Sé que cuando yo ya había bajado del tren en Ranelagh –que bien podría haberlo tomado en la Pearse, adonde yo, de arranque, había medio amagado atropellar, pero cuando quise acordar, me encontraba clavándome un soberbio Jameson, en el Mulligan´s, el que queda cerca de la Tara station, y para allí rumbeé– y había ido a destacarme con subordinación y valor delante del Er Bucchetto zampándome una media pinta y media de vivificante Guinness –para asentar el par de galvanizantes shots embuchados en el pub–. 

Yo ya iba orejeando que poco y nada iba a poder recordar de ese ambo fulero de días –lo transcurrido durante esas largas, sordamente amargas cuarenta y pico de horas: eso que luego me impondría yo contarles a los demás de la barra, ese informe obligatorio que tendría la cualidad de un collage tan prolijo cuanto lo permitieran las previsibles lagunas, –tal que un fucking trojan– me fueran infectando mal–mal el rígido, interrumpiendo y alterando así la crónica. 

Esto era lo que yo ya me me iba pronosticando, mientras me esforzaba en junar por millonésima vez si portaba el equipo completo, como en la colimba, para la amarga excursión que estaba yo por emprender, amén de esa yunta inexplicable de sacrosantas estampitas de las madonnas del Rosario y de la Bisaccia, debidamente bendecidas (¡¡yo, nada menos, que no creo ni en mi sombra!!), modosamente encanutadas en un muy útil cuan práctico portadocumentos, finamente confeccionado en resistente p.v.c. sudcoreano, símil cuerina –especie de escapulario– colgándome del pescuezo, mientras empezaba a relojear el horizonte –como Catriel de pie sobre las ancas de su redomón, mientras el tan inclemente cuan inesperado Irish sun se esforzaba por licuarme–, a ver si relojeaba entre el malón de coches, al del gáuchico virújico de Uziel, y que no sería sino hasta que, ya de vuelta del raid o sea: haberme arrimado él hasta el modesto, lubre hostel desde yo había partido, flanco oeste del barrio Brides Glen, (en vez dejarme cerca de alguna parada del metro) o del Luas, a medias zombie, , que no podría yo evitar estar sumido en una de las tantas variantes de estar zumbado, estar bajo los efectos de una especie de soberana sbornia...

Sabía, estaba hiper convencido de que me esforzaría a pedirle que me contara –a poco de abrocharme el cinturón, y sabiendo que al escucharlo yo iría quedando mormoso, contra las cuerdas: el alma descoyuntada, encendiendo torpemente un faso con el otro– todo lo más que pudiera de lo sucedido a primeros de marzo, aún sabiendo que lo que fuera a batirme tendría un estilo a la retranca, como de estar siendo apretado por la cana, con algo de escueto parte de batalla, informe pijotero, o sea.

Algo iba como cantándome que mientras Uziel –no tan fumado como yo hubiera apostado– fuera batiéndome lo que pudiera recordar de esas horas super chotas, estaría sintiéndome algo fallo en pignet para ir entendiendo algo de esa especie de parte médico barrial, fuera taladrándome la bocha, y tendría que volver a preguntarle, impacientándolo, y es que yo iría captando que desde la memoria ram me iría brotando una parva de imágenes de aquellos días de aquellos rugientes '70, cuando yo surcaba raudamente y con mucho donaire, (Easy rider rosarigasino), esas procelosas calles de Rosario y zonas de influencia, a lomos de una muy gauchita Siambretta –berrética–berrética–tan descascarada como coquetamente tuneada. 

Y esas imágenes son mayormente en severo blanco y negro, como la mayoría, ¡ay!, de los escrachos de esa época, excepto esas comedidas Polaroids. Esos días en que mucho de nosotros estaba en brote –incluyendo a las chicas furiosamente en fleurs– poco y nada importante habíamos hecho, y por lo tanto, no nos aterraba la posibilidad de echar la falta con veinte, o sea: en la timba de la vida plantarnos con tres y medio, cuando mucho, para jugarnos el pellejo, cuando tallara, por ideales bastante ídem... Ideales algo medio bastante fantásticos... 

