ellas, la escasez de divisas y la consiguiente demanda especulativa, en un año donde la sequía más grave en décadas recortó pesadamente las exportaciones y puso en primer plano el estrangulamiento externo.
No era la única opción
Pero la inflación pudo y debió ser enfrentada preservando lo logrado en materia de actividad y empleo, especialmente si se toma en cuenta que el año 2024 presenta un escenario ya más desahogado, por la recuperación de la producción de granos (luego de la impactante sequía y consecuente caída de 2023) y la creciente producción de hidrocarburos no convencionales, que ya en 2023 permitió alcanzar un virtual equilibrio en las cuentas externas, en lo referido a energía.
La vía que ha escogido el Gobierno –-una devaluación desmesurada, acompañada por la inmediata liberalización de los precios-– pone a la Argentina al borde de la hiperinflación: en términos anuales, la inflación de diciembre y la prevista para enero y febrero representa una tasa superior al 1300 por ciento, un ritmo alcanzado, en los últimos 40 años, solo en los episodios hiperinflacionarios de 1989 y 1990.
Esta aceleración inflacionaria tiende a licuar ingresos y ahorros en pesos, y podría abrir el camino a una futura dolarización de la economía, una opción a todas luces desastrosa. Insistimos: esta vía, que comporta más que duplicar la tasa previa de inflación, no era la única opción, porque no estábamos ante una crisis terminal.
La experiencia internacional ratifica una y otra vez que el déficit fiscal no es causa inmediata, universal única de inflación; allí están como ejemplo los grandes déficit de países tales como Estados Unidos (11,8 por ciento del PIB), Gran Bretaña (6,3 por ciento) y Brasil (5,8 por ciento), siendo la inflación muy baja en todos ellos. Estos valores son superiores al déficit de la Argentina, del orden del 4 por ciento del PIB.
Otros factores inflacionarios son tanto o más importantes, como los shocks de oferta, la depreciación cambiaria, la puja distributiva, la inercia de las anticipaciones y el comportamiento de los sectores oligopólicos de nuestra economía, en lo que hace a la fijación de los precios.
El proyecto neoliberal
El Gobierno opta así por un ajuste inflacionario y recesivo, pero ésta no es una medida aislada. Ella se encadena con los lineamientos que plantea para el largo plazo, de la mano del Decreto de Necesidad y Urgencia 70/23 y del amplio proyecto de Ley enviado en forma casi simultánea al Congreso. Se trata de un programa de reformas cuyos principales ejes en lo económico son los siguientes:
*Privatización de todas las empresas públicas, incluyendo YPF, ARSAT y Banco de la Nación Argentina
*Reforma flexibilizadora de la legislación del trabajo y restricciones al derecho de huelga; supresión de sanciones a la parte patronal por contratar trabajo no registrado
*Liberalización de la actividad económica, retirando regulaciones estatales, en una multiplicidad de sectores: alquiler residencial, combustibles, pesca, azúcar, industria editorial, comercio minorista, tarjetas de crédito y medicina prepaga, entre otros.
*Reducción, hasta su extinción, del Impuesto a los Bienes Personales, blanqueo impositivo generoso (incluyendo el Impuesto a las Grandes Fortunas), reimplantación del IVA a los para productos de la canasta básica, acuerdos sobre doble imposición, con gran alcance por aplicación del principio de la Nación más favorecida
*Régimen de Promoción para Grandes Inversiones, para sectores primarios y tecnológicos, con generosos beneficios impositivos, cambiarios y renuncia a la jurisdicción nacional.
*Desregulaciones en cuestiones ambientales, como el manejo del fuego y explotación minera en zonas de glaciares.
Se trata de un amplio conjunto de acciones, guiadas predominantemente por el criterio de reducir tanto la presencia estatal en el quehacer económico como la presión tributaria, aunque favoreciendo claramente a sectores de altos ingresos y empresas de gran porte. Los acuerdos de doble imposición, además, resignarán ingresos fiscales originados en empresas trasnacionalizadas.
Por otro lado, se da amplia cabida a empresas extranjeras, sin la debida defensa de nuestra soberanía, en una cantidad de tópicos. Entre ellos, destacamos la propiedad de la tierra y la actividad pesquera. Asimismo se resigna jurisdicción nacional al habilitarse arbitrajes internacionales en diferendos que involucran al Estado.
La orientación en lo productivo favorece claramente a los sectores primarios, en detrimento del desarrollo industrial y la diversificación de la economía. En definitiva, se impulsa el desarrollo extractivista, que poco deja al país en términos de renta y acumulación de capacidades. Este patrón implica además despilfarrar los logros tecnológicos del país, en el ámbito espacial, nuclear y biomedicinal, entre otros.
El discurso que acompaña este programa de redireccionamiento socio-económico alega que hay ineficiencias inherentes al accionar estatal, pero también se apoya infundadamente en una suerte de derecho primigenio en lo económico, que el Estado no debe restringir.
