El cuento por su autor

Bajarse del auto en un impulso y perderse por un campo que parece virgen de pisadas humanas. Cruzar los bañados y los matorrales para encontrar quién sabe qué aventuras detrás de esos horizontes esquivos. Esas son las fantasías que me asaltan desde la infancia, desde aquellos viajes frecuentes por las rutas 9 y 12 que hacíamos con mi familia. Había leído El gran Meaulnes cerca de los once años y mi imaginación quedó enganchada con el “dominio misterioso”, ese mundo mágico y congelado en el tiempo que el protagonista descubre en su camino: las luces fantasmagóricas, una fiesta con extraños, la melancolía irresistible. Una persona se larga a caminar sola por un espacio abierto, sin destino. Todo puede pasar.

Hace poco leí Del caminar sobre hielo, de Herzog. Él sí tenía un punto de llegada, y no era más que una excusa para andar días y días a campo traviesa, algo que hacía cada tanto desde su adolescencia. Arriesgo una teoría: respondía a raptos de agobio social.

Entre 2006 y 2008 viajé por zonas de montaña en el norte del país y por Bolivia. Algunos de los rincones eran totalmente inhóspitos, y todos eran sorprendentes. Experimenté lo que había soñado: vagabundear sin plan y esperar la maravilla. La maravilla no está necesariamente cargada de belleza y de bondades espontáneas. Hay peligro, personas de las que una debe defenderse, descubrimientos existenciales y, a veces, consecuencias al volver. El enamoramiento del viaje puede arrastrar una pesadilla por la espalda, la piedra atada a la soga. La ilusión de la libertad total puede convertirse en su contrario. Como ejemplo, este cuento de mi libro Llamarada, que se publicará en febrero próximo por la editorial Emecé.

El dominio

El día rompió rojizo a través de la película de sus párpados. La noche anterior, abombada por el calor que hacía adentro de la carpa, había salido a acostarse al relente. Abrió los ojos: la mañana era luminosa, y ese sol absorbía la humedad del pasto en vapores de tierra cocida.

Calentó agua para el mate y se arrimó a la orilla del río, marcada a tajos de pala mecánica. El agua amarronada estaba fresca, le lamía los pies con una corriente imperceptible. Lo único que tenía para comer era una rosca de grasa que habían comprado el día anterior. Mordisqueó solamente un poco y se quedó esperando, sentada de cara al oeste, a que se hicieran las doce y Abel regresara.

Cuatro días se había pasado de la fecha programada para volver a la ciudad, a su trabajo, a la rutina del banco. El furor del viaje; el atractivo de ese mundo nuevo y ascético la había atrapado con el misticismo de las privaciones. La trampa del aquí y ahora era una nueva forma de meditar. Se aventuró a seguir un poco más sin pensar en las consecuencias, porque no quería separarse todavía de Abel. Lo había conocido en el refugio de mochileros de San Marcos Sierras. Siguieron juntos por las rutas más perdidas hacia el noreste. Ella ni siquiera le había avisado a su madre que no sabía cuándo iba a regresar.

Tomaron la decisión el día que bajaron del micro destartalado para almorzar en ese pueblito seco, sepultado entre montes de un herbazal agresivo. Una sola vez el chofer mencionó el nombre del lugar con una voz que arrastraba las consonantes, con tantas eses que no le entendieron y tampoco se molestaron en preguntar. En ese punto se expresaba del todo el paroxismo de lo bucólico. En Abel, un fotógrafo español de marcas fast fashion, la euforia de experimentar la pobreza como un valor en sí mismo. En ella, encerrada en la sordidez oficinesca de la clase media latinoamericana, la ensoñación de la naturaleza como revelación, la señal de que hay otra vida real al aire libre, más intensa, voluptuosa.

—Yo aquí me quedaría para siempre, recorriendo el monte y los pueblos. ¡Joder! —Abel le gritó a una pared de adobe con una virgen guaraní pintada en muchos colores con trazos toscos, infantiles.

Y ella estuvo de acuerdo. Porque le parecía que quedarse allí era lo que había que hacer. El silencio del monte la fascinaba, y más que nada, él le gustaba, un rebelde que recorría el Mercosur con euros para dos años y que se enorgullecía de bañarse poco para no gastar los recursos de la tierra.

