Será difícil hablar de algo que no sean elecciones en la maratón comicial que recorrerá América Latina y el Caribe en este 2024, con siete (o quizás ocho) citas electorales, en un mosaico de países bien representativo de las diferentes realidades y subregiones del continente, así como también de las diversas fuerzas oficialistas que, ubicadas a lo ancho de todo el espectro político, buscarán revalidar sus posiciones en el Estado.
Sin embargo, hay otros ciclos que discurren más acá y más allá de los ciclos gubernamentales y las puntuales citas electorales. No siempre visibles, casi nunca previsibles, su significado es vital para tratar de comprender el posible devenir de nuestra región en un mundo cada vez más convulsionado.
Sin garantías. Así comienza el 2024 en lo que a la democracia refiere. Tras meses de guerra judicial decretada por el Ministerio Público, la rebelión del Congreso saliente estuvo a punto de hacer naufragar la asunción del flamante presidente guatemalteco Bernardo Arévalo, líder del Movimiento Semilla, e hijo del ex presidente Juan José Arévalo. Sin embargo, las movilizaciones de la juventud y las del revitalizado movimiento indígena (vital en una nación en la que la mitad de la población es originaria), así como la decisiva presión diplomática internacional, fueron clave para impedir la concreción del golpe parlamentario-judicial.
Lo que sucedió el día 14 de enero sirvió para evidenciar, con claridad meridiana, la articulación de intereses políticos, judiciales, económicos y mediáticos que están por detrás de lo que localmente se conoce como el “Pacto de corruptos”. Pese a su moderación, la trascendencia histórica de este giro no puede ser menospreciada, si consideramos que se trata del primer gobierno progresista desde el derrocamiento de Jacobo Árbenz en 1954, en un golpe organizado y financiado por la CIA y la United Fruit Company.
En lo que a golpes y guerra judicial refiere, el otro caso resonante es el de Perú, en donde el poder judicial insiste en la incongruencia de juzgar por golpismo al presidente depuesto Pedro Castillo Terrones. La Fiscalía peruana pidió para Castillo una pena de 34 años de prisión por los delitos de rebelión, abuso de autoridad y grave perturbación a la tranquilidad pública. En este contexto, el Ejército acaba de exculpar a los militares que actuaron en la masacre del 15 de diciembre del 2022 en Ayacucho, en donde la propia CIDH identificó la comisión de masacres y ejecuciones extrajudiciales. Mientras tanto, la también investigada presidenta de facto Dina Boluarte, parece haber estabilizado su control del ejecutivo en alianza con el fujimorismo y con uno de los Congresos más impopulares de la región, a poco más de un año de consumado el golpe.
Paraísos fiscales, infiernos sociales
El caso del Ecuador, todavía más truculento, mostró la punta del iceberg de una nueva geopolítica del narcotráfico en la región. En una espiral de violencia que parece no tener fin, la pequeña nación andina vivió en los últimos tiempos motines y masacres carcelarias, el asesinato del ex candidato presidencial Fernando Villavicencio, una serie de ataques simultáneos en Guayaquil, y ahora también el asesinato del fiscal encargado de investigar la toma de TC Televisión por parte de grupos armados.
Sin embargo, no se trata de hechos de inseguridad puramente domésticos. Ecuador es víctima de la elaboración de nuevos productos y del trazado de nuevas rutas por los cárteles internacionales de la droga. La contracción del mercado de cocaína en los Estados Unidos merced al crecimiento del consumo de fentanilo y otros opioides sintéticos, están haciendo que parte de los flujos de las economías ilícitas desciendan ahora por las dos caras del subcontinente sudamericano, para ser exportadas desde este pivote hacia Europa, África y Asia. La respuesta del flamante presidente Daniel Noboa fue la declaración del toque de queda y el estado de excepción. Sin embargo, la militarización creciente puede presagiar un nuevo capítulo de las fallidas guerras contra las drogas que comenzó Nixon en la década del 70 y que, prolongadas en América Latina y el Caribe, mostraron resultados tan lesivos.
El otro ejemplo reciente de paramilitarización es Haití, país que primero sufrió la deriva autoritaria del ex presidente Jovenel Moïse, luego la infiltración de mercenarios norteamericanos para facilitar la represión paraestatal de las multitudinarias movilizaciones antigubernamentales, y más tarde el magnicidio del propio Moïse en julio de 2021, a mano de sicarios extranjeros. Desde entonces, Ariel Henry ha ejercido de facto los cargos de presidente y primer ministro, posponiendo de manera indefinida la convocatoria a elecciones. La nación caribeña no celebra comicios desde 2016, y no cuenta con un parlamento en funciones desde 2020. A esto se suma el control creciente de los grupos delincuencias de la zona metropolitana de Puerto Príncipe, así como de otras regiones del país.
Regresiones democráticas
El nuevo ciclo de autoritarismo y violencia no sólo viaja a caballo de narcos, paramilitares y dictadores. La regresión democrática también se produce en contextos formal o inicialmente democráticos. Esto resulta patente en la trayectoria seguida por El Salvador desde la asunción de Nayib Bukele, quien supo autodefinirse como el “el dictador más cool del mundo”. Tras la guerra declarada contra las “maras”, Bukele gobernó los últimos 22 meses bajo un estado de excepción que fue prorrogado por vigésimosegunda vez el 9 de enero. En este marco se produjo la detención masiva y arbitraria de al menos 3.500 personas, sobre el impresionante total de 75 mil encarcelaciones. Además, el presidente ejerce un control absoluto sobre el parlamento (con mayoría calificada en la Asamblea Legislativa) y sobre el poder judicial, desde que en 2021 destituyera a un tercio de los 690 jueces del país, entre ellos a los magistrados de la Sala Constitucional de la Corte Suprema y al Fiscal General de la República.
Por último, el caso del gobierno liberal-extremista de Javier Milei en la Argentina (aconsejado por Bukele sobre cómo debería “enfrentar a un sistema que no está de acuerdo con él”), encendió las alarmas tempranas de juristas y organismos de derechos humanos. La estricta regulación de la protesta social que entraña el “protocolo antipiquetes” de la Ministra de Seguridad, la virtual reforma constitucional que implica el megadecreto de “necesidad y urgencia”, así como los más de 600 artículos de la llamada “Ley Ómnibus”, prevén la delegación de facultades extraordinarias al ejecutivo por dos años (prorrogables al conjunto de su mandato).
En definitiva, si uno sombreara en un mapa los países con gobiernos autoritarios, aquellos presididos por gobiernos de facto, y si sumáramos las áreas de los países bajo control efectivo de narco-estructuras y grupos paramilitares, veríamos, en una cartografía en penumbras, el limitado alcance de una democracia efectiva en América Latina y el Caribe. El 2024 será un año con muchas elecciones, pero nada garantiza que se trate de un año democrático.
Lautaro Rivara es sociólogo y doctor en Historia. Analista internacional. Coordinador de los libros El nuevo Plan Cóndor e Internacionalistas.