La sintaxis barroca de Lina Meruane se alimenta de la voracidad por enredar, retorcer y desarticular. La exploración radical del lenguaje es su marca registrada; la saliva de su prosa está empeñada en detonar la lengua para examinar los pliegues más perturbadores de cuerpos dolientes y enfermos, cuerpos con un apetito inhumano y una incomodidad patológica. Unos niños hambrientos y encerrados que han perdido a su padre comprenden que la única manera de salir de casa será “comiéndonos a mamá”. Unas adolescentes que experimentan el placer de afeitar el vello rasposo de muslos y pubis a escondidas, en el baño de la escuela, deciden depilar a la fuerza a la estudiante nueva que “no parece una mujer”. María Carolina, una escritora presa que no tolera la hediondez de su celda, mató a su amante para librarse del intenso olor a otra mujer. En los trece cuentos de Avidez (Páginas de Espuma), escritos entre 1994 y 2023, la escritora chilena alcanza una potencia narrativa que tiene la fuerza de un cross a la mandíbula.
Meruane (Santiago de Chile, 1970) se mueve como pez por las aguas de los géneros. La ganadora del Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, que en otras ediciones lo obtuvieron la argentina Samanta Schweblin, la mexicana Cristina Rivera Garza y los chilenos Raúl Zurita y Diamela Eltit, entre otros, es autora de cinco novelas -Póstuma, Cercada, Fruta podrida, Sangre en el ojo y Sistema nervioso-; el libro de cuentos Las infantas y dos libros de ensayos tan interesantes como controvertidos: Palestina en pedazos, la versión ampliada de Volverse palestina (su padre es de ascendencia palestina y sus abuelos se marcharon de Beit Jala, ciudad palestina de Cisjordania, a finales del siglo XIX); y la diatriba Contra los hijos. También incursionó en la dramaturgia con una adaptación teatral, Un lugar donde caerse muerta, y una obra dramática: Esa cosa animal.
Hace más de dos décadas que vive en Nueva York, donde enseña escritura creativa en la Universidad del Norte (Colombia) y en la Universidad de Nueva York (USA). Los 50 mil dólares del premio Donoso, otorgado por la Universidad de Talca, le van a permitir “comprar tiempo” para poder terminar una “novela de hombres”, como ella misma la llama, con la que está trabajando desde hace diez años. “Un premio nunca realmente es para la novela que uno que ya escribió, es para la novela que viene porque te permite tener más tiempo para escribir y alimentarte del dinero de ese premio o de esa beca. Pero lo más importante desde lo simbólico es que el premio José Donoso me lo dan en Chile. Yo he tenido un recorrido raro porque el reconocimiento ha venido de afuera”, cuenta a Página/12 la ganadora del Premio Anna Seghers (Berlín, 2011) y el Sor Juana Inés de la Cruz (México, 2012), entre otros reconocimientos.
En una nota al final de Avidez, la escritora chilena revela que la mayoría de los cuentos surgieron por encargos. “Yo nunca he sido muy fan de la idea de juntar cuentos y publicarlos, pero lo que me sorprendió cuando fui a mi propio archivo de cuentos sueltos que no estaban publicados en un libro fue que había muchos que se podían reunir bajo una misma palabra, que es la avidez del título, donde aparece la cuestión de la comida, el hambre, el deseo, sobre todo el deseo sexual no normativo, para ponerlo en términos contemporáneos, y con personajes muy obsesivos que buscan algo que a veces es el objeto que se desea y a veces es vicariamente otro objeto que viene a suplir la falta de aquello que no se puede tener”, explica Meruane.
La doble pérdida
-En el cuento “Ay”, la madre de Aitana recuerda que su hija termina definiendo la maternidad como “la enfermedad del sufrimiento”. ¿Qué te interesaba explorar en este relato sobre la pérdida?
-Todos los cuentos tienen una escena que me convoca y muchas veces surgen de una voz, en este caso la voz doliente de una madre que no se resigna a perder a la hija y a tener que enterrarla incompleta, sin la mano. Esta escena me viene del periódico, de una nota leída cuando yo tenía como veinte años, un parrafito de la crónica roja, de unos padres dueños de una funeraria en una zona periférica de Santiago que se resistían a enterrar a su hija. La nota se centraba en el hecho de que el olor había alertado a los vecinos y habían llamado a la policía. Eso era todo. Y pasaron veinte años y un amigo me escribió para preguntarme si podía escribir un cuento para una revista. Y lo pensé y ahí apareció la voz de la madre y me puse a imaginar por qué no entierran a la hija, cómo es la escena; la madre que le quiere llevar comida a la hija en la morgue, que se resiste a creer que su hija está muerta. No es que yo tenga una definición de la maternidad como necesariamente sufriente, aunque hay muchas madres que están siempre en el drama de lo que puede acontecer. Lo que me interesaba en ese cuento, a medida que lo escribía, es que hay dos pérdidas: una es la pérdida del cuerpo de la hija, de la vida de la hija; pero también hay una pérdida anterior, que es mandar a la hija a estudiar y que la hija se desclase. Entonces tiene ese dedo levantado, el dedo levantado de la hija que le viene a decir a los padres quiénes son y a mirarlos un poco en menos. Me interesaba esta doble pérdida.