Dieron la vuelta a esas manzanas polvorientas del mediodía. No eran más de diez casas de barro y una capilla de construcción indígena con techo de hojas de palma. Ella pensó en su bisabuelo, que tal vez había sido guaraní. Eso le había dicho su madre, aunque no tenían cómo comprobarlo; nadie sabía de qué pueblo provenía esa rama de la familia, pero el viejo sí que no había bajado de los barcos europeos, con esa piel de cobre oscuro y los ojos verdes que escrutaban su jardín frondoso, como si añorara el otro verdor más grande de una selva y los pumas sedosos que la habitarían. Pero su bisabuelo solo había tenido gallinas en ese jardín. Gallinas y gallos exóticos, eso sí; de grande ella se enteró de que los que ponía a pelear. Era apenas un recuerdo vago, porque solo pudo ir a su casa del bajo hasta los seis años, cuando él se murió de un derrame cerebral. Salían al patio y las gallinas, sueltas, daban trancos veloces para picotearle las piernas, entonces el bisabuelo la levantaba a ella en el aire en el momento justo. Las piernas quedaban colgando demasiado altas para las gallinas, que se chocaban entre sí sobre el apisonado de tierra. Los dos se reían, cómplices, el bisabuelo solamente cerrando más sus ojos achinados y con muecas mudas: cuando era joven lo habían detenido en la frontera con Paraguay y le habían cortado la lengua.

El comedor era una de las casas de barro de ese pueblo mínimo. Una pulpería. Solamente hombres sentados a las mesas, jóvenes y viejos, quemados por el sol. Y también era un hombre el que atendía en el mostrador. Antes de comer ella quiso ir al baño. Se venía aguantando desde la mitad del último viaje en micro porque no le gustaba bajar a los pastizales del costado de la ruta. El baño está afuera, le dijeron, en la casa de al lado. La casa era nada más que una pieza chica y cuadrada —sin puerta en la entrada, únicamente quedaba la abertura, como si le hubiesen arrancado el marco en un bombardeo—. Adentro las paredes estaban descascaradas, con rastros de pintura a la cal, y había nada más que dos puntos de interés. Uno era un hombre gordo de bigotes con una remera manchada, sentado frente a un escritorio cubierto de diarios y una radio portátil con la que escuchaba un partido de fútbol. El otro era una esquina del espacio cuadrado, cubierta por una cortina de ducha plástica, rota en una punta, con ese caño curvado que arma un ángulo de noventa grados. Treinta pesos, le dijo el gordo. Ella juntó el cambio que tenía y lo apoyó sobre los diarios; se dio cuenta de que eran diarios viejos, no por lo amarillentos sino por el aspecto, las tipografías, las imágenes. Al correr la cortina se encontró con un inodoro antiguo y destartalado que, al revés de lo que había imaginado, estaba muy limpio. Se bajó el pantalón y la bombacha. Su chorro de pis era ruidoso e interminable, pero se consoló pensando que el gordo estaría inmerso en el partido de la radio, que había retomado la transmisión luego de unos anuncios regionales.

Ya era la una y media y Abel no había regresado. Estaba preocupada. ¿Se habría perdido en el monte? No. Era un tipo bastante acostumbrado a las caminatas por bosques y montañas, si era verdad lo que le había contado. Pero la carpa, los enseres del viaje… todo estaba acá, todo lo tenía ella. ¿Y si lo habían asaltado? Decidió esperarlo un poco más. Qué otra cosa podía hacer, de todas formas. Por el camino venía al trote un perro amarillento de patas largas. Tenía algo en la boca, ¿una pelota? Lo llamó con tono cariñoso, feliz de encontrarse un animal, tal vez una mascota que se querría quedar con ella. Al verla, el perro, que parecía una mezcla de galgo y de hiena, se le acercó corriendo y cuando llegó a su lado ella se dio cuenta de que tenía un tumor rosado e hinchado en el hocico, y echaba espuma por la boca. Se levantó de un salto. El perro empezó a gruñirle. Ella tuvo que improvisar. Agarró la lona que estaba sobre la tierra, se la puso sobre la cabeza como una capa para hacerse grande y empezó a aullar fuerte, cada vez más fuerte hasta que se quedó ronca de gritar. El perro, desconcertado, primero le ladró, y luego se alejó, mirándola de costado, con un gemido suave.

Las cuatro de la tarde. Se terminó el resto de la rosca, su único alimento. La noche anterior ella le había mencionado a Abel que tenían que aprovisionarse en ese pueblo antes de seguir. Él estuvo de acuerdo. Comieron, tomaron, y bailaron otra vez en la misma pulpería, que de noche juntaba mucha más gente. Se había formado un baile, una peña. Dos mujeres morenas, las únicas a la vista, se agarraban el pelo largo y liso hacia el costado y cantaban con gritos lastimeros, siempre mirando hacia abajo. Un hombre tocaba la guitarra. Otro zapateaba vigorosamente alrededor de una fogata. Era un fuego alto el que habían armado en el patio de la pulpería, muy alto, cada tanto había que correrse porque a veces el viento tiraba esquirlas sangrantes. El pueblo era seco pero el monte era tupido, y cada tanto algunos hombres dejaban el grupo y se perdían en esos confines oscuros. Siguieron tomando hasta la madrugada, y pasó entonces que finalmente nadie se acordó de la comida, ni él ni ella, y se fueron caminando hasta que encontraron el lugar que él había visto la tarde anterior desde el micro: un buen lugar para acampar. Qué mala idea. El río, siempre decía él, hay que acampar cerca del río y caminar por su margen, seguirlo, esa es nuestra ruta. Los monos no se acercan al agua, eso era importante.

