De tan enigmáticas y escurridizas, hay algunas figuras de escritores que terminan siendo las más adecuadas-atrayentes, sin duda- para encarar el trabajo siempre arduo de hacer una biografía. ¿Qué es al fin y al cabo una biografía sino una enorme conjetura, una hipótesis entre dos signos de interrogación? La biografía siempre está en el terreno del ensayo, de lo provisorio, y hay algo en la relación de la escritora y crítica Reina Roffé con Juan Rulfo (“este Rimbaud de la campiña jalisciense”) que no sólo lo ratifica sino, también, lo exalta como una meta, un objetivo a conseguir: llegar hasta donde es posible, y después que otros tomen la posta si quieren.

En los primeros 70, Roffé publicó Juan Rulfo: Autobiografía armada. El calificativo de “armada” apuntaba a la configuración del libro –un collage en primera persona, basado en fragmentos de reportajes y declaraciones del propio Rulfo- pero no deja de reverberar el tono de una época que se debatía entre las armas de la crítica y la crítica de las armas. Se publicó primero en la Revista Latinoamericana, a instancia de sus directores, Juan Carlos Martini Real y Alberto Vanasco y luego apareció en formato libro con ilustraciones en una edición de Corregidor de 1973. Pero el camino hacia Rulfo tendría otras postas. Una entrevista que le realizó Roffé en 1974 en Buenos Aires, en primer término. Rulfo había venido a la Argentina como parte de la comitiva de intelectuales que acompañaron al presidente Luis Echeverría Álvarez.

“Advertí que como todo ser apartado, automarginado, le gustaba ser incluido, que le prestaran atención. Ese encuentro fue para mí muy revelador. Era un hombre que llevaba en su rostro una pena enorme. Por un lado, lo tenía todo y por otro nada, aunque lo respaldaban sus dos magníficas obras”, contaría Roffé en una entrevista de 2012. Todo este bagaje, y obviamente ese contacto personal e íntimo, arrasador aunque fuese fugaz, confluyeron en Las mañas del zorro, una ampliación de ese campo biográfico.

Las mañas del zorro fue editada originalmente en España en 2003, y a veinte años de aquella novedad, vuelve a aparecer en Argentina en una edición de Mil Botellas. Veinte años de distancia que, por supuesto, no amenguan las zonas de misterio acerca del escritor y su mitología, en parte autoconstruida, en parte alimentada por las expectativas de los demás.

“Con mi biografía intenté reescribir los vacíos, los baches, los puntos ciegos del escritor” comentaba Roffé en aquella entrevista de 2012. “Una de las cosas que más me atrajeron como materia de investigación fue la cuestión de la mentira en Rulfo. Me resultó muy interesante observar cómo fue urdiendo fragmentos de su vida a través de una serie de embustes. Mintió en casi todo, incluso en asuntos que no tenían mayor importancia: cambió su fecha y lugar de nacimiento varias veces, maquilló su infancia, contó historias distintas sobre cómo había ocurrido el asesinato de su padre, mintió sobre los estudios que había cursado, ocultó hasta el final, cuando ya no era necesario hacerlo, que había sido seminarista. Juró y perjuró que estaba escribiendo libros que finalmente nunca publicó”.

El nudo de la vida y la obra de Juan Rulfo es, obviamente, el enigma de su agrafía –treinta años de silencios, de no publicar- seguido del momento fulgurante y quizás no menos enigmático, en el que hace girar en el vacío mágico a la literatura latinoamericana con los cuentos de El llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955) ¡casi diez años antes del boom! Para volver a cerrarse sobre el misterio de su nuevo silencio literario hasta su muerte en 1986. Y, como si esto fuera poco, se vuelca en esos años a una frenética vida pública de escritor en la que va superponiendo y desmintiendo leyendas y maldiciones: el alcohol, la infancia durísima, el asesinato del padre, el temperamento hosco y el rostro adusto debajo de una capa de indudable, contenida ternura. Mientras tanto, mientras se desplegaba el mito del escritor único, tortuoso y diferente a todo lo conocido hasta ese momento, es innegable que se iban trabajando –en espejo- reflejos y resonancias con otras imágenes de antaño o contemporáneas. Si J. D. Salinger sería una referencia ineludible por la parquedad de la obra y el retiro prematuro, en la literatura argentina podrían rastrearse similitudes y diferencias con la figura de escritor más enigmática que hemos sabido conseguir, la de Benito Lynch, el misántropo. Y su resistencia a la profesionalización del escritor latinoamericano en los años 60, a la manera de Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez o Mario Vargas Llosa, lo asimila a otro cultor de la autodestrucción como marca persistente, el peruano José María Arguedas. Y por encima de todos y todo, como bien lo marca Reina Roffé en su libro en más de una oportunidad, la figura tan iluminadora como ominosa –sombra de luz, podría decirse- del poeta Rimbaud, el inventor de casi todas las tretas y mañas habidas y por haber con su “Yo soy otro”.

