Nuestra Constitución Nacional contiene una norma de una importancia histórica, ética y jurídica inigualable. Se trata del artículo 29 de la carta magna que establece que “el Congreso no puede conceder al Ejecutivo Nacional, ni las legislaturas provinciales a los gobernadores de provincia, facultades extraordinarias, ni la suma del poder público, ni otorgarles sumisiones o supremacías por las que la vida, el honor o las fortunas de los argentinos queden a merced de gobiernos o persona alguna. Actos de esta naturaleza llevan consigo una nulidad insanable, y sujetarán a los que los formulen, consientan o firmen, a la responsabilidad y pena de los infames traidores a la patria”.
La norma tiene una explicación conocida y vinculada con las preocupaciones de Juan Bautista Alberdi (aparentemente el ídolo libertario de esta coyuntura) sobre los riesgos anti-republicanos del abuso del poder totalitario.
En los nacimientos institucionales de nuestro país, el constituyente quiso dejar claro que el resguardo del principio republicano, de la idea de división de poderes como esencia ética del ejercicio del gobierno, del Estado de derecho, y de la vigencia de la República y del modelo democrático eran las columnas protagónicas del diseño político institucional al que se aspiraba para nuestro país.
Ningún ataque a estos puntos de partida ideológicos podía generar sólo indiferencia.
Siempre ha existido la convicción que en este tipo de decisiones se definía la elección de nuestro modelo de vida cívico y comunitario.
Frente a esos dilemas el constituyente tuvo claridad acerca de que la defensa del eje republicano de la división del poder merecía la máxima energía, claridad y convicción.
En nuestra Constitución el derecho penal o la directa aplicación de sanciones penales son convocados normalmente sólo para recordar límites, garantías y un nítido humanismo.
Casi no hay referencias positivas o muy entusiastas en el texto constitucional al control penal.
Posiblemente haya una excepción en la única instancia en la cual el legislador creyó necesario la regulación de ciertos actos bajo apercibimiento de la aplicación de las penas más duras y los más enérgicos calificativos.
Ello fue justamente cuando se nos recuerda a todos los argentinos y argentinas que no debemos tolerar ni por un segundo ensayos totalitarios y la conocida “suma del poder público”.
El artículo 29, más allá de recordar la responsabilidades penales de los que el propio constituyente denomina como traidores a la patria, establece que cualquier disposición legislativa que otorgue esa suma del poder público tiene una nulidad insanable.
Es evidente que no hay mejor modo para descuartizar el principio republicano que anular las facultades del poder que tiene mayor vinculación con la voluntad popular.
En efecto es el poder legislativo y no el judicial y tampoco el ejecutivo el que durante un gobierno representa la voluntad del pueblo. Anular aunque sea por un minuto y aunque sea en una o dos políticas públicas la facultades del poder legislativo delegándolas en el poder ejecutivo no es otra cosa que aquello que tacha de nulo con total elocuencia el artículo 29 de nuestra Constitución.
Es claro que los Diputados y Senadores de la Nación tienen una única decisión digna frente a la abusiva propuesta del poder ejecutivo en el artículo 3 de la llamada ley ómnibus de delegar en materia económica, financiera, fiscal, provisional, de seguridad, de defensa, tarifaria, energética, sanitaria, administrativa y social las facultades legislativas en el poder ejecutivo y ello con la posibilidad (que decide el propio Presidente) de que se extienda ese despropósito durante todo el mandato.
La decisión moral e institucionalmente explicable a nuestros hijos es el rechazo absoluto a esa anulación del un poder constitucional.
No se trata de la cantidad de materias ni de la duración del totalitarismo, se trata de la idea de no vivir bajo el manto de una república. Tenemos el derecho de que no nos quiten la república ni por un segundo.
El riesgo de un daño irreversible es tan grande que si se vota esta delegación infame de facultades legislativas en verdad nada importa la objeción, reforma, crítica o límite que hagan los legisladores frente a las otras normas de ese lamentable cuerpo legislativo: lo que el poder ejecutivo y los legisladores dóciles (de modo más o menos visible) ocultan es que aquella norma que no logre acuerdo, si se admite esa virtual reducción a la nada misma del poder legislativo, podrá lograr su vigencia posterior con la sola (e incontrolada) firma del Presidente.
De las crisis no se sale con modelos menos virtuosos o moralmente inaceptables, se sale profundizando la vida en comunidad, los lazos interpersonales, mejorando los debates parlamentarios, dando la cara frente a los dilemas difíciles que siempre enfrenta un gobierno. De las crisis se sale con más democracia. No con más autoritarismo.
El autor es doctor en derecho (UBA). Profesor titular de derecho penal (UBA).