Viernes que recién comienza. Estoy yendo a Rosario a encontrarme con amigas para pasar el finde en la isla. No quiero pensar demasiado.

Quedamos con Dalia en encontrarnos en la terminal para tomarnos el 107 que va hacia el norte. Hace calor, es noviembre. Disocio un poco al momento de apoyar la SUBE en el aparato que descuenta el pasaje, y tengo la ocurrencia de preguntarme cuántas personas habrán muerto en la ciudad en estos últimos días. No tengo la respuesta.

Llegamos a la guardería náutica. Nos prestaron una piragua pesadísima que se llama Guidaí, el guaraní para luz de luna. ¿Qué puede salir mal? Gracias y nos embarcamos en nuestra aventura. Ya estamos remando. y cuesta cruzar el cauce. El río está muy crecido. Me pasé todo el mes viendo videos de las cataratas del Iguazú, y de cómo abrían las compuertas de Itaipú y Yacyretá. Pienso: madretierra sabe lo que hace. Vamos. Dalia va atrás maniobrando y me pega un grito para que reme más fuerte. Me perdí en mis pensamientos y tengo que hacer que la proa apunte a aquel ranchito celeste para que el río no nos lleve demasiado al sur. Vuelvo. Somos dos sirenas de agua dulce cruzando el Paraná, con el asombro intacto. No nos molesta que se mojen las cosas con el salpicar de las olas. El avistaje de aves aumenta y cada remo que se mete en el agua vale el esfuerzo. Falta poco para llegar . Vamos.

Del otro lado nos espera Itatí, que está cuidando un rancho sobre “El Embudo”. A esta laguna natural se entra por el Paso “El Cañito”, un brazo que se mete hacia el este en línea recta atravesando la isla. Miro atrás y se ve el halo de cemento de la ciudad. Al entrar a la laguna un cartel prohíbe navegar a altas velocidades, informa que el territorio pertenece a las Islas de Victoria y hay escrito algo más pero me distraigo con una bandada de biguás particularmente oscuros que nos da la bienvenida. Alrededor nuestro los peces saltan. El río crecido -me dice Dalia-, es como una fiesta.

Llegamos a destino. Itatí está con Leticia, otra amiga suya. Nos reciben ambas con mate a punto. El rancho es por completo de madera y está puesto sobre pilotes altos también de madera, como el año que empieza. La estructura parece resistente, apta para una inundación. Recibimos Dalia y yo las instrucciones para el cuidado del lugar: acá todo se ve muy lindo pero es de fantasía, el baño no anda así que tienen que ir al monte, y por favor no tiren agua en la pileta de la cocina porque no tiene adonde ir.

La pared está llena de ídolos de madera, artesanías de barro e instrumentos autóctonos del Norte Argentino. Todo parece salido de la tierra. Siento los espíritus de los hermanos Chaná.

Al lado está la escuela donde Itatí trabaja enseñando cerámica. Ella busca arcilla natural cada semana para darle vida a sus creaciones, y cada tanto encuentra algún resto arqueológico que luego atesora. Ayer los alumnos de la escuela se reunieron para activar el horno y hacer una producción colectiva. Ahora mismo todos los cacharritos están durmiendo, hay que esperar que el horno se enfríe para abrirlo y ver cómo salió todo.

Ya atardece. Vuelvo a sentir el espíritu de los Chaná. Es para los brujos la hora del jaguar, pero aquí en realidad la hora es de los mosquitos que acechan con un propósito evidente: devorarnos. Suerte que no son fuertes, y tenemos un repelente natural que hizo Leti con citronella y no sé qué otra cosa. Ya protegidos, decidimos ir a fumar cerca del agua. En la casa de al lado hay un muelle que lleva a un embarcadero de lanchas que no nos pertenece, pero que usamos igual porque está vacío. Camino acompasado hacia donde están mis amigas largando humo a la orilla del agua, contemplando el enorme camalotal florecido que envuelve el muelle.