Ya no quedaba casi nada. Solo un poco de agua en una cantimplora, y algo de yerba. Por lo menos el río es de agua dulce, quiso tranquilizarse, aunque dudaba que fuera potable. Para el anochecer ya no sentía el hambre. Vio pasar la serpiente iluminada de un tren, alta y a lo lejos, bordeando la cortina tropical del monte. Se acercó a la orilla y saltaron unos peces en el aire, cruzando la luz ambivalente del sol naranja y la luna lenticular que aparecía del otro lado de la tierra.

Se rio. Si él se había arrepentido, no sería la primera vez que un hombre la dejaba. Pero por lo menos, que no la abandonara así, ¡sola en el medio del campo! Desarmó el campamento, cargó la carpa como pudo y empezó a caminar hacia los matorrales. Si alcanzaba a ver el tren y lograba seguir las vías, alguna vez tendría que llegar a la estación más cercana, o a la casa del guarda. Por suerte la noche estaba alumbrada de luna llena y al caminar ella se fue ayudando con un palo largo que usaba de bastón y para chequear el suelo; tenía miedo de meter los pies en algún pozo pantanoso. Podría llegar a hundirse sin dejar ni un rastro.

Había una brisa tibia. Aspiró el aire del humedal, y se puso alerta. Olor a asado, o más bien a leña. Siguió el rastro, y el estómago se despertó de su letargo con un dolor súbito. Caminó hacia el norte hasta que por fin, entre los arbustos altos, encontró la entrada de una cabaña con luz adentro. Aunque al llegar más cerca, vio que no era precisamente una cabaña, sino la parte de atrás de una casa baja pero amplia, antigua y colonial, como el casco de una estancia chica. Al llegar a la ancha puerta de madera golpeó las palmas. Nadie apareció. Aunque se seguía viendo una luz suave en los bordes, las ventanas tenían los postigos bien cerrados y cruzados con listones gruesos. Dio la vuelta a la cabaña y encontró un patio con piso de tierra. Entró y de pronto dio un resbalón. Miró cuidadosamente. En la oscuridad creciente iba pisando algo así como unos troncos pequeños. Agarró uno y vio que eran mazorcas de maíz, algunas roídas y otras no del todo. Se tiró al piso y comió de las que pudo, hasta que se desplomó del asco y del cansancio.

El sol de la mañana le atravesó los párpados otra vez. Hoy sí que es hoy, pensó. Se incorporó y abrió los ojos, esperando encontrar a Abel a su lado. No. Estaba encerrada en un gallinero, extrañamente cercado con sogas y estacas.

—¡Arriba, che! —escuchó—. Levantate.

Acostada en el piso, entre las heces y las plumas, se dio vuelta y vio a un hombre fornido, con unas botas de cuero hasta la rodilla, chaleco y unas bombachas de campo marrones. Llevaba un manojo de tiras en la mano derecha, algo que de pronto hizo estallar con un chicotazo la tierra que estaba al lado de su cara.

Quiso levantarse, pero sintió un tirón seco en una pierna que no se lo permitió.

—Se está confundiendo. Llegué acá desde un campamento pero soy de Buenos Aires. No tenía dónde dormir anoche —le dijo, indignada. El hombre la miraba sin cambiar la expresión, como si no la oyera—. Yo me voy de acá. Tengo derechos, déjeme salir.

El capataz se agachó sonriendo de manera socarrona, y desenganchó la cadena que la aferraba a uno de los postes.

—Andá para la casa, que te espera la patrona. Sabés adónde terminás cuando no hacés caso. Esta noche te lavás, china sucia, que me debés un favor. Si no es por mí te mandaban al de los chanchos —dijo el hombre, y se colgó el látigo en la cintura.

Se incorporó de a poco. Estaba vestida con una túnica inmunda atada con un cordón. Tenía las piernas llenas de marcas, de picotazos. La espalda le ardía de una manera insoportable: se la tocó, y vio que todavía sangraba de los golpes del día anterior. Agachó la cabeza y se fue a servir a la casa grande.

A la hora de la siesta, cuando estaba lavando la ropa a mano al costado del río, vio pasar a Abel, también con bombachas de gaucho, pero con una boina a lo vasco y una caña de pescar en la mano. La miró apenas al pasar, como si la desconociera por completo, o nunca hubiera reparado del todo en ella, y le dijo:

—Arréglate un poco para servir la cena, que mi esposa no se acostumbra a veros así, casi desnudos y con los cabellos sueltos. Estos indios, joder.