Las mañas del zorro es una biografía- ensayo que resuelve magníficamente su relación con el biografiado y sus núcleos más problemáticos, tanto en el plano de lo real como de lo imaginario. En vez de plantear grandes unidades, avanza mediante subtítulos de secciones que van abriendo nuevas ventanas que, en el acumulado, suman y multiplican los sentidos, nunca se regodea con el misterio y la desesperación del enigma sin resolución única o evidente, pero tampoco trata de resolverlos febrilmente, respetando la esencial opacidad del asunto.

“Confiaremos, por tanto, en ofrecer al lector una de las manifestaciones posibles de la biografía de Juan Rulfo”, escribe Roffé en las primeras páginas introductorias, “producto de esa labor, a veces árida, de leer y compulsar documentos, contrastar datos y testimonios, pero principalmente, de interpretar ciertas tensiones del momento histórico y cultural de su época, como, asimismo, aquellas otras ligadas al ámbito de lo privado que determinan el comportamiento y acusan un rasgo particular”.

Desmitificar, pero aceptando que la mentira, la ficción y la ilusión, son parte del juego, en cierta medida sus leyes. El serio juego de una literatura que, como sucedió con Juan Rulfo, siempre se abre camino en medio del páramo de la vida. Quizás, el más hondo de todos los misterios.


> Un fragmento de Las mañas del zorro de Reina Roffé

EL SÍNDROME DE RIMBAUD

En 1970, Rulfo recibió el Premio Nacional de Literatura, que le fue concedido durante el mandato de Gustavo Díaz Ordaz. Al recibir el galardón, el escritor hizo en su discurso una declaración insólita que algunos interpretaron como sarcasmo: “No recuerdo por ahora quien dijo que el hombre era una pura nada. No algo, ni cualquier cosa, sino una pura nada. Y yo me siento así en este instante; quizá porque conociendo lo flaco de mis limitaciones, jamás elaboré un espíritu de confianza; jamás creí en el respeto propio. No obstante, México siempre ha sido un país generoso con sus hombres a pesar de todo, aun contra nuestra voluntad. Y es por ello que quiero aprovechar esta situación para aclarar a mis semejantes, a los que deberían estar en mi lugar, que no me guarden ningún resentimiento, que si estamos aquí, pobres de nosotros, convertidos momentáneamente en una res publica, tal vez se deba a que tenemos algunas virtudes que ni nosotros mismos conocemos, o quizá simplemente el valor de presentarnos ante el señor Presidente de la República y ante mucho otros hombres representativos de las virtudes de México, exponiendo nuestra humildad y, por otra parte, expresándole respetuosamente nuestro reconocimiento”.

Poco después, Luis Echeverría Álvarez, candidato del PRI, asumió la presidencia de la Nación tras varias años como secretario del gobierno que más críticas había recibido dentro y fuera del país en varias décadas, el de Díaz Ordaz. Contra todo pronóstico, Echeverría inauguró una etapa de “apertura democrática” que tuvo como gesto más elocuente la liberación de los presos encarcelados con motivo de la represión de 1968. En lo económico trató de impulsar algunas reformas y, en 1972, decretó una expropiación de tierras para ser distribuidas entre los campesinos, impulsando los ejidos colectivos –parcelas superiores a diez hectáreas-, pero la medida se impuso débilmente, por el temor del gobierno a generar la protesta de los pequeños agricultores que se habían beneficiado hasta entonces de la expropiación individual.

