El 7 de octubre del año pasado fue un sábado como cualquiera en el tranquilo barrio de Don Bosco. A la primavera se le había traspapelado un día del otoño y el aire fresco se podía ver desde las ventanas de la casa, así que Melisa preparó el mate pensando en pintar, y mientras se calentaba el agua agarró el celular en un gesto automático para ver qué decía el mundo. Y en ese mismo momento el mundo decía Palestina, decía invasión, decía Israel, decía Hamas, y también decía “Gaza, la prisión al aire libre más grande del planeta”. Y entonces Melisa no pintó. Recorrió noticias, historia, relatos, fotos y comenzó a retroceder el tiempo en su celular. Llegó casi hasta el año 1948 mientras en su ventana se hacía de noche, y la sonrisa brillante de sus ojos se llenaron de pena y furia.

Melisa recuerda una infancia en la casa familiar de Bernal, con mamá siempre rodeada de papeles, poniéndole un vestidito “de esos bobos de la época, con florcitas y dos colitas en el pelo” para atravesar las desgastadas baldosas rosadas del pasillo hacia el lugar más libre y seguro del mundo: la puerta de casa, con amigas y juegos y veredas y veranos plácidos. Un lugar donde sería bueno quedarse para siempre. Y entonces desde ese recuerdo vuelve a este siete de octubre y la furia encalla en la impotencia cuando en la pantalla ve a otra mamá, palestina, que a punto de morir ya acribillada en una otra vereda ni libre ni segura, solo intenta abrazar a su hija de unos dos años.

Melisa Di Natale fue y vino de la pintura donde “hice un camino largo. Desde chica mis nonos me llevaban a centros culturales a ver pinturas, y en cualquier casa siempre me quedaba observando los cuadros. Yo tenía ahí unos cinco años y dibujaba. A pintar comencé a los doce” y el papel fue una de las paredes de su cuarto, pero “la carrera fue salteada. Comencé la de pintura y luego la de cine y luego la de teatro, todas en Avellaneda. Siempre busqué el arte como forma de comunicar” y finalmente echó anclas en los pinceles donde la infancia siempre está presente y donde casi siempre hay una madre, quizá porque “de mi papa tengo un recuerdo a mis siete años, él se ataba los cordones de los botines para irse a jugar un partido de futbol. Se los ataba muy lentamente. Fue el momento en que tuvo el infarto” y que inauguró un largo tiempo de silencios familiares habitados por presagios tardíos.

“La pintura me salvó de algunos momentos y realidades de mi infancia. Quizá por eso pinto cuando hay algo que decir, y aún así últimamente siento que no alcanza y comencé a ponerles textos. Allí puedo decir que yo soy esto. Yo sé que la pintura no salva al mundo, pero digo lo mío.”

El remolino que merecía la búsqueda de un lenguaje se encontró con algo que tenía adentro, como los ojos, la garganta, el corazón o el aire de sus pulmones: “yo quiero pintar con sentido, relatos. No pintar por pintar. El arte es importante, por eso estudié mucho. No es fácil enfrentarte a tu propia mirada que acaba siendo tu obra, tu color, tu testimonio. Es un camino en el que primero sentís, luego salís y al que tenés que llegar”. Y todo en un lienzo.

Aquella pared del cuarto, que la contuvo desde su infancia hasta entrada la adolescencia, un día no tuvo más espacio y entonces Melisa recurrió al palimpsesto porque “ya no había donde más pintar. Había comenzado por dibujar una rayuela, luego cada tapa de los discos de Los Piojos, luego un universo y ya no había más donde hacer una raya” y vuelve a sonreír mirando las paredes de esta, su casa de hoy, donde su hija la superó ampliamente: no hay una sola pared que no tenga unas líneas de colores de su autoría y que “ya pensé en que debería repintar la casa, pero como sé que no va a durar, ahí está. Entre mis lienzos, sus murales” pero no hay reclamo, ya que “yo pinté en las paredes de su cuarto un universo y retratos de Darwin, Copérnico, Rosa de Luxemburgo, con la idea de que algún día me pregunte quienes son. Quizá suceda. Ojalá.” Y sonríe nuevamente mientras pone agua en un mate que ya está lavado pero resiste, e insiste con unas galletitas que “están buenísimas”.

Su rebeldía política no tiene más orígenes que la desesperación de ver “como sucede esa masacre en Gaza y que el mundo no se mueva, no condene, no lo pare. La cantidad, los miles de niños palestinos muertos parecen no conmover a nadie de los que toman decisiones.” Y ya no hay pena. La furia se transforma en un ceño que se frunce y una mirada dura de esta mujer que hasta hace un segundo no paraba de sonreír. Y eso que tiene dos risas: la de brillar y la de escaparse. Pero a veces no alcanzan para lo que le duele que “en muchos países los estados no propician la relación madre-hijo y eso me preocupa mucho siempre. La infancia es un momento de cuidado y yo insisto con eso en varias de mis obras, por eso ves tantas madres con niños o niñas” y en este espacio blanco con ventanas y caballetes, lienzos, maderas con obras y paredes grafitadas con crayones de colores, sobreviene un silencio poblado de miradas a algunas pinturas que, aun no necesitando explicaciones, aceptan comentarios; una mujer tocando el violín en un remolino marino, nueve niños jugando en sepia, unos ojos penetrantes de una muchacha de pelo cortísimo mirando admonitoriamente desde atrás de unos tachos con pinceles, un hombre con barba, un niño con una boina, otra madre con una niña. Y sobre el caballete una pequeña pintura en blanco y negro con dos pinceladas de color apenas perceptible, de una chica joven cuya media cara está borroneada. Se llama Los borrados de la historia, que “se ve que maceré desde aquel octubre, imágenes y noticias y cosas que hay que buscar porque no aparecen en ningún lado. Los muertos palestinos son los borrados de la historia y yo no había podido pintar nada.” Entonces una noche de finales de diciembre, buscó entre sus telas y maderas enteladas, encontró una en blanco, tomó un lápiz, diseñó la idea y la completó con oleo. Sin sonrisa de reír o de escapar, sino con la mirada de tratar de entender.

Entonces -y recién entonces- aquellos zapatitos Guillermina con hebillas que habían caminado el pasillo de la casa infantil, decidieron no quedarse ahí para siempre. Habían conseguido sentir el camino para salir y llegar. De Bernal a Palestina. Y todo en un lienzo.