El cuento por su autor
Cuando terminé de escribir este cuento que incluye un tornado no sé por qué pensé, con algo de vergüenza: ¡qué historia más gringa me salió! Es cierto que he tenido temporadas de enamoramiento con el gótico sureño, Flannery O’Connor, Carson McCullers, Katherine Anne Porter y Eudora Welty. También es cierto que tornado, lo que se dice tornado, hasta entonces nunca había visto, aunque sí los haya en mi propio país, que es tan grande como mil países. Pero de repente, como si en lo que se escribe acechara el destino, por primera vez en la historia de la ciudad en que nací un temporal que no saben si llamar tornado o llamar huracán o llamar turbonada lo destruyó todo, barriendo con personas, árboles, techos y postes de luz. Hubo muertos y heridos, se perdieron casas, clubes, bibliotecas. La catástrofe fue total.
Volví al cuento, intenté cambiar la historia. Después abandoné la idea, tan absurda, ¿qué es esa soberbia que me hace creer que lo que escribo tiene injerencia en mi futuro o en el de cualquiera? Es la soberbia de la superstición, otro de los temas de este cuento y de muchas de las cosas que escribo.
Una vez hablé sobre el asunto con un escritor al que admiraba y quería mucho, Carlos Busqued. Me dijo que la superstición es directamente proporcional al miedo, que cuanto más miedo se tiene más supersticioso se vuelve uno. Y es verdad que los personajes de este cuento, en el fondo, lo que están es aterrados.
Por último, el título: un saludo a ese libro tan pero tan bueno de Spencer Holst, que seguramente ya han leído. Y, si no, les envidio: tienen un gran placer por delante.
El idioma de los dioses
No es que la mirasen especialmente por sobre alguien más, pero cuando Berta se arrodillaba en el oratorio de la virgen milagrosa siempre se comentaba por ahí, y el comentario corría de boca en boca hasta dar la vuelta completa al pueblo y volver, contaminado con agregados y detalles falsos, a la persona que lo había puesto a rodar. Lo que se ignoraba, y se ignoraba casi con desesperación, era qué podía empujar a una persona como ella a hacer una cosa así.
Para sus ruegos, además, Berta elegía horarios cruzados: o muy temprano a la mañana, cuando recién arrancaba a clarear, o incluso de madrugada. Así y todo, nunca lograba pasar desapercibida. Siempre había alguien que la identificaba de casualidad, rezando como un bicho bolita, con la frente en la tierra. ¿De dónde había sacado ese modo de rezar? Embutida en el santuario, parecía como si Berta quisiera ser una piedra más, fundirse con los accidentes de la caverna, siempre a punto del derrumbe, que habían levantado en homenaje a la figura de yeso de María Auxiliadora.
Se decía que a la virgen un rayo la había partido en dos cierta tarde en una comarca muy lejos de ahí, y que al día siguiente había amanecido entera, como si nada la hubiera tocado jamás. Del sacerdote que la había traído en carreta, envuelta en sábanas viejas y también robadas, se decía además que venía escapando y con poco más que esa virgen a cambio de una habitación en la parroquia nueva.
Alrededor de la estatua, las mujeres escribían en las piedras el nombre de los hijos que querían recibir o de los familiares que querían curar. Algunas otras anotaban una fecha, palabras de agradecimiento y oración. No todas anotaban cosas: algunas simplemente pasaban a descansar del camino o pensar serenamente en sus asuntos. La virgen las observaba, impertérrita, cubierta por su capa celeste, con un ramito de lavanda entre las manos. Cuando el cielo lo creía conveniente, hacía llover a baldazos, y los baldazos borraban las anotaciones como si la lluvia fuese una magia muy antigua, dejando las piedras limpias para los ruegos nuevos.
Berta se cuidaba bien de no aparecer inmediatamente después de una lluvia a hacer sus conversaciones con María Auxiliadora; si era que anotaba algo, bien capaz de disimularlo. A nadie se le ocurría preguntarle, tampoco, qué quería, quizás porque había algo insultante para esta gente en una mujer como ella ante una virgen como esa; Berta y su pequeña cabeza sobre un pecho playo y masculino, su cabeza de niña bajo el cabello corto, aprisionada quién sabe por qué causa, abrupta y redonda como una cereza en la cima de su cuerpo. En su cara, todos los rasgos se apelmazaban: los labios de pájaro, duros, imperturbables, siempre cerrados, y una nariz igualmente dura y filosa, lo que le daba un aire de cosa hecha fuera de escuadra.