-El dedo levantado de Aitana me hace acordar a “Leonor”, un cuento de Hebe Uhart en el que una mujer al referirse a su hija que está estudiando en la universidad dice que la está “pordelanteando”, es decir que está por delante de ella, que la está superando, ¿no?
-Claro, esa es la historia de todas las migraciones. Yo vengo de dos migraciones, con lo cual mis padres “pordelantearon” a sus padres. Además es la historia que viví en la universidad, en aquella época donde había muchos compañeros y compañeras que probablemente eran los primeros universitarios de su familia. Entonces ese “pordelanteamiento” me interesa como un fenómeno social que significa que esos hijos van a tener una mejor vida que los padres, pero al mismo tiempo es una separación muy dolorosa. Entonces ahí se empezó a configurar toda esta cuestión con ese dedo alzado, con esa mano.
Perfume de mujer
-En tu narrativa suele aparecer una obsesión por los olores. ¿Qué importancia tiene el trabajo con los sentidos en tu escritura?
-El trabajo con los sentidos es un tema central en mi escritura. Sangre en el ojo es una novela muy visual donde aparecen los sentidos. Fruta podrida, la primera novela de enfermedad que escribí, comienza con ese olor increíble de las frutas que las mujeres están metiendo en cajas. El universo olfativo, el táctil y el sensorial me parecen muy importantes y permiten también construir un relato. La magdalena de Proust es puro olor. Los olores, lo sensorial, hace que el relato tenga una potencia de otro orden, que no funciona a un nivel tan racional.
El cuento “Sangre de narices” está inspirado en una mujer asesina de la literatura chilena, la escritora María Carolina Geel, seudónimo de Georgina Silva (1913-1996). “Chile tiene una cosa muy extraña y es que a mediados del siglo XX hay dos escritoras que son contemporáneas, que son escritoras importantes en su época, María Luisa Bombal y Geel -repasa-. Las dos les pegaron varios tiros a sus exparejas. La Bombal no lo mató, le disparó de lejos; en cambio Geel le pegó cinco tiros en el Hotel Crillón. Todo esto está muy bien contado en Las homicidas, un libro de Alia Trabucco Zerán”. Geel nunca dijo por qué lo mató y eso le permitió imaginar que lo hizo porque “olía a otra mujer”, entonces “el olor pasa a ser un factor desencadenante del crimen”. Geel publicó Cárcel de mujeres, “un libro súper interesante”, lo califica Meruane, sobre la cárcel, la posición de clase y de género. “Hay bastante rescates de las escritoras de esa generación, que eran muchas y muy leídas en su época y luego fueron voluntariamente olvidadas. Por eso cuando hablan del boom de las escritoras latinoamericanas y ese ruido que hay alrededor todo eso es una ganancia; pero ojo que la siguiente generación puede volver a repetir esto de olvidarlas voluntariamente”, alerta Meruane.
-Los cuentos también están atravesados por la cuestión animal. ¿Qué buscás al mirar lo humano desde el animal no humano?
-En “Tan preciosa su piel”, que es el cuento sobre la pandemia que me encargaron desde Argentina para un dossier sobre el apocalipsis, una de las cuestiones que más me trastornó fue ver cómo cuando los humanos nos metimos en nuestro propio zoológico doméstico, éramos visitados por toda suerte de animales que normalmente no vemos: desde las ratas en el metro en Nueva York hasta animales salvajes que vimos en muchos videos. Cuando me puse a escribir el cuento, estaba pensando en la carne que está afuera y en esa casa no hay carne para alimentarse. Pero también me impresionó darme cuenta de que en los cuentos había algo en común: una recurrencia de lo animal de la cual yo no era consciente. Yo no soy dueña de animales, no tengo mascotas, no tengo esa experiencia, pero en los relatos hay una relación con esos otros animales no humanos. La cuestión animal aparece en una obra de teatro que escribí, Esa cosa animal, y estoy escribiendo otra obra de teatro que también tiene que ver con la cuestión animal. Y luego está el Coloquio de las quiltras, argumentos caninos ante las crisis del feminismo. Hay una reflexión sobre la presencia de lo animal como especies con las que convivimos y a las que destruimos también como parte de nuestra configuración como animales que somos. ¿Por qué está eso ahí? No te puedo responder; es algo que tengo que llevar al diván y empezar a pensar por qué la presencia de lo animal... No podemos entender la condición humana sin salirnos un poco de lo racional. Ver la vida de la naturaleza, la vida de las otras especies, me permite reflexionar sobre la condición humana y la sobrevivencia.
