El cuento por su autor
Este cuento no es exactamente un cuento; es apenas un relato surgido de la amistad de dos provincianos que en los años 70 llegaron, uno del Norte y el otro del Sur, a la enorme ciudad de Buenos Aires y encontraron allí su primer conchabo en una casa editorial. Eran muchachos provistos, entre otras cosas, de esos modos de la curiosidad provinciana que, cuando se tienen veintipocos años, todo lo viven como novedad, gracia y asombro.
Suelo recordarlos, a ambos, rigurosos en el apego a la verdad y apasionados por alcanzar, alguna vez, la profundidad y calidad textual que dejaban huellas en la literatura argentina.
Por entonces –cuando este país apenas prefiguraba la tragedia que se viviría pocos años después– era posible que dos jóvenes ávidos de encontrar explicaciones al mundo entre asombros, risas y sensualidades, se unieran fraternalmente en la pretensión extraordinaria de escribir textos que hiciesen época, explicaran la naturaleza humana y, a la vez y en todos los tonos, fuesen leídos por los grandes maestros del periodismo y la literatura.
En aquel país en el que todavía eran importantes y significativas la literatura, la decencia y el honor, el buen estilo y la trascendencia, para dos jóvenes periodistas como ellos escribir y leerse era un imperativo intelectual y social. Que además compartían millones, porque entonces la Argentina era un país lector y de lectores.
La violencia epocal, sin embargo, regó tanta bestialidad y tanto dolor cotidiano que, ineludiblemente, muchas tragedias llegaron a ser origen de excelentes relatos. Y en el caso del amigo al que homenajea este cuento, el estilo de su imaginación prontamente se hizo tan popular como su fanática adhesión futbolera al Club Atlético San Lorenzo de Almagro.
Quienes lean ahora estos apuntes identificarán velozmente al personaje, que, como en otros casos, prefiero que en este texto no tenga nombre para que siga vivo en el imaginario de cada lector/ora. Ojalá eso suceda con quienes desde ahora se adentren en estos breves apuntes.
Última noche en el Colón
Nuestro último encuentro fue muy doloroso. Tierno hasta cierto punto pero esencialmente triste, conmovedor y duro. Y urgente porque para los dos era imperativo partir, zafar, y en mi caso lo primero era poner a mi pequeña familia en resguardo.
Los modos había que inventarlos y eso implicaba cambios urgentes, radicales, como vender o alquilar la casa, prisa número uno de la que ya había empezado a ocuparse Chela, quien retiró todo lo imprescindible y todo lo cuestionable pero sin aparentar mudanza, o sea mudando de a poco y en diversos viajes. Ella sabría, además, llevar a los chicos a lugar seguro, quizás al interior del país con parientes en Santa Fe, o en Mendoza, donde yo no lo supiera y a sabiendas de que el lugar absoluta y realmente seguro era algo que no existía en aquel país. Pero era imperativo mudarlos de donde estaban, resguardarlos donde nadie, ni yo, pudiese encontrarlos. Y además debía retirar los pesos que teníamos ahorrados y la chequera, y la Olivetti, y la novela interminada que había quedado en el departamento que alquilábamos en Juramento y Vidal, y algunos libros, y dejar todo cerrado y oscuro, al pedo pero cerrado y oscuro.
Las cosas que uno piensa en momentos así. La concentración que exigen la decisión y la premura de huir convierte todo en inminente, definitivo, de último momento y a punto de precipitarse como castillo de naipes soplado.
Nos habíamos dado cita en Las Cuartetas, sobre Corrientes, que era un sitio ideal para el crudo invierno porque servían el mejor submarino con churros de Buenos Aires, que sabíamos coronar con una ginebra calentante, ritual que cumplíamos cada vez que nos encontrábamos antes de salir a caminar por Corrientes y la 9 de Julio.
En esos días yo trabajaba un cuento inspirado en la amistad y los riesgos del oficio periodístico en un país desquiciado, de modo que llegué un rato antes y ordené un submarino mientras sacaba mi libreta Avón para escribir mientras lo esperaba.
Éramos amigos desde la primera tarde que compartimos escritorios en la revista Semana Gráfica, que fue un fugaz fracaso de la entonces importante Editorial Abril. Rápidamente devino maestro para mí y otros redactores, y enseguida, por su agudeza y sentido de la ironía, y por su escritura virtuosa en lo elegante y lo campechano, se convirtió en el escritor más talentoso de aquel tiempo, quizás Ricardo Piglia era el otro, el más instruido, onda académico, pero en la calle sin dudas Osvaldo, que rápidamente llegó a ser el más leído y celebrado entre las burguesías urbanas junto con Manuel Puig.
Ya para el segundo submarino yo escribía a todo trapo en mi Avón, como huyendo de la inquietud que otra vez me invadía, la angustia de no saber si esa vez sería la última, y en la boca ese sabor amargo y seco de cuando se tiene mucha sed una tarde caliginosa a la orilla del mar. No sabía si nos veríamos, realmente, y menos en esas condiciones exasperantes. Y además pensaba, como él, que era estúpido sentir miedo porque todo lo que hacíamos nosotros era escribir. Pero así de absurda es la cabeza de los censores, sabíamos ambos, y así cada uno procuraba conducirse como quien navega en un río torrentoso: no sabés en qué curva van a aparecer las piedras, cómo sortearás los meandros o la cascada que puede ahogarte sin remedio, pero es un río hasta cierto punto previsible y donde con suerte y maña podés sobrevivir. No como el mar, que es un gigante infinito que cuando se encabrona no da chance.