Acostumbrada a lidiar con fuerzas mayores, era cierto que Berta parecía inmunizada contra comentarios y murmuraciones, porque jamás se daba por aludida. Y todo el mundo admiraba, tarde o temprano, sus dones imprescindibles: la manera en que saludaba, correctísima, al recibir a los deudos, la manera en que ordenaba las coronas, en su justa escala de importancia, la manera en que ofrecía después el café y ventilaba la sala lo suficiente pero no demasiado, no tanto como para que se perdiera la humedad dulce que producen las flores en descomposición y rodean el féretro.
Al final, después de horas de llanto y sopor, Berta desaparecía en el fondo del lugar y volvía con el chofer y un taladro pequeño. El chofer la asistía primero como presencia disuasiva, una señal clara de que ese momento estaba por convertirse por completo en otro momento. Los familiares se abrían como pétalos y a Berta no le quedaba más que llegar hasta el cajón, montar la tapa con ayuda de su compañero, que por única vez se soltaba las manos de la espalda, para hacer con ella esos ruidos horribles y metálicos, como de carnicería o galpón de carpintero, uno por cada tornillo. Una vez completado todo eso, Berta volvía al fondo con paso marcial y el taladrito apretado en la mano derecha, mientras el chofer la esperaba.
Ninguna otra mujer del pueblo poseía un taladro, ni grande ni pequeño. Berta no reaparecía en escena hasta que los últimos llantos se apaciguaban, y mientras tanto había estado arrancando el auto, largo, brillante y negro, para estacionarlo en el frente. Al regresar a la sala, extendía las llaves al chofer y, con un único movimiento de la vista, señalaba a quienes la iban a ayudar a levantar el cajón. Por lo general, y por su fuerza, elegía hombres. Berta los comandaba desde la primera manija o podía pasar que, aturdidos por la angustia, la dejaran sin manija libre y entonces Berta les iba por detrás dando indicaciones, porque ninguno se avenía a adivinarlas, mucho menos a corregirlas.
En esos eventos, y sólo en esos eventos, sus vecinos, anulados por el peso de la realidad, descansaban de las murmuraciones, pero alcanzaba con que recuperasen el rubor y la conciencia de su sobrevida para que recomenzaran, ¿y qué podía desear una mujer como ella, después de todo? Era un desconcierto además que Berta, cuyo oficio la acercaba tan radicalmente a los misterios, tuviese que caminar hasta un santuario perdido al costado de la ruta para pedir auxilio.
Las hipótesis sobre su vida y sus intenciones jamás se resolvían. Usina y arena para que cada quien desplegara su perspicacia, podía pasar que hablando de Berta las personas, sin darse cuenta, hablasen en realidad de su propia vida, o que acusando a Berta acusasen a su propio marido o hasta a su propia hija. Que Berta concentrara la atención de esa manera era un favor que nadie jamás en el pueblo le reconocería. Un favor al que no dejaban descansar jamás, aunque aparecieran noticias mejores.
Por ejemplo: en el campo vecino, bien al fondo, por el monte de eucaliptos, un tornado había levantado por los aires a las vacas. No era temporada de tornados todavía, faltaba más o menos un mes, pero esto ya no sorprendía a nadie. El clima cambiante, despiadado, sequísimo, era desde hacía unos años la norma. Los nombres de la virgen se encimaban una y otra vez sobre la misma piedra, hartas las mujeres de guardarse los deseos en la conciencia hasta que llegara la lluvia, que nunca llegaba.
Berta, que acaso nunca había anotado, tampoco anotaba los suyos. Los cargaba, orgullosa y silente, tranco de caballo en dos patas, el pecho apenas volcado hacia adelante, la cabeza rubia y redonda y otra vez pequeña, tanto más pequeña de lo que hubiese correspondido. Sin embargo, allí cabían sus deseos, que nadie conocía pero sin lugar a dudas tenía, porque otra vez se la había visto arrodillada, las manos aplastadas en el corazón, la virgen inmóvil. Era de noche, quedaban los teros y poco más en el jardín del santuario, y al fondo la parroquia que desde hacía tiempo estaba vacía.
