El cuento por su autor

“Yo soy Tony”, modificado para la presente edición de Verano/12, es el cuento que le dio origen a la novela Todos los niños mienten. En el espacio de unos pocos minutos algunos individuos viven el lapso de toda una vida, es cierto. Hay una anécdota muy conocida sobre el modo en que Proust confiesa haber perdido su inocencia. La historia se me ocurrió una noche durante un asado con amigos. Una vez que se terminan los vinos y arranca el whisky comienzan las historias, anécdotas o fanfarronadas, delirios. Esa noche cayó sobre la mesa el tema de la primera experiencia sexual. Una vez que uno de mis amigos terminó de narrar su heroica pérdida de la virginidad a los 16 años, yo irrumpí diciendo que había debutado a los nueve con una mujer que tenía más de treinta y era policía. Se imaginarán las risas y los comentarios que provocó. Al mismo tiempo que logré captar la atención de mis amigos, sentí que cruzaba esa línea maravillosa que todo escritor y escritora conoce: el instante en que una mera anécdota que se convierte verdaderamente en una historia que amenaza con ser olvidada durante la resaca del otro día. Quise volver a mi casa para escribir, en el primer papel que encontrara, lo más esencial de la trama. Y lo hice. Había una serie de televisión que se llamaba Hunter, el cazador. Protagonizada por Fred Dryer como el sargento Rick Hunter y Stepfanie Kramer como la sargento Dee Dee McCall. Los tres veíamos esa serie con furor infantil, conocíamos diálogos de memoria. Y naturalmente, yo estaba perdidamente enamorado de Dee Dee. Aquel fue un largo verano hermoso jugando en esa hora aletargada y anónima de la siesta. Tony y Dee Dee se enamoraron. Y ahí está el núcleo central de esta historia. Muchos años más tarde, mi primera experiencia sexual con una chica estuvo recargada de nerviosismo y frustraciones, ansiedad y miedo. Recuerdo que ella me preguntó en un momento si era mi primera vez. Y yo pensé (y le dije) que no. Por supuesto que no era mi primera vez: yo ya había estado con Dee Dee McCall. Ese día entendí (pero lo comprendí muchos años más tarde) que para mí no habría gran diferencia entre el mundo real y el imaginario, es decir: a los nueve años me convertí en escritor. Ahora solo me quedaba descubrir la literatura.


Yo soy Tony

I

Lautaro se enamora de Dee Dee a través de Roitter y todo lo que su amigo cuenta sobre ella le parece maravilloso y excitante. Incluso antes de verla por primera vez, ya siente que la conoce lo suficiente como para dibujarla en el agua. No es algo físico solamente, por supuesto que le parece hermosa, mucho más de lo que se imaginó por las descripciones de su amigo; pero se trata de otra cosa, algo que ella despierta en él y lo hace sentir especial, único en el mundo; porque todo lo que ella hace o cuenta va dirigido a él y solo a él por más que esté Speedy escuchando. Y tal vez es por todo eso que pensó que aquella primera sonrisa le estaba destinada. Porque unos días más tarde, Roitter pregunta si quieren conocerla; y es el tono de su voz lo que queda suspendido en el aire, junto a una sonrisa de complicidad.

–¿A Dee Dee? –pregunta Lautaro.

Y lo mira a Speedy, que sonríe entusiasmado.

–Sí –dice Roitter–. ¿La quieren conocer?

Los dos chicos hacen un gesto con los ojos bien abiertos.

–Bueno, ya vengo. No se muevan.

Roitter sale de la habitación y cierra la puerta. Todo tan rápido y sorpresivo que no le da tiempo a ninguno de los dos para decir nada. A los pocos segundos Roitter vuelve a entrar, apoya la espalda contra la puerta y, luego de cerrarla, se deja deslizar lentamente hasta sentarse en el piso.

–Ya está todo listo. Mi mamá está cocinando y no nos puede ver. Así que tiene que ser rápido, ¿entendido?

–Sí –dice Lautaro poniéndose de pie.

–No, sentate –dice Roitter, haciéndole un gesto con la mano.

–¿Qué tenemos qué hacer? –pregunta Speedy.

Roitter comienza a hablar en el tono de quien está contando un secreto.