En esos años en que el Ruso y yo discutíamos –después de una posta en Pop’s– en el Odeón, mechado con el quéhacer, semillón de por medio, si Hendrix le había tirado cuerpos de ventaja a Clapton, o si la Mississipi Queen que gorjeaba la Chancha (Leslie) West era la Proud Mary de Creedence. O le pedía yo al Ruso que contara sus andanzas –muellemente sentados, más clinudos y barbudos que Fierro y el Che, moscato de por medio en el boliche del paddock del Independencia– de cómo él había abordado a la mejicana ésa – en la puerta de Silwan: la bostera– ambos como volviendo del flanco del Rock Dome, el cual, claro, tuvo que explicarme, no tenía que ver con el rock, ni mucho menos con el H. Rock café, ese garito donde, en los '80 iban a coincidir y hacerse amigas la rubia mejillona y la hermana de Ofra, cuando tomaban el mismo bondi para volver –a las tantas– al populoso Hagasatikva!!.

Y calculo que será cuando ya llevemos rato rodando, y yo siga, púchico tras púchico, como el ciego inconsolable del verso de Carriego, mientras no deje de resonarme en el balero The End, berreado por Jim Morrison, que sentiré que en silencio yo ya haya empezado a preguntarme con quién podré en el futuro recordar cómo nos pintaron la jeta los guachos de Acindar, en cancha de Mercadito Lux, o comentar, de ahora en más, los goles de la legasepra, del charrúa, los del Timâo y los de la Macaca –los más que posibles del Kringo en Miami– y también, si acaso, los del canagasalla, etc., por uasap, o como sea, y capaz que esto me llene el marote porque –caeré en la cuenta– de que repente habrá caído la noche: una noche tan oscura como la tumba en la que ya hace más de diez meses yace mi fraternal amigo, el Ruso Mordegasáidele, la que habré visitado tan temprano como se podía, tratando de zafar –¡sin éxito!– de derretirme bajo ese Irish sun que inesperadamente rajaba la tierra sedienta, como la de la chacarita de los colegiales de Cané, en ésa, su querida Beer fucking town, sin poder creer ni por un segundo que fuera cierto el hecho de que yo estuviera ahí, cumpliendo con mi conciencia, ahogado en llanto, sin poder parar de largar el moco, y aullando: ¡así no era, Ruso! No se le hace eso a los gomías, irmâo, eso de irse al mazo, saltar la valla dequerusa, ´tuviste flojo, chancha! para que, en un impreciso momento, aún sintiéndome como canilla poí que azota el hansim (vendaval), me ordenara levantarme de la lona -¡dando volta a por cima!-, aún groggy, luchando por mantener la vertical, tratando de rehacerme y así ir borrándome de la escena, con el cover de Jimmy (Patrick Page) del preludio nº 4, en mi menor del Freddy Chopin arrasándome la bocha, barrenándome prolijamente los sesos, pero sobre todo el alma, con el portadocumentos color negro azabache apretado sobre el bobo, emprendiendo la retirada, ¡de frente mar! hacia la salida del beit kevarot de Dolphin’s Barn; no permitirme demorarme en ese borde sin fondo del Hades, tal como si estuviera escuchando al Ruso instándome severamente a hacerlo, a no quedarme varado como un nabo en esa orilla,virilla, viruilla, de pico–tico, tuilla de Pompalmirán, como un reverendo nanosia en ese brete enrarecido del bajón: ¡no time to wallow in the mire!, y cambiar de una de rumbo –pasar galopando por delante de las graves de Molly & Poldy Bloom–, rotundos 180º, y poner proa, a todo trapo, en lo alto la mirada, –saltándome olímpicamente el volver a Ranelagh, y así zafar de la ceremonia: cazar la Aughavannagh como tirando para el canal y borrarme, y volver a ésa mi vida de errante bohemio –algunas veces, como trinaba la bacana Mª Teresa de Noronha: ¡tâo triste e chorada!– y por momentos también ahíto de café y melancolía, tal que Baldomero, y forzarme a rendir la relación de mi excursión fúnebre; lo que implicará fajarme con escaso éxito con esas macaneras sintaxis de arteros cuan misceláneos idiomas, lenguajes viruajes, viruajes, de pico–ticoruajes de Pombatirán, sin parar de repetir, in mente –y a la semana siguiendo, o la otra, capaz todavía con la kipá calada, sin parar de abrevar galón tras galón de Guiness, estampitas en mano, remontando desde la Merrion square (mientras Wilde me carpetea dequerusa desde su coqueto monumento mientras la turca Ofra –gorjeando Im Nin'Alu– no cesa de anegarme la croqueta, pulverizándomela, como si estuviera blandiendo un bisturí de láser– turnándose con Jimmy Morrison y su The End– interesándome perniciosa cuan corrosivamente el miocardio): así no era, Rúsico, virúsico, virújico, de pico–ticoprúsico de Palmorirán: así no es, chancha, ¡´tuviste flojo!..