"Lissá" le decía el abuelo, como apócope de "Alessá", derivado de Alessandro que era su nombre italiano. Tantas letras para un pobre le habrá parecido contrariedad. Eran peones del campo en la década infame, en la República Argentina, en 1930: siervos de la gleba ¿De qué otro modo podía el abuelo José, morir de tétano a los treinta y ocho años? El pueblito del centro de Santa Fe se llamaba [se llama], "Los Cardos", una planta llena de espinas, ya se sabe.

Entonces, para ellos, la única posibilidad de aprender a leer y escribir era metiéndose en el seminario de los curas. De esos libros y esa prisión sacaría Lissá estos versos subversivos: "... pasábamos hambre en campos hartos de trigo". Quedaron siete huérfanos y la madre, la abuela María, cuya frase más famosa entre los nietos era: “vergüenza es ir a robar y no traer nada”.

Muerto el abuelo, los sacaron del campo en una noche, una escena idéntica a la de Ermano Olmi en “El árbol de los zuecos”. Faltaban años aún para que dieran frutos las leyes de arrendamiento rural, la gesta del Grito de Alcorta, el valor de Francisco Netri (napolitano como mi abuelo), y “Cartas” y “Fotos” de Rodolfo Walsh, o “Mi madre andaba en la luz” de Haroldo Conti.

Quedó mi abuela sola con una grupa de siete críos que iban de 15 años, el mayor, a uno en pañales, el menor. La mujer era poca cosa en esa época. "Sirvienta" deriva de sierva. El servicio se le hacía al dueño del trigo, un patrón generoso que permitía a los niños crecer en el campo como a los animalitos, aunque a las bestias se las desparasitaba, se las alimentaba con un calendario y se les ponía una vacuna.

Lissá tuvo que volver del seminario para hacerse cargo. El hambre era la tarea y enseña más rápido que los libros. Por ejemplo, el concepto de Proudhon ( "que toda propiedad es un robo"), le puede exigir a un muchachito burgués, una licenciatura y una tesis cum laude: total, seis años en Humanidades o en Abogacía. Para aquel hatillo de huérfanos, que dicho sea de paso podrían ser los ancestros del licenciado, bastó una semana. El tiempo justo que tardaron en arrancar la lechuga suficiente de los campos ajenos.

"Robadores de lechuga" les gritaban otros niños de aprendizaje más sólido, en la escuela, después del desayuno. "Robadores de lechuga" anotó el milico que los rebenqueó un poco y sin vergüenza, porque un ladrón es un ladrón, cualquiera sea el tamaño –dijo.

"Robadores de lechuga" le quedó a toda la familia y la infamia pasó a la descendencia junto con el sulky. Una injusticia, porque el único capital del padre muerto fue esa jardinera, con un caballo de rehén, derrengado y famélico como ellos. Una curiosa fe en algún fardo de pasto justificaba la marcha dudosa de ese rocín hermano del alma de Rocinante ¿De qué otro modo puede explicarse que uno marche con el estómago vacío sino con la energía poderosa de la rabia?

El caso es que Lissá y sus hermanos agujerearon el piso del sulky y le hicieron una tapa desmontable. A las grandes ruedas de madera, extrañamente, las cubrieron con unos faldones de hule (para el barro decían) y así se acercaban a los corrales, gallineros o establos y detenían el carro con la excusa de reparar un eje, una herradura o una rueda. Los más pequeños alborotaban a los vecinos con saludos y pedigüeñas a los amos de la casa. Los mayores les distraían contando chismes inventados: "...que ayer pasaron por el pueblo los guitarristas de Gardel" decían a menudo. “Que Ada Falcón se hizo monja a causa del canalla de Canaro…” Entretanto, Lissá corría la tapa del piso del sulky y echaba al suelo, debajo del carro, oculto por los faldones de las ruedas, la lechuga que habían robado.

A los pocos minutos, debajo de la jardinera se llenaba de gallinas. Lissá lo agarraba de los tobillos a Berto o al Negro, más menudos, y los zambullía de cabeza en el cerco. Levantaban de a una las aves y antes de subirlas, en el aire, les doblaban el pescuezo. Perfeccionada la caza, más adelante, pudieron conocer el sabor de la carne de cerdo, de oveja y de ternera.

La abuela María no les creyó nunca que tantos animales se perdieran en el campo y por azar llegaran a su cocina. Tampoco es que pasara siempre, las más de las veces siguieron comiendo lechuga y llanto. Yo ya era un hombre, un licenciado y la abuela María, exiliada en un arrabal del sur de Rosario, todavía nos convidaba una merienda de salame de campo y leche condensada, murmurando una nanina imborrable que decía “…de todas las hojas verdes, la más blanda guardaba la espina”.