–Cuando yo señale hasta tres con los dedos, ustedes me van a seguir cuerpo a tierra. No se puede hablar –dice Roiiter y los miró a los ojos–. Cuando haga otra vez la señal volvemos a la habitación. ¿Alguna pregunta?

–¿Dónde está Dee Dee? –preguntó a Lautaro.

–Ya te vas a enterar.

–Sí –dice Speedy–. Paciencia.

–¿Están listos?

Roitter abre la puerta; acostado cuerpo a tierra, asoma la cabeza y luego cuenta hasta tres con la mano en alto. Cruzan el pasillo, arrastrándose en fila india hacía la habitación de la hermana de Roitter. En otra situación, Lautaro no hubiera podido contener las ganas de reírse. La puerta está entornada y una luz débil, ligeramente azulada, vibra dentro de la habitación. Roitter se corre hacia un costado para que Lautaro y Speedy puedan ver la televisión al mismo tiempo. Habrá durado menos de cuatros minutos, y sin embargo fue algo tan hermoso e intenso que luego, al regresar a la habitación, parecía que no iban a dejar nunca de hablar sobre Dee Dee.

II

Durante los días que siguen, ninguno se pierde un solo capítulo de la serie Hunter, el cazador. Ya conocen escenas y diálogos completos de memoria y si algún caso –un asesinato, un robo– se extiende más de dos capítulos, los tres arriesgan posibles soluciones. Discuten y se pelean, sobre todo Lautaro y Speedy; pero al final terminan amigándose porque es un modo también de ponerse en contra del sargento Rick: la gran amenaza.

Roitter dice que el sargento Rick está enamorado de Dee Dee pero que ella solo lo ve como un compañero de trabajo. Todos están de acuerdo con que Dee Dee merece algo mejor que ese viejo flacucho. Roitter propone hacer una historieta donde los personajes sean ellos tres; pero al cabo de algunos intentos fallidos, desisten. Un día, mientras juegan al Tinenti, Roitter les dice que como no les gustó la idea de hacer la historieta, pensó en otro juego más divertido pero que para eso es necesario que se compren unos playmóbiles. Y les muestra uno que saca del bolsillo del short.

Lautaro no conoce los playmóbiles.

Speedy dice que él puede comprarse uno mañana con sus ahorros.

–¿Y vos? –pregunta Rotiter, mirando a Lautaro.

–Cuando vuelva mi mamá del trabajo le voy a preguntar.

–Mi primo tiene la nave espacial, está buenísima–dice Speedy–. Se lo compró en Estados Unidos.

El resto de la tarde, Roitter y Speedy hablan de cuáles son los playmobil más caros que existen y los que van a comprar cada uno. Lautaro escucha y piensa en qué momento se lo pedirá a su madre. Tiene miedo de que le diga que no le podrá comprar nada hasta que cobre y quedarse afuera del juego.

Al final de la tarde, mientras sube la escalera con Speedy, le dice:

–¿Mañana vas a ir a comprarte un playmobil?

–Sí –dice Speedy, saltando de dos en dos los escalones–, le voy a decir a mi mamá que me lleve a la juguetería.

–¿A qué hora vas a ir?

–No sé, ¿por qué?, ¿querés venir?

Lautaro levanta los hombros. Dice:

–Yo también tengo ahorros.

Speedy espera a que Lautaro llegue al escalón donde está parado.

–¿Cuánto tenés?

–No sé, me tengo que fijar. ¿Me esperás?

–Apurate.

Lautaro abre la puerta y corre hacia la habitación de su madre. Busca la cajita en el cajón de la mesita de luz y cuenta los billetes: noventa australes en total. Saca un billete de cinco y vuelve a guardar la cajita entre la ropa interior.

Speedy lo está esperando en el pasillo.

–Tomá, comprá lo que te alcance –dice Lautaro y le da el dinero rápido como si le quemara.

Speedy mira los cinco australes y sonríe.

–¿Estás seguro de que son tuyos?

–Sí –dice Lautaro–. Son mis ahorros. Es plata que me manda mi papá de Salta.