-¿Se trata de reconocer la condición animal humana?
-También, pero no necesariamente desde lo salvaje, o no solamente haciendo esa distinción tan maniquea, que es la configuración de lo humano como excluyendo al animal por lo racional y por el lenguaje.
Una chica trans
-“Hojas de afeitar”, el más comentado y traducido, publicado en 2006, fue uno de los primeros cuentos que tiene como protagonista a una chica trans, cuando todavía no se usaba esa palabra y se hablaba de travestis, ¿no?
-Lo que me encanta de este cuento es cómo se ha resignificado su lectura porque mucha gente lo leía como un cuento fantástico, como parte del realismo mágico latinoamericano, con lo que yo no me siento conectada para nada. De pronto me empezaron a escribir chicas que lo vieron en la escuela y ahí me di cuenta de que lo estaban leyendo como un cuento sobre una mujer trans. Los contextos de lectura cambian la interpretación del texto; eso lo sabemos, pero nunca me había pasado de manera tan evidente cómo se transformó la mirada sobre el género y cómo aparecieron palabras que nos permiten hablar de ciertas cuestiones. Este cuento, que era fantástico, de repente se convierte en un cuento realista sobre algo de lo que estamos hablando tanto hoy, que es lo trans. En el cuento, Pilar es muy peluda, “no parece una mujer”, es “demasiado flaca”, especulan las niñas.
-Esas niñas no se reconocen en esa especie de espejo que podría ser el cuerpo de Pilar.
-Sí, pero también hay algo muy normativo en la cuestión del afeitado; entonces ellas han asumido que no debe haber pelos; es una escena escolar que me resultaba muy evidente con chicas maquillándose, exacerbando lo femenino sobre la otra que no parece mujer y que hay que hacerla parecer. O sea hay que normar ese cuerpo y al mismo tiempo en ese normar aparece el deseo. Es un cuento que cambió su significado y su lectura. A mi mamá, por ejemplo, le pareció un cuento divertido. Como mi madre es médica y no le tiene miedo al lenguaje del cuerpo lo lee de una manera muy chistosa.
-En tu escritura se percibe un interés por lo barroco del lenguaje. ¿Por qué trabajás la cuestión del lenguaje desde una perspectiva que apuesta más por la espesura que por la transparencia?
-La primera lectora de lo que escribo soy yo, y como lectora siempre he tenido una debilidad por las operaciones del lenguaje que la literatura nos permite, pero también por las operaciones del lenguaje que inconscientemente estamos haciendo todo el tiempo, todas esas metáforas que usamos, que tenemos tan incorporadas que ya ni nos damos cuenta de cuán metafóricas son. Trabajo de una manera barroca, pero también tengo el deseo de desnudar ese lenguaje, de dislocarlo para hacerlo ver y eso parece un ejercicio barroco, ¿no? Lo desnudo para que salga de su protección o de su cristalización. Yo me doy cuenta de que estoy haciendo un ejercicio de visibilizar el lenguaje, de mostrar qué es lo que realmente dice el lenguaje y al mismo tiempo que trabajo en los propios ritmos, porque me fascina tanto la lengua y me encanta la lengua chilena también, voy trabajando con el lenguaje a tal punto que a veces pienso que voy a escribir una cosa pero me encuentro con una palabra que me desvía el curso de la trama. Cuando me traducen --sobre todo esto lo pienso por Megan McDowell, que es mi traductora al inglés, pero se lo he dicho a otros traductores también--, me interesa menos la traducción de lo literal y más la producción de un ritmo, la expresividad del lenguaje. Cuando no subrayo una novela, es que no me interesó mucho porque es pura trama; está todo ocurriendo a nivel superficial. Lo profundo, lo sustancioso, lo asociativo, lo que te penetra a un nivel más interior tiene que ver con esa exploración del lenguaje. Coloquio de las quiltras, es una especie de investigación semántica sobre el lenguaje del perro o el lenguaje del animal. O sea, lo que se dice, cómo se metaforiza, las muchas expresiones que tenemos para ciertos fenómenos del animal. Mi escritura está muy centrada en el lenguaje.