“…el liberal económico puede pedir que el Estado use la fuerza de la ley, sin ninguna inconsistencia; puede apelar incluso a las fuerzas violentas de la guerra civil para establecer las condiciones necesarias para un mercado autorregulado”. Karl Polanyi

No son antiestatistas, son usurpadores de un Estado que pretenden operarlo para intereses propios. Lo supo decir Lenin en 1904, la libertad es una gran palabra, pero bajo su bandera se han hecho las guerras más expoliadoras, los despojos más descarados, las esclavitudes más aceptadas. En Davos se habló de Occidente, de su peligro, del socialismo y algunos opas nacionales lo aplaudieron, mientras gran parte del mundo observó absorto el espectáculo circense. Como si Camino de servidumbre, publicado en 1944 fuese repetido ochenta años después frente a un auditorio con media sala vacía y cuyos presentes, empresarios que habrán estado esperando razones que los convenzan para invertir en Argentina, se estrellaron contra la insensatez y la sinrazón.

Hace casi un siglo el liberalismo se encontró en una disyuntiva. Seguir por el camino del mercado autorregulado (esa sociedad libre que vocifera Milei) que estaba conduciendo a la desaparición del capitalismo o, por el contrario, un mercado acompañado por el Estado. El Coloquio Walter Lippman en 1938 tal vez haya sido el momento donde se planteó salvar al capitalismo más allá del liberalismo clásico y muchas veces contra el mismo. Hace unos años se publicó un recomendable texto llamado El nuevo orden del mundo, de Laval y Dardot que, refiriéndose a aquel momento, decían: “fuera de un núcleo de economistas universitarios irreductibles, aferrados a la doctrina clásica y profundamente hostiles a la intervención del Estado, cada vez más autores esperaban una transformación del sistema liberal capitalista, no para destruirlo sino para salvarlo. Sólo el Estado parecía estar capacitado para restaurar una situación económica y social dramática”. El keynesianismo (liberalismo embridado lo llamó David Harvey) compartió un tiempo esta preocupación, hasta que se convirtiera en blanco de ataque del neoliberalismo. Pero compartían esa preocupación sobre cómo salvar al capitalismo, contra el propio liberalismo que lo estaba conduciendo a la catástrofe.

Quien abordó parte de este momento crítico como una suerte de umbral civilizatorio fue Karl Polanyi, a tal punto que mencionó la crisis del liberalismo clásico en términos de la gran transformación. Lo que parece ser una confrontación entre liberales e intervencionistas (entendidos como lo hace el sentido común y como lo hace Milei) no es otra cosa que un movimiento entre fines del XIX y comienzos del XX, que enfrentó a un mismo grupo de liberales. Unos abogaban por los principios puros del laissez-faire frente a otros que lo hacían por cierto intervencionismo del Estado para garantizar el mercado autorregulado, lo que recién mencionamos sobre la figura de Keynes. Dice Polanyi: “Paradójicamente, no sólo los seres humanos y los recursos humanos, sino también la organización de la propia producción capitalista necesitaba una protección contra los efectos devastadores de un mercado autoregulado”. Efectos sobre las personas, los bienes comunes, la tierra, el agua, los servicios públicos, los alimentos.

La disputa abierta entre esas tendencias se pone de relieve recién en el siglo XX, cuando ante la crisis del '29 y las dramáticas consecuencias sociales (desocupación), económicas (pérdida de valor de la moneda) y políticas (avance del totalitarismo), muchos 'liberales' se percatan que para salvar al capitalismo se debía dejar a un lado los principios puros del liberalismo clásico. Sin embargo, es en el XIX donde el laissez-faire se constituye en un principio militante. Éste se logra a través de leyes específicas del Estado para producir un "proletariado libre" que se vea volcado a la búsqueda incesante de trabajo, una "moneda sana" lograda a través del patrón oro y un comercio internacional liberalizado que permita el flujo de granos hacia Inglaterra. El laissez-faire no tenía nada de natural, sino pura estatalidad. Gran sorpresa para el sentido común, el laissez-faire sólo puede desplegarse con una alta dosis de laissez moins-faire, en otras palabras, imponer el 'dejar hacer' a través de las leyes y de las armas.

Pero mientras que el laissez-faire sí fue una política de Estado, el movimiento contrapuesto no, fue resultado de tapar baches que iba generando la radicalidad del libre mercado. No hubo intención deliberada de extender las funciones del Estado, de ensancharlo restringiendo las libertades individuales (como suele decir algún liberal ramplón), fue espontáneo, sin plan, sin proyecto, conducido por puro pragmatismo: “Mientras que la economía del laissez-faire era el producto de una acción estatal deliberada, las restricciones subsecuentes al laissez-faire se iniciaron de forma espontánea. El laissez-faire se planeó; la planeación no”. El mercado necesita del Estado, mientras que la protección social es resultado de la presión y la lucha de los pueblos.

Si a este liberalismo clásico no le interesaban los sacrificios, el sufrimiento, las privaciones de los desempleados que perdían su trabajo por la deflación, la destrucción del empleo público para mantener la integridad monetaria, presupuestos equilibrados y monedas sanas, fue recién en la década del '30 del siglo XX donde estos postulados se pusieron en tela de juicio y se comenzaron a tomar medidas que abandonaban los principios del liberalismo económico.

Pero, además, ¿cuál fue otro problema que el laissez-faire les generó a los amantes de la libertad? El laissez-faire había permitido el surgimiento de los sindicatos a partir de la libertad y el derecho de los trabajadores a agruparse (un 'dejar hacer' a los trabajadores). Cuando el laissez-faire se volvió contra la instauración de un mercado autorregulado y una economía libre, los liberales económicos no tuvieron problema en descartar de un plumazo aquel principio y de demandar al Estado regulaciones y restricciones para asegurar lo segundo. Para el liberalismo económico no hay contradicción entre el sistema de mercado y la intervención, consumen intervención del Estado para producir el mercado libre y para mantenerlo.

 

La cita del comienzo estremece, el liberalismo económico exige un Estado de fuerza, prohibir las garantías democráticas, regular administrativamente las prohibiciones, prohibir las libertades de reunión, atentar contra el derecho de protesta. Incluso pueden apelar a la guerra civil para generar sus óptimas condiciones para establecer ese mercado autorregulado. Crear una sociedad libre a partir de protocolos puede resultar paradójico, pero es sensato pensar que se trata del modo de construir la libertad de los cementerios.

*UNR-CONICET. Director del Centro de Investigaciones sobre Gubernamentalidad y Estado (CIGE).