***

A Buenos Aires llegó en el invierno porteño, acompañado de sus cuates Edmundo Valdés y Augusto Monterroso. Su fama iba en aumento y era uno de los lectores más leídos; todo joven que se preciara de buen lector tenía sobre su mesilla de noche Pedro Páramo y El llano en llamas.

Parte de la delegación de Luis Echeverría se había alojado en el tradicional y elegante Plaza Hotel. Eric Nepomuceno, que por entonces vivía en Buenos Aires, recuerda que el presidente de México se había llevado con él “algo así como doscientos intelectuales y artistas, el número era motivo de broma”. En el hotel daban una cena de gala y Nepomuceno asistió acompañado de otros amigos escritores. “Yo tenía veinticinco años y me fascinó la posibilidad de conocer a Rulfo. El Plaza era entonces muy lujoso, tenía una gran escalinata. Nos quedamos Eduardo Galeano, Juan Gelman y yo hablando con Rulfo. Un hombre menudo que fumaba sin parar y hablaba en voz muy baja. Pero enseguida tuve la impresión de que, en realidad, era un gigante silencioso. Ante nosotros desfiló toda una feria de vanidades. Saludaban a Eduardo, a Gelman y se despedían apurados explicando que debían entrar deprisa porque Rulfo los esperaba en la mesa de honor. Era increíble: con sus ansias de lucirse, ninguna de aquellas estrellas de la futilidad se daba cuenta de que Rulfo estaba ahí, recostado en una columna, fumando y divirtiéndose con todo aquello. A cierta altura, nos dijo: “Es que con tanta gente importante ya no me queda sitio en mi mesa, mejor vamos a comer a otro lugar”.

Al día siguiente, en una reunión que Rulfo mantuvo con algunos jóvenes periodistas y escritores en el vestíbulo del primer piso del Plaza Hotel -encuentro que fue posible gracias a la generosa intervención de Edmundo Valadés-, el escritor no se privó de bromear. “Yo ya no existo”, contestó cuando le dijeron que lo encontraban más comunicativo que melancólico. Sobre la película basada en Pedro Páramo declaró: “Es muy mala. Ceo que el director no logró el tono ni el clima adecuados”. Acerca de sus cuentos consideró que la mayoría eran flojos, y añadió: “Estoy siempre corrigiendo el mismo libro”. Confesó su admiración por Borges, pero dijo en un murmullo: “No deja hablar a nadie. ¿Cómo es que Bioy Casares lo ha soportado tanto tiempo?”. Y se mostró preocupado por la salud de Juan Carlos Onetti. Quiso saber si el uruguayo pensaba radicarse en Buenos Aires después de aquellos días en la cárcel, cuando en la orilla oriental del Río de la Plata el gobierno de Bordaberry reprimía a los intelectuales con sus leyes moralizadoras y ponía en marcha una absurda Operación Aseo para censurar toda manifestación contraria o diferente.

Pero cuando los jóvenes periodistas le preguntaron por qué no podía librarse de su escepticismo, tan difundido, y publicaba algo de lo que, según contaba, venía escribiendo, Rulfo tomó un libro que había sobre la mesa, La oveja negra y demás fábulas de Augusto Monterroso, lo abrió en una página y pidió que leyeran en voz alta un brevísimo cuento titulado “El zorro es más sabio”. El cuento trata de un zorro que se convierte en escritor, publica un libro bueno, luego otro mucho mejor, y con eso se da por satisfecho, pero los demás empiezan a preguntarle por qué no publica más. Entonces el zorro se pone a pensar y se dice a sí mismo: “En realidad lo que estos quieren es que yo publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer. “Y no lo hizo”, dice la última línea del cuento. Los entrevistadores se despidieron de Rulfo y uno de ellos comentó -el autor ya no lo oía-: “Démonos nosotros también por satisfechos y dejemos que el zorro continúe con sus mañas; ya escribió dos libros memorables”.