El sacerdote había desaparecido un buen día, sin dar explicaciones y llevándose la llave. Nadie había vuelto a entrar ahí, por desinterés, temor o exceso de respeto, así que la parroquia también se había convertido en núcleo de habladurías y maledicencias. Había quien aseguraba que el cura se había robado los muebles, que quien llega ladrón se va ladrón, que en la parroquia se encontraba con una amante. Los chicos, más alucinados en sus imaginaciones, decían que a la amante la había dejado atada a una silla, que la habían visto por el ojo de la cerradura, y que hasta la habían escuchado llorar. Nadie recordaba el apellido del sacerdote, apenas su nombre de pila, y era cierto que más allá de la virgen milagrosa no había logrado afianzarse del todo en el pueblo: sus misas eran largas y tediosas, no se le entendía bien lo que decía y leía la Biblia como alguien a punto de quedarse dormido.
Ahora, la única iglesia que funcionaba era la de la avenida principal. Berta jamás entraba ahí. Estacionaban con extrema cautela el coche fúnebre frente a la entrada, subiéndose a la vereda por un camino especial que sólo utilizaban los novios y los muertos. Después se bajaba, desde el asiento del acompañante, y mientras los deudos se arremolinaban abría la puerta de atrás, desplegaba unos parantes especiales y sacaba medio cajón afuera para que lo rociaran con agua bendita. Berta escuchaba las oraciones y las repetía; conocía cada paso, cada contestación, cada silencio, pero jamás se la veía entrar a la iglesia en ese ni en ningún otro momento.
Mientras los familiares volvían a sus autos, Berta empujaba el cajón en la cabina y regresaba a su asiento, no sin antes persignarse. Manipulaba todos estos elementos sin errores, en extremo consciente de su sacralidad. Firme, viril, precisa y ordenada, sin derramar lágrimas, sin abrazar a nadie, y en lo posible sin decir una sola palabra. Su corrección era imponente. Eran esos, en especial, los momentos en los que a nadie se le ocurría pensar en que Berta iba por las noches, humilde y furtiva como una liebre, a besar la tierra frente a la virgen de los milagros.
Pero cuando los muertos quedaban atrás en el almanaque y la vida recuperaba su derecho a los manteles de invitar, las habladurías recuperaban también su brío y su ensañamiento. Se decía que Berta había tenido un amorío con el sacerdote que había traído a la virgen, que por eso la iba a saludar. Que el sacerdote la había rechazado y por eso había quedado así, solitaria, absurda y mortecina. Quizás el sacerdote no la había rechazado por desamor sino por lo que Berta era de verdad, por lo que en el fondo nadie toleraba siquiera imaginar, con su cabeza pequeña y reverente entre las piedras del santuario; Berta que se ponía de pie y era indisimulable, flagrante, cruzando las cuadras como si cruzara desiertos.
Es cierto, también, que no había muchas otras cosas que mirar por ahí, que a las mujeres no se les ocurrían otros deseos que el de conseguir marido, que los hombres, anestesiados por el calor y las deudas, no conocían grandes pasiones, salvo la envidia.
Pero Berta estaba a salvo de la envidia, completamente a salvo de la envidia.
Los días pasaban de esa manera en ese lugar. Las cosas cambiaban poco, una que otra tragedia. Un nuevo tornado, un poco más cerca, había volteado la torre de agua y ahora el servicio estaba cortado. Pero eso iba a resolverse pronto, quizás mañana mismo.
Cuando no estaba trabajando, Berta manejaba su auto negro y largo y brillante por la ciudad, y lo hacía como si no fuera lo que era: un coche fúnebre. Era el único auto que tenía, así que lo usaba también para llevar y traer las compras, para cargar los bidones de agua mineral que ahora había que ir a buscar a la municipalidad. Su cabeza de ping pong asomaba antes que el resto de su cuerpo de las entrañas de ese mamotreto imposible de estacionar que siempre le quedaba un poco torcido. En un momento así, costaba imaginarla arrodillada frente a la virgen, costaba imaginarle los deseos. Ni siquiera los niños podían hacerlo.
