Pablo Novak, célebre como “el último habitante de Epecuén”, falleció este lunes en la ciudad bonaerense de Carhué, a sus 93 años. Tenía veinticinco nietos y nueve bisnietos, y llevaba 33 años viviendo solo en distintos ranchos alrededor de los restos de Epecuén hundida en las aguas, mientras él se iba moviendo con sus chivos y vacas por esos campos mezquinos, casi en la entrada a la Patagonia junto a las ruinas de un apocalipsis. Era un hombre solitario pero alegre. En 1985 la inundación lo corrió de su campito junto al célebre Matadero del arquitecto Francisco Salamone. En 1990 se instaló en una casita semiabandonada que se salvó de las aguas crecientes del lago por unos metros. Allí le llegó la luz recién en 2022 y la compañía eran una radio, su perro y miles de turistas.
A sus 90 años, Don Pablo aún pedaleaba en la bicicleta oxidada pero se cayó y se rompió la cadera: solo así pudieron sacarlo del campo, donde ya no tenía vacas propias. Hasta el accidente, pedaleaba todos los días hasta las ruinas de Epecuén, a leer y charlar con la gente: necesitaba socializar. Contar su vida y la historia del pueblo donde fue al colegio, creció y trabajó, lo llenaba de vida: “a Epecuén lo vi nacer y morir; sin bicicleta ya no puedo ir; pero los turistas vienen a mi casa y los recibo a todos. Y a veces vamos juntos”.
Según cuenta su hija a Página/12, “desde el geriátrico se quería venir para su rancho otra vez, su vida era estar con los turistas y sacarse fotos. Había estado tratando de conseguir una bicicleta para escaparse; lo llamaba al intendente a presionarlo. Como no lo dejábamos irse por el covid, amenazó con hacer huelga de hambre”. Y cuando se pudo, lo llevaron a su casa otra vez y siguió recibiendo gente, en especial a la prensa, la fuente de su fama y de su ímpetu para vivir: 22 millones lo escucharon entrevistado por el youtuber mexicano Luisito Comunica. Otros 16 millones lo vieron en un video deportivo de Red Bull, donde él pedalea relajado entre las ruinas de la ciudad tragada por las aguas en 1985 y regurgitada 30 años después, convertida en una Pompeya bonaerense. Algunos millones más lo conocieron en un documental de la BBC y fueron a filmarlo desde Chile, Holanda, EE.UU., Francia, República Checa, Alemania, Italia, China, Corea, Japón y Rusia: “vienen a verme con traductor; me han hecho películas de todos lados” contó a Página/12 don Pablo a sus memoriosos 93 años, mientras alimentaba con leña su cocina económica que lo calefaccionada y le calentaba el "agua llovida" cuando se bañaba con un fuentón en su rancho de campo a 250 metros de un pueblo que, si uno lo mira desde un avión, ve lo mismo que en las fotos de Hiroshima bombardeada pero a color.
Había nacido en 1930 y de niño escuchó a un arquitecto decir que esa zona se inundaba cada 100 años porque crecía el lago salado. Por eso siempre trabajó para otros en Epecuén y nunca quiso comprar una propiedad: fue el único previsor.
Custodio del desastre
A Página/12 le contó que cuando se inundó el cementerio, “los cajones salieron a navegar; el agua abrió la puerta de los nichos y de las bóvedas. Los cajones llegaban todos a la costa, acá cerquita. Algunos estaban escritos; yo les avisaba a los hijos y los bomberos venían a buscarlos. ¡Una mañana me acerqué a la laguna y había como cuarenta cajones! Se salía en lancha a enlazarlos y los traían flotando en trencito”.
El secreto de su longevidad se lo reveló a este diario entre risas: “de niño, yo andaba por las chacras y cada 1 de agosto se festejaba la Pachamama. Yo en esa fecha siempre comienzo a tomar un trago de grapa con miel cada mañana, durante todo el mes. Y trato de no salir, porque agosto se lleva a los viejos; si se descuida uno, le brotan las enfermedades viejas. Cuando termina agosto, salgo y grito '¡pasé agosto!'”.
El 24 de noviembre del año pasado se le salió la manija del bastón y se fracturó la cadera. Lo volvieron a operar, los médicos no tenían mucha fe en su recuperación y él les demostró que estaba dispuesto a luchar por nuevos agostos. Tuvo covid y se recuperó. Le puso todas las pilas a la kinesiología y al mes ya caminaba. Ya estaba cerca de regresar a su amado rancho, pero tuvo una ACV y quedó casi inmovilizado. Con el brazo que le quedó bien, movía el otro para recuperarlo. Y volvió a caminar y a leer el diario. Había perdido también el habla y aun en esas condiciones, siguió recibiendo turistas en el hogar donde se recuperaba. Ya no podía contarles su historia pero hablaba con la mirada y su sonrisa. Iban chicos de escuela y posaba feliz para la foto. Los niños le dejaban cartas y dibujos. Era un roble de 93 años y estaba recuperando algunas palabras, mientras ya planeaba un regreso al pago. Pero acaso un nuevo ACV ya fue demasiado y no resistió.
Ciertas malas lenguas del pueblo lo criticaban por el detalle de que, en rigor, nunca vivió en Epecuén. Pero él exhibía fotocopia del registro escolar con su nombre, la prueba de que fue al colegio allí. Acaso no le perdonaban haber sabido entrever, aquello que nadie quiso ver. O la fama, según él. Lo de él era simple: quería conversar, conocer gente. Contarse a sí mismo era lo que lo mantenía vivo. Y lo que más le fascinaba era hablar con los medios y consolidarse como celebridad mundial. Su hija Roxana contó a Página/12: “la falta de voz lo apagó”. Quizá por no haber podido más contar su historia, fue que su cuerpo cedió. Pero su historia se sigue contando en esta curiosa forma de inmortalidad digital que ofrece internet --cuya lógica él entendió muy bien-- donde los agostos son infinitos.