Aquella noche se queda dormido en el sillón, viendo la televisión; pero se despierta en su cama. La idea de que su madre lo haya llevado en brazos le molesta mucho, tanto como no haberla visto ni siquiera para darle un beso de las buenas noches. Últimamente no la ve casi nunca, llega muy tarde y él no puede aguantar el sueño.

III

Lautaro se despierta cerca de las nueve de la mañana. Hace todos los mandados y a las once le toca el timbre a Speedy. No hay nadie. Está ansioso por saber cuál es el playmobil que le compró su amigo. A las doce almuerza unas salchichas con arroz y un huevo duro que le dejó su madre en el tupper y mira un rato El Zorro. A los dos en punto de la tarde baja corriendo la escalera y enseguida reconoce las voces; están sentados en el primer descanso, concentrados en armar algo que parece una camioneta y resulta ser una ambulancia.

–¿Te gusta? –dice Sppedy–. Viene con todo esto, mirá –y señala un montón de accesorios–. Es una ambulancia. Se abre así.

Y le quita el techo para mostrar el interior.

–No le peguemos los stickers –dice Roitter–. Así la podemos usar como la camioneta de Brigada A.

–¿Y lo mío? –pregunta Lautaro.

Speedy busca en el interior de una bolsa y saca una cajita azul.

–Me alcanzó para comprar esto.

Hay un solo playmobil en el interior de la cajita; los únicos accesorios son un casco, un pico y una pala. Es sencillo pero lindo. Lautaro está contento. Un rápido reconocimiento y enseguida el playmobil camina por el borde de un escalón o salta y queda suspendido como un astronauta en la luna. De pronto tiene unas ganas terribles de ir a su casa para buscar otros juguetes. El Jeep de madera es perfecto para su playmobil. La idea de que más tarde podrá jugar solo en su habitación lo colma de una ansiedad extraña.

–¿Puedo verlo? –dice Roitter, estirando el brazo. Ahora observa el playmóbil detenidamente como un joyero evaluando una piedra preciosa–. Es un obrero de la construcción. Tiene muchos músculos.

Speedy lo compara con sus playmobil. Dice:

–Son todos iguales, Roitter.

–Este es distinto.

–Te lo cambio –le dice Speedy a Lautaro mientras le muestra un playmobil igual al otro, solo que tiene el pelo de color negro. Y como si se hubiera arrepentido al instante, agrega–: No, ni loco.

Y sienta su playmobil adentro de la ambulancia.

–¿Quién quiere dar un paseo?

–Esperen –dice Roitter–, vamos a empezar con el juego. ¿Vos quién vas a ser, Speedy?

Speedy lo mira como si no entendiera y luego saca su playmobil de la ambulancia.

–Yo soy el que maneja la ambulancia.

–Está bien –dice Roitter–. ¿Cómo se llama? Tiene que tener un nombre.

–¿Qué nombre? –pregunta Lautaro.

–El mío es Michael –dice Speedy–. El del auto fantástico.

–La ambulancia fantástica –dice Lautaro, riéndose.

–¿Vos quién sos, Lautaro? –pregunta Roitter.

Lautaro intenta recordar algún personaje de la tele que le gusta.

–Dale –dice Speedy–, quiero jugar.

–Tony –dice Lautaro, mirando su playmobil–. El mío es Tony.

–¿Tony? ¿De dónde lo sacaste?

–No sé, me gusta.

–Está bien –dice Roitter–. Michael y Tony.

–¿Y vos?

–¿Quién es el tuyo? –pregunta Speedy.

Roitter se pone de pie, busca en el interior del bolsillo de su short y luego se vuelve a sentarse, dejando sobre el escalón un playmobil mujer de vestido rojo y pelo negro.

–Yo –dice Roitter–, soy Dee Dee.

IV

–¡No es justo! –gritó Speedy enrojecido y le dio una patada feroz al auto: no lo rompió; pero los tres playmóbiles que estaban en su interior salieron despedidos varios metros. Luego subió corriendo por la escalera, enredándose entre la desesperación y el llanto.