Los ancianos, por su parte, esquivaban el auto de Berta como si se cruzaran una escalera abierta, y si podían no pedirle nada no se lo pedían, ni siquiera esa noche que el tercer tornado había derribado los postes de luz de la entrada y el pueblo había quedado totalmente a oscuras y no quedaba quien no necesitara favores.
Berta, ignorante de las coreografías que provocaba a su alrededor, seguía inmersa en sus asuntos. Los lunes solía hacer limpieza general y de la puerta de la casa fúnebre, que tenía un dormitorio en el fondo donde ella dormía, salían baldazos de agua sucia y perfume a limón. Los domingos, si no había servicio, solía lavar el coche en la vereda. Berta no hablaba con casi nadie, salvo por cuestiones operativas. Nadie podría haberla acusado de menos que amable, pero daba la impresión de que se reservaba la conversación para la virgen, o para quién sabe qué dioses, de los que debía conocer el idioma, porque no podía ser que alguien anduviera como un gato negro por la vida sin recibir ningún sobresalto. O quizás, conjeturaban, la demasiada cercanía con la desgracia la protegiera.
El resto de las mujeres del pueblo limpiaban durante las mañanas de los viernes, que era día de recibir visitas, y todos los domingos las recién casadas iban a la plaza de la virgen con sus reposeras y se reían, sentadas en ronda. No se les hubiese ocurrido jamás invitar a Berta, que seguía visitándola a escondidas y cada vez más seguido, como si las dos estuviesen comenzando a entenderse. Sin embargo, no se encontraba jamás una piedra con su firma, ningún nombre nuevo entre los nombres, y lo más sorprendente era que nadie lograba jamás cruzarla de frente, ni yendo ni viniendo del santuario, y eso que con los tornados las lluvias volvieron y las mujeres tenían que regresar a cada rato a anotar sus pedidos, porque se les borraban.
El último temporal había levantado un techo de chapa que voló por los aires durante casi media hora, como si los vientos avanzaran presos de alguna sed extraña que no podía saciarse. Nunca antes habían entrado en el pueblo los tornados, nunca como estaban a punto de hacerlo, se temía, porque cada vez caían más cerca.
El verano colgaba, furioso, del cielo. Del calor se pasaba a la tormenta y de la tormenta al calor, y las mujeres añoraban la sequía de antes, la sequía que hacía rabiar a sus varones en los trigales. Largas hileras hasta la virgen, y ni por una vez la vieron a Berta arrodillada, la frente en la tierra, la frente entre las manos, las manos en el corazón. ¿Era cierto, después de todo, que Berta iba a ver a la virgen? Apenas una silueta fantasmagórica, hubiesen deseado con todo su corazón una oportunidad para preguntarle de qué quería salvarse. Los niños, mientras tanto, decían que habían visto a un ovni en el cielo, pero hacía semanas que el cielo no duraba limpio más de unas horas. Después decían que del auto de Berta habían visto salir a un gato muy pequeñito y blanco, aunque podría ser que hubiesen visto mal, que en vez de un gato fuese un perro, o quizás ni siquiera un perro; una fantasía, una luz engañosa que podía venir de cualquier parte y dirigirse a ningún lado.
Hubo un gran rayo azul antes del último tornado, que se enterró de lleno en el pastizal del fondo del parque y lo prendió fuego. Al tornado dicen que lo vieron acercarse primero a la virgen y recién después dirigirse a paso lento a la parroquia, como si le hubiese costado decidir qué destruir primero.
Después se puso a llover.
Llovió, llovió y llovió. Y fue con total dedicación, con total desmesura, tanto que no se distinguía una gota de otra, cayendo del cielo negro y retorcido, apenas iluminado cada tanto por los relámpagos. Los truenos retumbaron hasta la madrugada y nadie se animó a salir de su casa hasta que cantaron los pájaros a la mañana siguiente.
Exhaustos y desconcertados, los vecinos recién comenzaron a hablarse hacia el mediodía, después de recorrer el pueblo, y para empezar a organizarse en la reconstrucción.
Al poco tiempo, las recién casadas quedaron todas embarazadas -las que habían anotado nombre y también las que no-. A Berta nadie nunca más la vio.