Quisiera agregar algunas consideraciones al rico debate en defensa de entidades culturales dependientes del Estado Nacional, algunas de las cuales desaparecerían en tanto otras verían sus presupuestos drásticamente reducidos, según el Proyecto de Ley de “Bases y Puntos de Partida para la libertad de los argentinos”, más conocido como “Ley Ómnibus”.

Aunque todo sujeto humano lo hace, quienes producimos y consumimos cultura de una manera consciente, programática y sostenida, estamos en condiciones de explicar por qué, aun en circunstancias económicamente adversas, sigue teniendo sentido invertir en el desarrollo cultural. En efecto, he escuchado declaraciones acerca de que la cultura en general y las artes en particular no constituyen una necesidad prioritaria de modo tal que los servicios de los artistas no serían requeridos en estado de emergencia y por lo tanto, gobiernos como los de nuestro país que deberían organizar sus políticas en torno a problemáticas más acuciantes, se contradicen al entregar premios estatales a las artes, mientras sostienen un índice de pobreza del 40%. El problema con este tipo de apreciaciones basadas en el sentido común, no sólo es la oposición dilemática entre una cosa y otra, sino la incomprensión tanto de la naturaleza de la cultura como de la condición humana. Ciertamente, desde que nuestra especie tuvo conciencia de sí, la cultura surgió como su atributo inmanente porque le posibilitó construir “comunidad” con normas, valores, objetivos compartidos, identidad y sentido de pertenencia, limitando por esto mismo el despliegue y la satisfacción de las también muy humanas, pulsiones autodestructivas. Entonces, como a la salud, a la educación y a la seguridad, el acceso a la cultura también debería entenderse como un derecho absoluto, y esa es la razón por la que resulta ingenuo e inútil establecer jerarquías en la distribución del presupuesto nacional, ya que los procesos sociales siempre se desarrollan de una manera desigual y combinada. De hecho, nuestra forma de conocer, lejos de funcionar como una línea recta que desde lo simple y prioritario encara lo complejo y secundario, funciona más bien como una red multidimensional que no permite capítulos estancos en áreas delimitadas de conocimiento. Igualmente, la experiencia humana tampoco puede reducirse a una línea porque ésta es susceptible de redireccionarse para brotar en cualquier lugar y hacia cualquier dirección, posibilitando así, en medio del desasosiego, el nacimiento de sensibilidades y procesos culturales capaces de dejar grandes huellas en la historia de la humanidad.

Tentada estoy de compartir la emoción de presenciar a “Payasos sin fronteras” desplegando su arte entre lxs niñxs de un campamento de refugiadxs en el norte de África. Elijo, más bien, varios ejemplos que me permitirán establecer una ilación de sentido, para mejor explicar la importancia vital de que los Estados nacionales promuevan las expresiones culturales de sus territorios.

Comenzaré con el conocido caso de las condiciones en las que Dimitri Shostakóvich compuso en 1941 su Sinfonía # 7, subtitulada Leningrado. El año de su creación y el título de la obra remitirán al terrible bloqueo con el que los nazis castigaron esa ciudad entre 1941 y 1944. El 9 de agosto de 1942 la sinfonía se interpretó en el recinto de la Orquesta Filarmónica en Leningrado durante el peor momento del asedio a la ciudad. Hasta las ratas habían desaparecido engullidas por los humanos que hacían largas colas frente a las bibliotecas para recibir su ración de papel a fin de poder comer. Los músicos estaban famélicos porque, como se infiere, aunque deseaban interpretar la sinfonía, sus condiciones de subsistencia no podían ser peores. Aun así, el concierto se realizó y la interpretación se transmitió por radio a través de altavoces, lo que implicó que también la escucharan los alemanes, quienes sin lograrlo, intentaron detenerla cañoneando el recinto en el que se hallaban los músicos y el público, pues sabían que el gesto creador de Shostakóvich iluminaría el espíritu nacionalista de la resistencia soviética.

Casi simultáneamente, en un campo de prisioneros, el italiano Alberto Burri comenzó a pintar con lo que tenía a mano sobre las sábanas de desecho del hospital. Liberado en 1946 abandonó su profesión para dedicarse de lleno al arte, única forma de exorcizar el horror vivido y presenciado. Cuando por fin se consolidó como artista, lo hizo bajo la poderosa influencia del informalismo estadounidense cuya figura emblemática es la del gran Jackson Pollock. Y si me interesaba destacar la importancia de la cultura y de las manifestaciones artísticas en tanto formas de sublimar la culpa, la insatisfacción y el sufrimiento personales, aprovecho ahora la figura de Pollock para ejemplificar cómo democracias sofisticadas como la de EE.UU., han utilizado y utilizan a sus “héroes culturales” en tanto herramientas para la construcción de identidad y pertenencia, pero también como medios de penetración y dominación. Tal es el ejemplo de Pollock a través del cual, aprovechando la posición dominante en la que lo había dejado la victoria de la Segunda Guerra, ese país influenció fuertemente toda la pintura occidental de su época de la que sólo menciono el caso del italiano Burri. Sin olvidarnos del jazz ni de Hollywood, en plena “guerra fría”, es innegable que EE.UU. aprovechó sus producciones culturales para imponerlas en tanto ejemplo de “libertad” occidental, frente a los rígidos preceptos estéticos y éticos del socialismo soviético.

Soy artista y gestora cultural independiente de una escena de provincia. Soy docente e investigadora en la universidad pública y gratuita. Estas circunstancias privilegiadas me han permitido ver cuajar el talento de decenas de jóvenes de clase media-baja y baja que pudieron insertarse a escala nacional e internacional conservando el color de la propia voz, es decir, trabajando con los recursos proporcionados por las escenas hegemónicas y visibilizando al mismo tiempo su realidad-otra en la periferia. El caso de Gabriel Chaile es emblemático para la escena artística tucumana pues los pasajes comprados con el dinero de la venta de los bollos preparados por su madre, lo llevaron no sólo hasta la Facultad de Artes, sino hasta la Bienal de Venecia, en 2022. Desde allí, como si desde una cámara acústica se proyectara, resonó la lengua minoritaria de sus enormes piezas de barro asociadas con la iconografía precolombina de nuestro NOA.

Hablo de valores simbólicos que dan cuenta de diferentes identidades, entre ellas la del norte argentino, donde habito. Pero para quienes resulte complejo entender la plusvalía de un bien otorgada por su dimensión creativa en el ámbito de las ideas, aporto además la buena noticia de que a través de cotizaciones, inversiones y hasta de especulaciones, gran parte del sistema de la cultura y de las artes se encuentra involucrado en el régimen de la economía de cualquier país del planeta.

Nada de esto es posible sin Estado.

* Artista visual. Docente e investigadora de la Universidad Nacional de Tucumán.