Durante largos segundos Roitter y Lautaro se mantuvieron en silencio como dos amantes que de pronto toman conciencia de que ya no hay más secretos que proteger, salvo el de ser ellos mismos. Sonrieron. Lautaro fue el que más sonrió en realidad, acaso porque tenía esa edad en que el nerviosismo surge como una sacudida, un gesto subrepticio, suave y tan pasajero como la inocencia. Tenía nueve años por aquel entonces y ella, Dee Dee, no mucho más de treinta y era sargento de policía. Lautaro no sabía el verdadero nombre de aquella mujer ni hacía ninguna falta. Todos la conocían como Dee Dee y los tenía perdidamente enamorados. A los dos. Tal vez por eso, Speedy, que ya había cumplido diez años, se creía con más derecho. La verdad es que no había podido contener la indignación después de saber que Dee Dee había elegido a Tony para hacer el amor con ella el sábado a la mañana.

Ahora Lautaro se esforzaba por parecer calmo como si lo único que verdaderamente le preocupara fuera que Dee Dee no lo viera llorar.

–No te preocupes, ya se le va a pasar –dijo Roitter. Lautaro levantó los hombros, queriendo demostrar que no le importaba en lo más mínimo lo que había pasado aunque respiraba con dificultad y le temblaban las piernas –¿Qué hora será?– preguntó en seguida Roitter; y luego del gesto impostado de mirar su reloj (no tenía ningún reloj en su muñeca), dijo que todavía tenían tiempo para dar unas vueltas en el auto.

–¿Y si damos unas vueltas en el auto, Tony?

Roitter impostó la voz de Dee Dee y toda la sensualidad de aquella mujer surgió como por efecto de un acto de magia. El juego, que se había interrumpido por la pelea, debía comenzar nuevamente; pero Lautaro no estaba muy seguro de querer seguir jugando.

Dee Dee dijo:

–Vamos, tenemos que encontrar a un soplón que nos ayudará a resolver el caso.

Subieron al auto y recorrieron una ciudad con edificios de ladrillos a la vista, escalinatas y escaleras de emergencia. Lautaro miraba cómo conducía Dee Dee y era algo mucho más profundo que inventarle un gesto, el perfil más encantador que había visto en uno de los tantos programas de televisión de Hunter, el cazador y se dejaba estar, simplemente, a su lado. Aquella ciudad era Los Ángeles de los años ochenta y el auto en el que viajaban era gris y destartalado, largo como una lancha. En un determinado momento Lautaro se dio cuenta de que había oscurecido y pensó que debía volver a su casa antes de que llegara su madre.

–Tengo que irme –dijo y comenzó a guardar el auto y a Tony dentro de la caja de zapatos.

Antes de despedirse, Roitter le apoyó una mano en el hombro y dijo:

–Dee Dee te espera mañana, no te olvides.

***

¿Qué le diría a su madre cuando quisiera saber lo que había pasado con Speedy? Durante la cena no le preguntó nada. Recién al darle el beso de las buenas noches, sentada bien al borde de la cama, dijo:

–Te peleaste con tu amigo. ¿Es verdad, Lautaro, que hoy se pelearon en la escalera? ¿Me vas a decir qué pasó?

Lautaro recordó la pelea que tuvo con su amigo Speedy mientras Roitter se mantenía en silencio.

–Roitter hizo que se pelearan, ¿no es cierto? No quiero que te juntes más con ese chico. Es muy grande para jugar con ustedes.

No es verdad, pensó Lautaro. Y de pronto la tarde en que Speedy le dijo que prestara mucha atención cuando Roitter hiciera pis en el árbol porque tenía eso como los hombres grandes. Y después el apodo que le pusieron, un secreto entre los dos. De repente Lautaro sintió una tristeza profunda por Speedy. Dolor de panza y ganas de llorar. Contar todo. ¿Y si mamá no te dejaba ir mañana a la casa de Roitter?

–Buenas noches, hijo, que descanses. Mañana hablaremos –le dijo su madre después de darle un beso en la frente.

Y cerró la puerta de su habitación.

Lautaro mantuvo los ojos abiertos en la oscuridad, pensando en Dee Dee y que Roitter no le había dicho a qué hora tenía que ir a su casa. “Nos vemos mañana”, le dijo a Tony.

Yo soy Tony.

Voy a hacer el amor con Dee Dee, mañana.

Eso fue lo último que pensó Lautaro aquella noche.

Luego cerró los ojos y se durmió.