Cayó la noche y los mosquitos se la apropiaron, así que volvemos al rancho. Afuera no hay nada más que hacer. Sin Wifi ni luz eléctrica armamos una picada con lo que cada una trajo. Pongo un disco que me parece ameno para el momento, pero la música del monte se escucha mejor: hay que aprovecharla. Ranas, grillos, aves nocturnas: todo parece armonizado. Los bichos parecen cantarle al sol para que vuelva a salir, y sé que lo hará.

Un Syrah que estaba en oferta empieza a quedar vacío y el sonido de las vacas nos asalta en plena noche. Salimos y debajo del rancho las podemos ver. Son muchas y nos están mirando. También hay dos caballos. Parecen todos dispuestos a tomar el lugar. Los ahuyentamos con sonidos guturales. Todo parece gracioso y serio a la vez.

Ya es hora de irnos a dormir. Elijo la cama individual que está en la sala común, me tapo con mi bolsa de dormir y rezo en una lengua que no conozco hasta quedarme dormido. Esto es lo que recuerdo del plano astral: estoy soñando en el mismo lugar donde duermo y hay espíritus. Una mujer me invita a salir y la sigo. Hay caballos y un brujo al que lo siguen tres yacarés, uno albino. La mujer me lleva hacia el este y llegamos a una laguna donde un círculo me está esperando. Me dan la bienvenida. Pipazo al tabaco y entre mis manos un trozo de panal que chorrea miel dorada. Acepto. Señalan luces en el cielo, creo entender lo que está pasando. Una niña con el pelo largo se acerca a mí, me mira a los ojos y me dice algo en la misma lengua en la que recé al quedarme dormido. Ahora estoy subido al yacaré albino y soy muy pequeño. El reptil me trae de vuelta al rancho y despierto a las 4 de la mañana. Me hierven las ganas de salir a buscar este lugar, sé que de salir solo al monte algo encontraría, pero no es el momento. Hay mosquitos y vacas salvajes. No tengo otra opción que volver a dormir. Esta vez no sueño y sigo de largo hasta las 8. Nos despertamos todos a la misma hora. Da la impresión de que hubo un acuerdo con la energía del lugar.

Sábado. Es hora de abrir el horno y sacar las figuras de arcilla hechas por los niños de la escuela, envuelto todo en pulsión de asombro y ternura. Hay canoitas, lechucitas, ceniceros. Recordé un libro de cerámica indígena de Antonio Serrano. También una vida pasada en en México donde fui una princesa. Esta es nuestra historia de pulso y barro, pienso. Sólida y frágil como la cerámica, dada a la rueda del tiempo.

Es la hora del almuerzo. Al sol hace mucho calor y a la sombra atacan los mosquitos. Decidimos asar verduras. Lo resolvemos rápido Leticia y yo. Ella es una mujer de campo. Suena Chabuca Granda y fumamos al rayo del sol. Todo se enciende a la par. Insistimos con las brasas y ya vamos a comer. Todo muy rico. A esta altura de la expedición llegaron más amigas y ya fueron todas advertidas: el baño no anda así que tienen que ir al monte, y por favor no tiren agua en la pileta de la cocina porque no tiene adonde ir.

Estoy en la isla, la tarde está radiante. Entre ríos se me va la lengua, todo dentro mío es recuerdos sin tiempo en el país fluvial: el canto de los pájaros, la voz de mamá entreverada, el silencio de papá escondido en el monte. Dalia me llama y ya estamos nadando mientras las demás preparan el mate. A esta hora mi abuela en Paraná debe estar levantándose de la siesta.

 

Vinimos a la isla a pasar el fin de semana. No pasa nada trágico, no hay dramas. Somos un círculo de amor conectado con la naturaleza. No nos quemamos la piel ni nos empachamos. Todo es hermoso. Los lugareños navegan y saludan con respeto. Por momentos me veo aturdido por los tarados que pasan en lancha a una velocidad desquiciada. Me cortan el río. ¿Y qué puedo hacer? Encontrar la calma. Los charrúas tenemos que saber bien cuándo es momento de pelar y cuándo es mejor respirar profundo y dejar pasar. Que no se me olvide.