Completamente sola en el escenario. Sin más montaje que tres micrófonos, unas luces laterales, un sillón en el que espectador recién repara cuando ella se sienta allí, eventualmente, y una pantalla que sirve, sobre todo, para traducir sus palabras. Vestida sencillamente, en negro y blanco, con sus cabellos cortos prolijamente desordenados. Y, claro, con su violín, entre filtros y distorsiones de sonidos. Así se presenta Laurie Anderson en el escenario del teatro Opera y, durante exacta hora y media, desanda An evening with. Fue el jueves pasado en una noche hecha de música y, sobre todo, de palabras: palabras que hablan sobre palabras y que suenan como música. Así invita Laurie Anderson a pasar una noche con ella.
Anderson sabe asumir en toda su dimensión la idea de performer y así se vuelve dueña de la escena no actuándola, sino recorriéndola desde un personaje que no es otro que el de ella misma, con toda su historia y su leyenda a cuestas. Y aunque puede pensarse que todo artista que se sube a un escenario está montando algo del orden de lo performático, en este caso esa idea de acción artística –no improvisada, tampoco actuada, totalmente guionada pero librada al mismo tiempo al vivo– queda en el centro de la propuesta. El logro es que, desde la calidez de sus palabras y sobre todo del modo de pronunciarlas y enunciarlas, rítmica, encantadoramente, la música, cantante, compositora, directora de cine, poeta y artista experimental logra achicar distancias desde un gran escenario, convocando a un espacio de intimidad. Esta es así, para cada espectador, una noche con Laurie Anderson.
An evening with está montado básicamente sobre relatos de Anderson, algunos disparados por recuerdos de infancia, otros por escenas muy actuales de los Estados Unidos de la era Trump; algunos que parten de citas literarias, otros que giran alrededor de la idea misma de relato, lo que significa contar, lo que traen consigo y lo que dejan en el camino las palabras, lo que hay inexorablemente de olvido en el recuerdo. Entre uno y otro, o mejor dicho atravesándolos, está la música, y sobre todo la voz de Anderson, y el modo en que cuenta estas historias tiene algo de mántrico. Hay, por ejemplo, dos relatos que son reales, aunque no hace falta que lo aclare en el espectáculo, porque no viene del todo al caso. Uno es de cuando ella tenía 13 años y se postulaba como presidenta del centro de estudiantes de su escuela. Se le ocurrió escribirle una carta a John F. Kennedy, por entonces también candidato. Recibió su respuesta, una carta firmada por él con consejos de campaña: “Hablá mucho con tus amigos y prometeles lo que ellos esperan”, por ejemplo. Resultó electa y volvió a escribirle: “Gané”. Recibió entonces un libro que incluía citas del presidente sobre el valor del arte. Ese envío postal conmocionó al pueblo entero.
Otro recuerdo ya ha sido retomado por la artista, como en su película Heart of a Dog. Es el accidente que tuvo de niña y que casi la deja postrada, según cuenta que habían vaticinado los médicos. Anderson vuelve sobre el momento del accidente y sobre sus días de convalecencia en el hospital en el sector de quemados, evoca el terror que sentía por las noches, escuchando los llantos y los quejidos de otros niños que yacían a su lado, “el sonido que hacen los niños cuando mueren”. De pronto recuerda que a veces esos niños ya no estaban más a la mañana siguiente, la enfermera llegaba y tendía la cama, sin explicación alguna. Lo cuenta sin dramatismo, como si la historia en sí no fuera importante: la trae porque le sirve para hablar de los modos del recuerdo y del olvido. Y este es el punto, el tema que le interesa a Anderson: cómo se construyen las historias, cuál es el hilo que las cose, necesariamente atado a una verdad a medias, lo cual implica siempre una mentira. Toda la intención de Anderson está puesta en contar historias sobre las historias, y así en otros relatos avanza, por ejemplo sobre los clichés que guarda toda identidad, en su construcción como relato a lo largo de la vida.
Las citas literarias son tan amplias como Walden, el ensayo de Henry Thoreau sobre las posibilidades de “vivir en estado de naturaleza”, un libro clave en Estados Unidos. Y de allí a Las aves, la comedia de Aristófanes, para mostrar que, ya cuatro siglos antes de Cristo, a alguien se le había ocurrido imaginar la construcción de un muro interminable entre la tierra y el cielo. Anderson pinta su aldea y aparece entonces Trump, la sociedad llena de armas y de miedos, las guerras y las prisiones. Aparece Lou Reed, y con él y sobre él canta quien fuera su esposa “Would You Come to Me”: “¿Vendrías a mí? Si estuviera medio ahogado. Con un brazo por encima de la última ola. ¿Vendrías a mí? ¿Me levantarías? ¿El esfuerzo realmente te lastimaría? ¿Es injusto preguntarte?”.
La puesta de Anderson es poéticamente potente, también políticamente cuestionadora. La que habla es una neoyorquina espantada con Donald Trump, con la idea de algo como Donald Trump presidente, y sobre todo espantada con compatriotas que decidieron dar curso a tal idea. Mientras habla y mientras cuenta, hace pensar en cómo se construyen las historias, en lo que hace el ser humano con los relatos y las palabras, en cómo esos relatos pueden deformarse en su deriva. Ocurre en un lugar y un momento en el que es posible dar por cierta la siguiente historia: hay un país en el que un Estado hace desaparecer a un joven, arrojar luego un cuerpo en el lugar en el que se lo busca desde hace ochenta días, obligar a una familia a custodiarlo por horas –sin saber si es el cuerpo que busca– porque desconfía de toda instancia de cuidado por parte de ese Estado. Después de esta historia, cualquier espanto se vuelve relativo.