Nos mudamos un día de diciembre de Mil Nueve Noventa Y nueve. En las noticias anunciaban un eclipse. Sería el último eclipse total de Luna del año, y por su posición se teñiría de un color rojizo, tanto que al fenómeno lo llamaban Luna de Sangre. Habíamos escuchado a una astróloga que decía que era el momento de cerrar ciclos y emprender proyectos nuevos. Lo tomamos como un buen augurio.
De toda la fauna extraña del lugar, coincidimos en el ascensor con el vecino del piso de abajo.
Mikhail, alto, superaba el metro noventa, cabello rubio oscuro. Un señor de unos cincuenta años, con un físico envidiable. Pálido, con unos brillosos ojos verdes. Su sonrisa, una simple curvatura de sus labios, una expresión más allá de lo natural. Algo sutil en la comisura que reflejaba deseos oscuros. Una mirada atractiva y misteriosa.
Nos saludó correctamente y clavó la mirada en mi mujer. María se sonrojó. Esas señales del cuerpo que no podemos ocultar.
Silencios incómodos y un “hasta luego” que respondí con un “nos vemos” al llegar al sexto, su piso..
Al entrar a nuestro departamento, la arrinconé contra la pared, metí mi mano debajo de su jean, estaba mojada. La di vuelta, me bajé el pantalón rápidamente, y la penetré con furia. Me pedía más. Yo estaba excitado y con bronca. “Sos mía” le dije al oído.
Terminamos en la cama. A los besos, a los gritos, hasta acabarnos. Luego, intentamos dormir.
Los días siguientes fueron de saludos escuetos en el palier, y breves diálogos en ascensores. Pero con Mikhail era distinto.
Cada vez que nos cruzábamos, me miraba fijo, estiraba su mano derecha, apretaba con firmeza, pero sin excederse y la izquierda la apoyaba en mi hombro, haciéndome un breve masaje con sus dedos.
Cuando estaba con mi mujer, me saludaba primero, luego a ella le daba un beso en la mejilla y le apoyaba la mano en su cintura. Yo no podía dejar de pensar que también la masajeaba. No quería que la saludara, pero después de cada encuentro cogíamos con la misma pasión de cuando éramos novios.
María siempre fue linda, la más linda de la secundaria. Una muñequita. Esas bellezas de foto de revista, como me decía mi tío, para colgar en un cuadrito. Pero de fogosidad, lo justito. Le fue dedicando cada vez más tiempo a lo estético y menos al sentir. Entre evitar reírse por las arrugas, todas las cremas que se ponía, cama solar y perfumes caros se fue olvidando de vivir. Mas bella, pero sin pasión.
Un día presioné mal el botón del ascensor y terminé en el piso seis. La puerta estaba entreabierta. Ni lo pensé, me mandé.
Dentro, un cuarto oscuro ambientado en épocas medievales, muebles ornamentados, tapizados en terciopelo negro y carmesí, un gran piano de cola en un rincón del living principal con partituras polvorientas. Cuadros de personas mirando de frente en las paredes. Lámparas parpadeantes y velas creando una iluminación tenue y danzante.
Con más curiosidad que miedo, ingresé al cuarto.
Allí recostado, Mikhail, en un ataúd, con los brazos en cruz. Abrió sus ojos y me dijo:
-Te estaba esperando
-Perdón, me equivoqué de piso
-No hay nada que perdonar, las equivocaciones no existen. ¿Queres tomar algo? Te quiero contar mi historia
Acepté con la cabeza, no me salía ni una palabra.
El féretro tenía un sistema como los de las camas de sanatorio reclinables. Por lo que con un control remoto que tenía a mano, en pocos segundos quedó sentado a 45 grados. Por el tono de voz calmado y casi susurrando, me encontré un poco encorvado a pocos centímetros de su boca. Sentí su perfume que me pareció delicioso. Me sonrojé. Tenía a mano un frigobar donde sacó una botellita de cerveza. Ni me preguntó, la destapó con sus dientes, le dio un sorbo y luego me convidó.
Me contó que era un vampiro, que no era taaaan especial, que había miles como él. Y que también que eran similares a otras minorías, como los homosexuales, los pueblos indígenas, los judíos, los celiacos.
Me dijo que hacía años que no mataba humanos para alimentarse.
Se había hecho “vegano”. Hizo el gestito de las manos levantando los dedos como haciendo comillas. Solté una leve risa contenida.
Me comentó que en tiendas especiales para ellos le conseguían sangre no animal. Que estaba asociado a un club, llamado “Sangre verde”. Mes a mes les entregaban un pack con diferentes delicatessen, con una presentación dark y un etiquetado que aseguraba que en todos los productos no se había matado a ningún ser vivo. Intentó explicarme el proceso de obtención de esos productos, me hablaba con pasión. Que realmente se había “deconstruido”. Pero cuando nos vio llegar tuvo miedo de una recaída.
Me habló de mi mujer, hermosa, la describió con un detalle asombroso. Me dijo que era igual a su primer amor, incluso sacó debajo de su almohada un daguerrotipo de ellos dos abrazados. Sorprendía el parecido
Cada vez que la nombraba me miraba a los ojos, luego se detenía en mi cuello unos segundos y terminaba el escaneo libidinoso bajando hasta mi entrepierna, para volver a mirarme fijo
Además, me contó que ellos sienten cuando la otra persona tiene ganas de ser “devorada”.
Volvió a hacer el gestito de comillas. Esta vez no me reí.
Me dijo que nunca había sentido una atracción semejante.
-Debe ser fogosa tu mujer...
Me invadieron unos celos como nunca. Pensé en Maria, en cómo se había puesto en ese primer saludo.. Nunca me había mirado a mí de esa forma. Me acordé como habíamos garchado esa primera noche y me dio mucha más bronca porque me di cuenta que había estado pensando en él mientras yo la agarraba fuerte del cuello. Que los gritos desaforados eran para que la escuche la persona que ahora tenía enfrente mío.
Quería matarlo, quería matarla.
Con las mismas ganas que habló de ella, comenzó a elogiarme. Me dijo que le encantaba la pareja que hacíamos. Que hasta pagaría por vernos garchar. También elogió mi fisico y hasta me preguntó:
-¿No serás vampiro también?. Se rió y se disculpó inmediatamente por el mal chiste.
Esas palabras me confundieron y excitaron.
Ya no sabía si quería matar a mi mujer, hacer un trío, matarlo a él o salir corriendo.
En ese momento, sonó el timbre. Adivinen quien estaba del otro lado de la puerta...