Un camino conocido
Este programa llevará a la Argentina por un camino que ya recorrió, cuando encaró uno de los más profundos programas de reformas neoliberales que se vio en América Latina, entre 1989 y 2001. Los resultados estuvieron a la vista: desempleo elevado y persistente, polarización en la distribución del ingreso, fuerte endeudamiento externo, destrucción de parte del aparato industrial y reprimarización de la economía, bajo nivel de inversión y un final donde sí se produjo la peor crisis económica y política de la Argentina en la posguerra.
Esto no debe sorprender: los casos de desarrollo exitoso en el mundo se fundaron en una articulación virtuosa entre el Estado y el sector privado, aplicando políticas explícitas de promoción e incentivo. No hay casos exitosos que se fundaron en la demonización del sector público y la liberalización irrestricta de los mercados.
Sin embargo, como sociedad no hemos comprendido las consecuencias de políticas de este cuño, y reincidimos. Como ejemplo grotesco, empresas estatales privatizadas que retornaron al ámbito público luego de gruesas falencias de gestión, son postuladas para una nueva privatización; tal es el caso de YPF, Aerolíneas Argentinas, los ferrocarriles y Agua y Saneamiento Argentino.
Esta vez, el alcance de las reformas es diferente, porque una parte relevante de las empresas estatales existentes en 1989 fue vendida al sector privado, y allí permaneció; pero, como “novedad”, se propone enajenar el Banco de la Nación Argentina y las centrales nucleares, además de empresas tecnológicas estratégicas como ARSAT. A esto se suma la eventual liquidación de las participaciones privadas en el Fondo de Garantía de Sustentabilidad. Al igual que los '90, esta liquidación de activos estatales podrá ser empleada para rescatar deuda pública.
Cabe señalar que el andamiaje institucional que dio lugar a esas reformas en grado importante sobrevive hoy día, por el poco interés en desactivarlo por parte de los gobiernos luego de la caída de la Convertibilidad. La proyectada reducción en el haber jubilatorio (a partir de la desactivación de la actual fórmula de actualización) y la liquidación del Fondo de Garantía de Sustentabilidad abre la hipótesis de un descrédito del sistema de reparto y su reemplazo por uno de capitalización, en línea con lo ocurrido en la década de 1990. De ser así, será la reiteración de un ensayo que falló estruendosamente.
A lo anterior, se agrega un posicionamiento externo basado en alineamientos unilaterales, y carente de vocación de defensa de los intereses nacionales. La experiencia muestra una y otra vez que la diplomacia con estas bases solo se traduce en la irrelevancia a nivel internacional, y cosecha frutos magros en lo económico y peligrosos en lo geopolítico.
Nuevamente, la década de 1990 constituye un ejemplo en este sentido; la crisis de 2001 obedeció también a la decisión estadounidense de no brindar apoyo en la emergencia, pese a las enunciadas “relaciones carnales” que llevaron a la Argentina a la participación en la Guerra del Golfo, de 1991. Ningún país que se precie de “serio” en el contexto internacional toma este tipo de opciones, produciendo así cambios abruptos, como lo que acaba de ocurrir con el rechazo a la invitación a integrar el Grupo de los BRICS.
Graves riesgos
Este programa comporta una reconfiguración social, que será inevitablemente lesiva para las mayorías. Bajo este prisma, el drástico ajuste en curso encuentra su explicación en la necesidad de disciplinar a la sociedad, a fin de allanar el camino para estas reformas. No sorprenden en este contexto la restricción del derecho a huelga, ni la propuesta de endurecimiento de la normativa penal, por la que se requeriría por ejemplo autorización para reuniones de más de tres personas en la vía pública, una disposición propia del Estado de sitio y que conculca los derechos más elementales. Ésta es una diferencia central con el ensayo neoliberal de la década de 1990.
Dejamos para el final la aspiración que enuncia el Poder Ejecutivo, en cuanto al alcance de sus potestades. El contenido del Decreto de Necesidad y Urgencia no es propio de normativa para una coyuntura de emergencia; se arroga el derecho de legislar sobre cuestiones estructurales, que en nuestro sistema constitucional deben debatirse en el ámbito legislativo. Por otro lado, es imposible constitucionalmente tratar la llamada “ley ómnibus” como un todo porque hay tópicos que requieren mayorías especiales, como es el caso de las materias electorales. Siempre en base a la inexistente emergencia, se presiona al Congreso para una rápida sanción.
Pero hay más: este Proyecto de Ley establece la delegación de amplísimas facultades legislativas al Poder Ejecutivo, para todo el mandato presidencial. Nunca antes, desde el regreso de la democracia, el Poder Ejecutivo explicitó una pretensión semejante; y ni siquiera una hipotética victoria electoral plebiscitaria podría justificar esta tesitura.
En este escenario, no solo el bienestar de la sociedad está en peligro, no solo la soberanía nacional, sino también lo está el régimen democrático. Por todo lo expuesto, desde la Cátedra Abierta Plan Fénix expresamos nuestro absoluto desacuerdo tanto con el programa de reformas propuesto como con el marco institucional con que se lo pretende imponer.
Convocamos asimismo a la dirigencia que se identifique con los intereses de la Nación y que valore el bienestar de las mayorías a elaborar un programa alternativo. Como hemos mencionado, ésta es una asignatura visiblemente pendiente.
* Declaración de la Cátedra Abierta Plan Fénix