“Nada por aquí, nada por allá…Pero quién fue el degenerado que me lo cambió de lugar.” El Mago, Isidoro Blaisten.

La pregunta por la magia:

¿Por qué pensar en la magia, en palabras mágicas, para escribir unas notas que, ya desde el epígrafe, asoman una sospecha, un registro en animus iocandi? Si uno se extendiese en la pregunta, podría perderse en reflexiones muchos más complejas que abarcarían una larguísima evolución, desde la mentalidad pre-lógica hasta este presente hipermoderno.

No es la intención, ni la estación propicia del año para semejante empresa. La respuesta es más sencilla: lo hará para descifrar una escena ocasional.

La escena:

Unos de estos días entré en un Café lo bastante rumboso, solitario y umbrío como para acomodar mis huesos al verano y demorarme en la lectura de un libro. No había otros parroquianos, situación que complace al lector siempre a punto de distraerse, hasta que llegaron un hombre y una mujer.

Él llegó primero, ella un rato más tarde. Actuaban como si no se conocieran bien, como si fuese la primera vez que se veían a solas. Inmediatamente el libro dejó de interesarme y la atención se concentró en ellos.

No puedo asegurar que lo que acabo de describir se corresponda estrictamente con la realidad de esos dos desconocidos, pero es la historia que se armó en mi cabeza con solo dejarme llevar en la tranquila observación de algunos gestos distantes de la pareja que compartía mi espacio en el Café. Ya digo “pareja” y estoy adelantando un significado, puesto que creí que no se conocían en tanto no se comportaban como tal, es decir, como pareja. Eran solamente un hombre y una mujer adultos, conversando y tomando café y agua mineral. Hasta que ocurrió el milagro.

¡La magia! Dije para mí, cuando la escena tuvo el infrecuente desenlace.

El mago/ el poeta:

En algún pasaje de los textos reunidos bajo el título: “Obra Crítica” Julio Cortázar promueve una tesis fundada en la analogía entre el mago y el poeta. La tesis es lindísima. Pasa por afirmar que la poesía es también magia en sus orígenes. No hay diferencias en las operaciones de un brujo –matabelé- y Paul Celán, por decir el nombre de un poeta, pues ambos se dirigen al mundo de las cosas con admiración desinteresada e incorporan un ansia de exploración por la vía analógica.

Hallada la analogía, se posee la cosa.

Pero no me detuve allí. Necesitaba indagar un poco más, confrontar opiniones y sensaciones comunes. Me interesaba -ya se verá por qué- acreditar (término peligroso para el tema) que ciertas palabras funcionan como conjuros, es decir, que son capaces de transformar un estado humano, que el poeta y el mago rondan por el otro lado de las cosas con el viejo sortilegio de la metáfora, alusión creadora que ha hecho exclamar a Mallarmé: “el verso, ¡trazo incantatorio!”

Y si se habla de sentimientos humanos, ya está planteada la relación entre el amor y la magia, o entre el amor y la poesía como términos equivalentes.

El principio es mejor:

Siguiendo el derrotero del epígrafe, me encuentro justamente con otro texto de Isidoro Blaisten incluido también en el libro de cuentos “El Mago”. Dice el autor, hablando con el desenfado que caracteriza sus “Anticonferencias”: “Me gusta escribir sobre el amor. No concibo cómo un hombre o una mujer puedan vivir sin estar enamorados. No me gustaría morirme sin que una mujer me cierre los ojos”. Por eso, en el brevísimo cuento que voy a citar, escribe: “En el principio fue el sustantivo. No había verbos, nadie decía: “Voy a casa”. Decía simplemente: “casa” y la casa venía a él. Nadie decía: “Te amo”, decía simplemente “amor” y uno simplemente amaba. En el principio fue mejor.”

Contra la magia

La filosofía y la ciencia aparecen como grandes agonistas en la vieja batalla contra la magia. En otros términos, combaten la razón y el sentimiento o, mejor aún, la luz y la sombra. Platón suelta a sus filósofos sofistas. Con grandes diálogos, discurren sobre el amor. En El Banquete, por ejemplo, ensayan un merecido homenaje al dios Eros. Pero muy pronto nos damos cuenta que las disquisiciones estructuradas en correctos silogismos no explican más que la cáscara del asunto, que algo queda en sombras.

Se nota la ausencia de poetas o la necesidad de un mago hábil, un semi- dios como en el “Fausto” de Marlowe.

¿Nos quieren hace creer que los magos son mentirosos, que decir por ejemplo abracadabra no curará ninguna enfermedad, o que uno puede ya sentarse en vano a esperar que una puerta se abra? Hasta algunas novelas inglesas de magos se reservan las dudas. Oponen al prodigio, principios empíricos y evidencias. El rey de Inglaterra recibe con gusto los servicios de la antigua magia en la guerra contra Napoleón. No obstante, envía a sus ingenieros a revisar los puentes, cuando uno de sus magos le asegura mantener los ríos en sus cauces a través de sus hechizos.

¿A quién habrá de culparse si el agua logra su ciego cometido de anegar los campos y la ciudad?

Entonces….

¿No habrá que escribir sobre el poder de la palabra? Tres palabras que bastarían para crear una nueva y asombrosa situación. No tengo vergüenza de decir aquí, entre nosotros, lo que Pascal Quignard leyó en Marthe Adoeffer: “nos hemos apartado de lo que nos conmueve porque tenemos miedo de lo que nos conmueve”.

El desenlace:

Regreso al hombre y a la mujer en el bar, hace unos días.

Ha pasado una hora o más. Los pocillos de café se han renovados en la vuelta doble. Él, de pronto, se pone de pie. Es muy alto. Se dirige hacia el otro lado, rodeando la mesa, buscando el rostro de la mujer. Se inclina y le murmura algo al oído.

Es un instante muy breve. Equivale a tres palabras.

¿Qué palabras? ¿Qué conjuro?

 

Ella ante mi asombro, con desparpajo, con impaciencia, lo besa.