La espera se hizo larga pero yo sabía dos cosas: que los cierres en los diarios podían alargarse mucho y que él no me iba a dejar plantado. Además Las Cuartetas no estaba demasiado distante de mi refugio en casa de Vivi, mi amiga, adonde yo podía volver a cualquier hora, si bien cargando la culpa de saber que quien te aloja siente miedo porque uno está envenenado, uno es germen, infección, y te alojan pero vos sabés que en algún punto de sus corazones generosos y fraternos están deseando que te vayas de una puta vez, que no los comprometas más con el simple no saber si te buscan, ni quiénes, ni con qué afanes, pero sí conscientes de que si te pescan también ellos estarán en el horno y sin haberla comido ni bebido.
Y tienen razón, es comprensible y lo sabés pero no tenés alternativa, y por más seguro que estés de que la amistad no será traicionada sentís en el bolsillo las llaves de esa casa y ése es un compromiso tremendo porque si te agarran esa llave es una declaración y puede ser inicio del horror para quien te refugió.
Yo sabía que él andaba igual o más preocupado que yo, porque era obvio que estaba en la mira de más de una patota de asesinos irregulares. No había dudas de que también había libros de él en las piras de la calle Alsina, por lo menos su primera y deliciosa novela, que desde hacía unos meses leía todo el país. Y además ningún periodista como él, ninguna "pluma" como se decía entonces, era tan implacable denunciante de los abusos y corrupción de los dictadores, a quienes zahería en el diario con indirectas, ironía y humor ejemplares.
Consciente de todo eso, y porque sentía un miedo lento pero macizo, me puse de pie en el momento en que él entraba. Una fuerte intuición ante el peligro de encontrarnos vigilados me llevó a proponerle con una seña que cruzáramos a Güerrín, en la otra vereda de Corrientes, antológica pizzería siempre llena de tipos y tipas anónimos comiendo de pie como ganado en los corrales.
Él también adoraba las pizzas de parado frente a esos hornos eternos que eran de culto para nosotros y para muchos intelectuales que poblaban los cafés y parrillas del centro. Cumplimos el ritual "atentos y vigilantes", como había prescrito muchos años antes El General, y ante mi propuesta de tomarnos un café en otro lado, agarró la idea en el acto y sin nombrar el sitio ni cambiar información sobre absolutamente nada, quedamos en encontrarnos en media hora frente al Teatro Colón y primereó saliendo a la calle. Todo muy ambiguo, imprecisable, diría que viscoso. Pero necesario.
Eran pasaditas las diez y media y en Güerrín la multitud se adelgazaba. Él ya iba andando hacia el Obelisco y yo lo seguí segundos después. Los dos caminábamos con naturalidad de ejecutivos, envueltos en sobretodos, bufandas y guantes negros, y distanciados unos cuarenta metros. Fuimos hacia el Obelisco, alertas y como esquivando ortibas esquineros informales y un par de patrulleros que pasaron en sentido contrario a paso de hombre. Él tomó por Libertad y yo por Cerrito, y nos encontramos frente al Teatro Colón, sobre el parterre arbolado de la 9 de Julio y allí estuvimos fumando y conversando unos minutos, ateridos de frío, en los bancos de piedra compactada y sin respaldo pero con pretensiones griegas que había entonces. Luego caminamos otro tramo, una cuadra, dos, mirando a los costados, y regresamos y así, peripatéticos, conversamos con naturalidad pero alertas y nos contamos lo poco que convenía contar de los itinerarios inmediatos que cada uno tenía previsto: él soltó que Bruselas o París eran posibilidades por no sé qué amigo que le daría cobijo. Yo no sabía aún adónde iría, pero tenía la decisión tomada y mañana, ese lunes que iba a empezar en una hora y minutos, esperaba tener la punta del hilo que me llevaría a alguna capital. Todo esbozado, certezas cero, no nos dijimos más, esas cosas ni se preguntaban, eran modos de la preservación.
Pero sí nos prometimos buscarnos en el ancho y ajeno mundo que próximamente íbamos a habitar, cuando terminara la pesadilla de ser irregulares en la manzana podrida del estado de sitio.
Así inauguramos una forma de mutua pertenencia, contrastante con esa realidad podrida que te hacía saber y sentir que estabas a la intemperie, en descampado y rodeado de animales feroces.
El frío de la noche seguía pegándonos latigazos en la cara cuando nos despedimos, conmovidos, frente al Colón y como si hubiésemos asistido a la Novena de Beethoven, con un abrazo largo y fuerte, los dos emocionados y apretándonos como para sellar para siempre la fraternidad que nos unía desde que llegáramos, años antes, ambos provincianos y cada uno respondiendo a sus impulsos literarios, a la Editorial donde yo permanecí durante todos mis años de porteñidad y él solamente tres hasta que se convirtió en el periodista y escritor más reconocido de esa generación. Creo que los dos hicimos el esfuerzo útil de no llorar en el abrazo, y luego de un lapso imprecisable, conmovidos ambos, prometimos cuidarnos, sobrevivir, cartearnos largo y seguido como en efecto hicimos, y escribir, escribir literatura porque ése y no otro era nuestro camino. Y también nos juramos reencontrarnos en París y en Buenos Aires al seguro regreso que nos prometimos. Y cumplimos.
Después cada uno tomó su rumbo aquella noche, sin darnos vuelta para mirar atrás ni para un último gesto de despedida. Que hubiese sido inexorablemente triste, solitario y final.